Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

lunes, 25 de marzo de 2013

Política y religión: ejemplos de la revolución independentista venezolana // Profesor Rafael García Pérez

Texto tomado de la Lección Inaugural pronunciada por el profesor Rafael García Pérez en la Facultad de Ciencias Jurídicas Políticas de la Universidad Monteávila en noviembre de 2011. Excmo Sr. Decano, Ecxmas autoridades académicas, Profesores del claustro académico, Queridos alumnos, Señoras y Señores. Quisiera que mis primeras palabras fueran de agradecimiento a la Junta directiva de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad de Monteávila por su invitación a pronunciar la lección inaugural de este curso. Constituye para mí un verdadero honor dirigirme a ustedes en una ocasión como ésta y más todavía en un año tan señalado para su país como el que estamos viviendo. Hace doscientos años, Venezuela proclamó su independencia de la monarquía española e inició su andadura en la historia como nación. El camino recorrido desde entonces no ha estado exento de obstáculos y dificultades, de avances y retrocesos. A pesar de todo ello, resulta posible afirmar que Venezuela ha logrado alcanzar en estas veinte décadas de existencia la madurez propia de las grandes naciones. El generoso ofrecimiento realizado a un profesor español para pronunciar una conferencia en América sobre la independencia americana, en un aniversario como el que estamos celebrando, son una buena muestra de ello. No creo que hace cien años esto hubiera sido posible (y no lo digo lógicamente porque entonces ni ustedes ni yo habíamos nacido). Las dificultades del tiempo presente no pueden hacernos olvidar, sino más bien al contrario, la presencia en estos doscientos años de historia constitucional de una búsqueda constante de la justicia y de la libertad; una búsqueda a veces manifiesta; otra muchas escondida en los vaivenes del acontecer histórico más superficial. Precisamente en este momento de la historia , el estudio de vuestros orígenes como nación resulta más necesario que nunca. Un estudio que abandone definitivamente el trabajo de mitificación de los tiempos fundacionales, más propio de la historiografía nacionalista del siglo XIX, ya sea en la forma de historicismo político bolivariano, como Castro Leiva lo definió hace algunos años, o en otra cualquiera de sus formas; un estudio que, por el contrario, sea capaz de restituir al pasado su auténtica dimensión de pasado, devolviendo al presente la capacidad de decidir en libertad su futuro. Desde esta perspectiva, la historiografía constitucional puede cumplir uno de sus cometidos fundamentales: erigirse en un horizonte de posibilidades abiertas y potencialmente fecundas, firmemente arraigadas en una sólida tradición política. Sólo de esta manera la historiografía seria y rigurosa podrá evitar que tan noble dedicación sea prostituida por aquellos que pretenden hacer de la Historia un mero instrumento al servicio del poder político de turno. La celebración del bicentenario de las independencias americanas, en mi caso de los inicios constitucionales españoles en el Cádiz de 1812, debería traducirse, pues, no sólo en un incremento de nuestros conocimientos históricos sino sobre todo en un incremento de nuestra cultura constitucional. No podemos olvidar que la percepción que un pueblo tiene de su pasado forma parte de su misma comprensión como pueblo. Condiciona así no sólo su unidad y crecimiento interior, sino también su relación con el resto de las naciones. La tarea, sin embargo, no es sencilla. Las revoluciones atlánticas, de las que las hispanas forman parte, dieron lugar con todas las matizaciones que se quieran a una nueva manera de ver el mundo. Implantaron en modos diversos y con ritmos también diferentes en función de las distintas áreas geográficas, una nueva cultura política y social cuyas raíces ideológicas cabe situar en el pensamiento ilustrado; una cultura moderna que todavía sigue condicionando nuestra manera de ver el pasado. Es cierto que el panorama cultural en occidente ha cambiado mucho en las últimas décadas. Sin embargo, y a pesar de la larga crisis de la modernidad, de las proclamas postmodernas y de la generalización de conductas y preocupaciones sociales que no se corresponden ya con el paradigma moderno, se puede afirmar que los presupuestos antropológicos propios del pensamiento moderno gozan todavía de buena salud. En cualquier caso, no han sido aún reemplazados por otros radicalmente diferentes. En este sentido, ha escrito el profesor Llano -parafraseando a Arnold Gehlen- que “puestos a definirnos como generación, tendríamos que decir de nosotros que somos postilustrados. Respecto a la Ilustración, somos practicantes, pero no creyentes” En el tema que nos ocupa, la toma de conciencia de la encrucijada cultural en que nos encontramos reviste una particular importancia, pues nuestra manera de ver el mundo, nuestra escala de valores, nuestra concepción de la historia, e incluso muchos de los significados que atribuimos a palabras claves forjadas en el discurso constitucional de la Independencia es una herencia cultural de la época que pretendemos estudiar. De aquí que la historiografía constitucional centrada en la época de las independencias se halle en muchos casos condicionada por los presupuestos del mismo objeto que estudian. A pesar de su pretendida objetividad, ha intentado elaborar una historia de la revoluciones atlánticas (francesa, angloamericana y latinoamericana, fundamentalmente) asumiendo de manera acrítica la imagen que la historiografía revolucionaria y sus herederos dieron de sí mismos, aceptando sus valores y compartiendo sus premisas y también sus conclusiones. Especialmente en el tema que hoy nos ocupa, la relación de la religión con el nuevo orden constitucional independiente, esta interpretación que la modernidad constitucional ofreció de si misma ha impedido durante décadas su correcta comprensión. No en vano, la modernización se ha definido tradicionalmente, más en Europa que en América, como un proceso irreversible de secularización. Por ello, la primera precaución metodológica que debemos adoptar es tomar conciencia de nuestros prejuicios modernos. La comprensión, como ha escrito Gadamer, “debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un colocarse dentro de un proceso de transmisión histórica, en el que el presente y el pasado se hallan en continua mediación” . Por ello, ser consciente de las propias precomprensiones constituye una condición necesaria para estudiar cualquier periodo histórico, y particularmente aquél que está en la misma génesis de nuestra manera de pensar actual. Esta actitud crítica ha comenzado ya a dar sus primeros frutos. En el estudio de la historia, la crisis de los paradigmas historiográficos modernos, del positivismo y nacionalismo decimonónico o del estructuralismo y del marxismo del siglo XX, ha permitido el surgimiento de nuevos relatos históricos, menos totalizantes, pero también menos contaminados por aprioris objetivistas. En esta línea cabe destacar la nueva historia política, iniciada para el estudio de las independencias americanas por el prematuramente desaparecido François-Xavier Guerra y su escuela de la Universidad de Paris I, o para la historia revolucionaria francesa por François Furet, cuya obra ejerció una influencia decisiva en Guerra. También desde otros ámbitos disciplinares, la postmodernidad –en el mejor sentido de la expresión- ha irrumpido con fuerza, poniendo en tela de juicio algunos dogmas tenidos por indiscutibles durante mucho tiempo. Quizá el más señalado de ellos, también por lo que a nuestro tema se refiere, sea el que identifica modernidad y secularización. No me refiero principalmente, aunque también, al papel cada vez más relevante que la religión está adquiriendo en la vida pública occidental. Una manifestación clara de ello fue la presencia en el funeral del ahora Beato Juan Pablo II de mandatarios de los cinco continentes. Otra muestra, menos gráfica si quieren, pero igualmente significativa de este cambio de percepción es el título del libro que el director de la revista más influyente del mundo, The Economist (John Micklethwait) publicó en 2009: God is back. Pero no son sólo a estas y a otras muchas demostraciones de la dimensión pública de las religiones a lo que me quiero referir. Pienso fundamentalmente en el replanteamiento que un sector de la sociología norteamericana y francesa ha llevado a cabo en los últimos años del concepto mismo de secularización. Como ha puesto de relieve, entre otros, José Casanova, profesor de la Universidad de Georgetown, la secularización no puede ya ser entendida como un proceso irreversible de privatización y posterior declive de la religión en el mundo occidental. La secularización, -si queremos seguir utilizando este nombre- cabe definirla, por el contrario, como un proceso de diferenciación de las confesiones religiosas y los Estados, que ha llevado a la religión, también institucionalmente, a ocupar un nuevo lugar, igualmente público, en el seno de la sociedad civil. De esta manera, el interés por la religión como factor de configuración de los espacios públicos en las sociedades modernas ha crecido. En el ámbito de la historiografía es posible afirmar que no cabe una adecuada comprensión de la formación de los modernos órdenes políticos prescindiendo del factor religioso. No resulta casual, por ello, que el último trabajo que François-Xavier Guerra elaboró, póstumamente publicado, llevase por título “Políticas sacadas de las Sagradas Escrituras. La referencia a la Biblia en el debate político (siglos XVII a XIX)”. El propio autor explicaba las razones que le llevaron a emprender este estudio, tan alejado por su temática de todo lo que había realizado con anterioridad: “El punto de partida de esta reflexión –aclaraba Guerra- fue el constatar la abundancia de las referencias a la Biblia en los debates políticos durante la Independencia de la América hispana. Una buena parte de la literatura (…) anti-independentista y anti-republicana (…) en todo el continente está basada en la argumentación bíblica (…). Pero más sorprendente es observar –apuntaba este historiador francés- que los escritos republicanos e independentistas responden también en el mismo registro, pero en sentido contrario”. Los dos ejemplos que Guerra traía a colación eran los de vuestro compatriota Juan Germán Roscio y el del inglés Thomas Paine. Por otra parte, como demostró hace ya algunos años Elliz Sandoz, el libro más citado en las obras y discursos de los Founding Fathers norteamericanos no fue el Segundo Tratado del Gobierno de Locke, ni el Espíritu de las Leyes de Montesquieu, sino La Biblia. La mera constatación de este dato nos pone en el camino adecuado para tratar de comprender el papel que la religión y sus fuentes de autoridad desempeñaron en el primer constitucionalismo americano. Las tradiciones religiosas en el continente americano eran distintas: una protestante, en Norteamérica, con sus diversas manifestaciones; la otra católica, en el mundo latinoamericano, unitaria, pero no uniforme. En ambos casos, la religión actuó como instancia última de legitimación de todo el orden político, aunque el modo en que esto se llevó a cabo y sus consecuencias institucionales fueran diferentes. Dado que el tiempo del que dispongo es limitado voy a centrar la atención en nuestro ámbito, el de los territorios que conformaban la monarquía española, para fijarme muy brevemente en tres aspectos, en mi opinión claves, de esta relación genética entre religión y orden constitucional en las independencias: 1. El primero de ellos ha sido ya apuntado por Guerra: se refiere al papel de la religión como instancia legitimadora del nuevo orden político. 2 El segundo es la incidencia de la religión católica en la definición de las nuevas naciones. 3. El tercero y último será la comprensión de los derechos desde esta perspectiva católica. Vamos pues con el primero de estos puntos. A cualquier constitucionalista actual que se asome las obras redactadas por los padres de las primeras Constituciones americanas, o a los debates parlamentarios que las precedieron no puede dejar de llamarle la atención el empleo frecuente de argumentos directamente religiosos, o extraídos de textos de esta naturaleza, para fijar posiciones que hoy definiríamos como netamente políticas. Es precisamente esta clara separación entre lo religioso y lo político, propia de la mentalidad moderna, lo que nos dificulta la comprensión histórica. Es, en definitiva, este a priori interpretativo el que ha llevado a muchos historiadores a entender el discurso religioso de los principales actores políticos como una argucia de las élites para ganarse el favor del vulgo y atraerlo a la causa patriota. Sin embargo, esta interpretación, además de no adecuarse en términos generales a las fuentes documentales y, por tanto, prescindir de las más elementales reglas metodológicas de las ciencias históricas, presupone una concepción extemporánea de la religión. Ésta no constituía en aquel tiempo una esfera más de la actividad humana, un ámbito de libertad yuxtapuesto a otros como la economía, el derecho o la literatura. La religión era percibida y vivida como el horizonte existencial donde los demás ámbitos de la convivencia humana se integraban y adquirían sentido. La religión, muy en particular la católica, constituía para la inmensa mayoría de los habitantes de los territorios americanos, así como de la península ibérica, la instancia última capaz de explicar y dotar de unidad la peregrinación del hombre sobre la tierra, desde el nacimiento hasta la muerte. Como ha escrito Voegelin “la sociedad humana no es un mero hecho, o un suceso del mundo exterior que pueda ser estudiado por un observador como si fuese un fenómeno natural (…). Es en conjunto como un pequeño mundo, un “cosmión” iluminado desde dentro con la significación que le dan los seres humanos, quienes continuamente lo crean y lo sustentan como modo y condición de auto-realización” (Voegelin, NICP, 47). Desde esta perspectiva, los aportes de la hermenéutica moderna suponen un punto de partida inmejorable para el estudio del primer constitucionalismo latinoamericano en general, y para la profundización en las relaciones entre religión y orden constitucional en particular. En efecto, como ha sido puesto de manifiesto por pensadores como Gadamer o Ricoeur, cualquier desvelamiento de sentido presupone una precomprensión determinada por un concreto horizonte hermenéutico que condiciona al intérprete, integrado en el marco de una tradición. En las primeras décadas del siglo XIX el núcleo de esta tradición desde la que operaban los actores políticos era la religión católica. Ella era su telos constitutivo; el único capaz de engarzar el resto de dimensiones de la vida humana en un mundo vital portador de significados originarios. Y ello no sólo era así para el pueblo en general, sino también para la inmensa mayoría de las élites. No había otra fuente última a la que acudir para fundamentar el nuevo orden político que se quería construir. Por ello no resulta en absoluto sorprendente, aunque a Guerra sí se lo pareciera, que la religión se presentara como un elemento poderoso de legitimación tanto de la independencia como del nuevo orden constitucional. Los ejemplos que se pueden aducir en este sentido son numerosos, tanto en Venezuela, como en el resto de los territorios que en su día integraron la monarquía española. La declaración de independencia venezolana, conocida por todos ustedes, promulgada en el nombre de Dios todopoderoso es suficientemente clara a este respecto. Después de exponer las razones que en derecho justificaban ante el mundo el paso que iban a dar, y antes de proceder a declarar su independencia, los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela ponen “por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales auxilios, y ratificándole, en el momento en que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo, como el primero de nuestros deberes”. Es conocida la participación de Roscio en la elaboración de este singular texto. Él mismo publicaría el más brillante manifiesto sobre la libertad de los pueblos basado en las Sagradas Escrituras. Su Triunfo de la libertad sobre el despotismo constituye, sin duda, una clara muestra de las posibilidades argumentativas que los textos sagrados ofrecían para la fundamentación intelectual del nuevo orden constitucional. De todos son conocidas estas palabras incluidas en la introducción: “Pequé, Señor, contra ti, y contra el género humano, mientras yo seguía las banderas del despotismo. Yo agraviaba mi pecado quando en obsequio de la tiranía me servia de vuestra santa palabra”. Al desagravio de su “pecado” dedicaría Roscio esta magnífica proclama. Ciertamente, la lógica que detrás de sus palabras se escondía no dejaba de ser bastante tradicional. Si durante varios siglos, los textos sagrados habían sido utilizados para la justificación trascendente de un determinado orden político, el del Antiguo Régimen, ahora serían puestas al servicio de otro orden político igualmente terrenal: el de las nuevas repúblicas católicas. En su testamento redactado en Filadelfia en 1818, Roscio hacía profesión religiosa y política a un mismo tiempo: “Primeramente declaro y confieso que profeso la religión Santa de Jesucristo, y como más conforme a ella, profeso y deseo morir bajo el sistema de gobierno republicano, y protesto contra el tiránico y despótico gobierno de la monarquía absoluta, como el de España”. En este maridaje entre religión y política radica una de las señas de identidad más relevantes del primer constitucionalismo latinoamericano. En este sentido, Roscio no fue una excepción en el panorama revolucionario de su tiempo. Planteamientos de fondo similares, aunque quizá menos elaborados, pueden encontrarse en las obras de Fray Servando Teresa de Mier en México, Fernández de Sotomayor en Nueva Granada, Gregorio Funes en Argentina o Egaña en Chile, por citar sólo algunos de los autores más conocidos. Se puede hablar, por tanto, de la eclosión en el primer tercio del siglo XIX de una auténtica teología política, de signo contrario a la que había justificado durante siglos las monarquías de Antiguo Régimen, pero embebidas de la misma lógica político-religiosa. En 1820 el religioso bonaerense Francisco de Paula Castañeda escribía en un periódico fundado por él mismo, que su objeto era “demostrar (…) que el Evangelio no es solo un libro divino, sino también un libro político que arregla y dirige admirablemente las costumbres, no solo de los individuos entre sí, sino también de las naciones con respecto a Dios y a sí mismas” (Saranyana, 335). El dominio de España en estos primeros años por parte de unos ejércitos calificados por muchos como impíos y sacrílegos permitió también dotar de contenido religioso las aspiraciones autonomistas primero e independentistas después de los territorios americanos. La defensa de la fe, primera obligación de toda comunidad política, exigía no sólo rechazar las ofertas de los emisarios de Napoleón en América, sino incluso cortar relaciones con la metrópoli, de manera que el triunfo allí de las fuerzas del mal no contaminase la pureza de la religión en el nuevo Continente. A todo esto se unía, la fama de licencioso del último ministro de Carlos IV, el favorito Godoy. En otros casos, la legitimación religiosa del nuevo orden era canalizada a través de una concepción Providencialista de la Historia. Detrás de los acontecimientos vividos en América desde la entrada de Napoleón en España se vislumbrar la mano providente de Dios. La libertad de los pueblos americanos respondía, en definitiva, a una causa superior que ninguna voluntad humana podía detener. Así, la Constitución quiteña de 1812, en su preámbulo, apelaba expresamente a la Providencia como principal agente de la reasunción de la soberanía en el pueblo de Quito. En el propio himno de Venezuela, escrito en 1810, esta apelación al cielo se expresa con singular fuerza, aunque poéticamente sea un texto mejorable –confío en que nadie se ofenda, los españoles ni siquiera tenemos letra en el himno-: “Gritemos con brío, ¡Muera la opresión!", Compatriotas fieles, la fuerza es la unión. Y, desde el Empíreo el Supremo Autor un sublime aliento al pueblo infundió. Unida con lazos que el Cielo formó, la América toda existe en Nación. Y si el despotismo levanta la voz, seguid el ejemplo que Caracas dio”. Podrían traerse aquí a colación otros muchos ejemplos extraídos tanto de los textos constitucionales, como de las obras de los más importantes teóricos de la independencia. La misma reacción popular al terremoto acaecido en Caracas en la Semana Santa de 1812 da idea de lo profundo que esta concepción providencialista de la historia había calado en la cultura de la época La dimensión legitimadora desempeñada por el catolicismo en la construcción del nuevo orden constitucional se aprecia también en el desarrollo mismo de las actuaciones que llevaron a cabo los congresos constituyentes. Como había sucedido durante siglos, las principales manifestaciones públicas del poder aparecían revestidas de una liturgia político-religiosa que expresaba esta íntima conexión entre ambas esferas, o más bien, la fundamentación trascendente que del orden temporal entonces se profesaba. El relato de la instalación del Congreso General de Venezuela el 2 de marzo de 1811, publicado en la Gaceta de Caracas tres días después, resulta suficientemente significativo al respecto. Algo similar ocurrió en otras latitudes. También en España con motivo de la elaboración de la Constitución gaditana y, sobre todo, de su juramento. En Caracas, los representantes de las provincias se dirigieron a la Iglesia catedral para prestar juramento. En la puerta les esperaba el obispo y cuatro canónigos que dieron agua bendita al Presidente del Congreso. En el interior del templo se encontraban reunidos todos los cuerpos civiles, militares y literarios. El Prelado celebró la misa revestido de pontifical. Tras el Evangelio el canciller procedió a leer la fórmula del juramento. En esta se incluía la obligación de “mantener pura e ilésa, é inviolable nuestra Sagrada Religion, y defender el Misterio de la Concepción inmaculada de la Virgen Nuestra Señora”. También la fuerza militar representada por el Comandante General y el Gobernador militar prestó juramento de no reconocer en el territorio otra soberanía que la del Congreso y defender el Misterio de la Inmaculada Concepción. Concluidos los juramentos, según narra la Gaceta, el prelado entonó el Veni Creator y terminó la Misa, a la que siguió el canto del Te Deum. A continuación una diputación del cabildo catedralicio se acercó al presidente del Congreso y le dio agua bendita. Esa misma tarde, el Congreso dictó un decreto en respuesta a las felicitaciones que el obispo, Narciso Coll y Prat, les había dirigido. En el decreto, los representantes de las provincias aseguraban al Prelado “la certeza y verdad de los sentimientos Catolicos y Religiosos que le animan” y afirmaban que ni “Venezuela ni sus legítimos representantes permitiran que se mancille con la mas leve nota, ni acto profano, la Religion que ha jurado defender pura é ilesa” y que mira “como el fundamento y apoyo mas seguro que debe fixar su Constitucion”. (…) “La religión cristiana –continuaba el decreto- es la que distingue y contiene los Gobierno justos, en la barrera impenetrable del despotismo, y la unica que hace conocer los deberes de un hombre para con Dios, para con los Magistrados, para con sus conciudadanos, para con sus subditos, para con uno mismo. Esta religión santa –concluía el Congreso- que es el principal garante de la justa causa que defiende Venezuela es la que profesa su legítima Asamblea”. La religión aparecía así como el fundamento último del orden político que sucedería a trescientos años de sometimiento a las autoridades españolas. Además, era presentada como una fuente de virtudes cívicas. Su cultivo produciría –como decía el congreso venezolano en el citado decreto - “Magistrados íntegros y sabios, honrados padres de familia, fieles esposos, obedientes hijos y criados y prudentes y virtuosos ciudadanos”. Podría en este sentido hablarse de la formación en América de un republicanismo católico cuyo estudio está todavía en buena medida por hacer. En Chile, el sermón al congreso reunido en 1811 fue pronunciado por Fray Camilo Enríquez. En su alocución trató, entre otras cosas, de aquietar las conciencias católicas de los diputados allí presentes: “Esta augusta ceremonia, -exponía el fraile revolucionario- en que la alta representación del estado da principio a sus sesiones por la invocación del padre de las luces, es una manifestación solemne del íntimo convencimiento en que está la nación chilena de que su conducta en las actuales circunstancias (…) es conforme a la doctrina de la religión católica y la equidad natural, de que emanan los eternos e inalienables derechos con que ennobleció a todos los pueblos del mundo el soberano autor de la naturaleza…” . Se puede así afirmar que la religión desempeñó en estos años una función pre-constituyente, en la medida en que delimitaba el marco dentro del cual la voluntad de las Naciones en construcción podían moverse. A diferencia de lo que sucedería en Francia, los poderes constituyentes americanos se concibieron a sí mismos limitados por un orden católico previo. La lectura tanto de las primeras constituciones, como de los debates que las acompañaron su elaboración dejan pocas dudas al respecto. Conectamos así con el segundo de los aspectos propuestos: la conceptualización católica de la nación. Es una constante en las primeras constituciones latinoamericanas la confesionalidad del Estado. La religión católica se presenta no sólo como la propia del Estado sino como uno de los principales motivos de su existencia. Así, la Constitución de las Provincias Unidas en Sudamérica de 1819, en su artículo primero, recogiendo lo dispuesto anteriormente en el Estatuto Provisional de 1815 y en el Reglamento provisorio de 1817 rezaba (nunca mejor dicho): “Art. 1: La Religión Católica Apostólica Romana es la religión del Estado. El Gobierno le debe la más eficaz y poderosa protección y los habitantes del territorio todo respeto, cualquiera que sean sus opiniones privadas. Art. 2: La infracción del artículo anterior será mirada como violación de las leyes fundamentales del país”. De manera similar se pronunciaban las primeras Constituciones de los demás naciones en formación: las de Cundinamarca y Venezuela de 1811, la de Cádiz de 1812, la de Apatzingan, en México, de 1814, la de Costa Rica de 1821, la de Chile de 1822, la peruana de 1823, la mexicana de 1824, la de Guatemala de 1825, la nicaragüense de 1826 o la de Bolivia de 1826, introduciendo los constituyentes en este último caso una enmienda al proyecto propuesto por libertador que no había previsto nada al respecto. También en algunas de ellas, como la chilena de 1822, los actos contra la religión eran definidos como atentados contra las leyes fundamentales del Estado. Como es sabido, la expresión “leyes fundamentales” fue acuñada en Francia en el último tercio del siglo XVI para referirse a aquella esfera del derecho del reino absolutamente indisponible tanto para el rey como para sus súbditos. El sintagma se utilizaría cada vez con mayor profusión hasta generalizarse en el siglo XVIII y entrar a formar parte de esa cultura política compartida en el mundo euro-atlántico. Por tanto, situar la catolicidad del Estado y la protección de la religión entre las leyes fundamentales equivalía a emplazarla fuera incluso del propio poder constituyente, es decir, fuera del alcance de determinación de la voluntad humana. El constitucionalismo concebido en palabras de Fioravanti como la recuperación de la noción de límite al poder en el horizonte de los modernos también se tradujo en los países americanos en el reconocimiento de unos derechos. Estos, sin embargo, no se predicaron sólo del individuo abstractamente considerado, sino principalmente de éste en cuanto dotado de un determinado status. Es el caso, por ejemplo, de los derechos de participación política. Tampoco en el ámbito angloamericano o en el francés, los derechos fueron atribuidos a los individuos sin más especificaciones. En el caso de los países latinoamericanos, además, la concepción católica de la nación y de sus integrantes se tradujo en la determinación de algunos derechos concretos. Así sucedió con aquellos relacionados con la libertad de expresión o, más claramente aún, con la libertad de cultos. En ambos casos, la naturaleza católica de la república imponía exigencias de contenido o de extensión. Así, el art. 181 de la Constitución venezolana de 1811 establecía como límites del derecho de imprenta “la tranquilidad pública, el dogma, la moral cristiana, la propiedad, el honor y estimación de algún ciudadano”. Por su parte, el art. 16 de la Constitución de Cundinamarca de ese mismo año (4 abril) garantizaba, siguiendo un orden que no parece casual, los sagrados derechos de la religión, la propiedad, la libertad individual y la libertad de imprenta Sin embargo exceptuaba de las reglas que regulaban esta última libertad los escritos obscenos o que ofendiesen el dogma. En este sentido establecía como expresamente excluida de la libertad de imprenta “la edición de los libros sagrados, cuya impresión no podrá hacerse sino conforme a lo que dispone el Tridentino”. Las propias Cortes de Cádiz en su decreto IX de 10 de noviembre de 1810 por el que se establecía la libertad de Imprenta habían dispuesto que todos los escritos sobre materia de religión quedaban sujetos a la censura previa de los respectivos ordinarios, de acuerdo con lo dispuesto en el Concilio de Trento. En Chile, el Reglamento de Libertad de Prensa de 20 de abril de 1811 encomendaba al gobierno la obligación de velar “a fin de que no se introduzcan opiniones peligrosas que puedan adulterar su doctrina (de la religión católica), no solamente recogiendo los impresos y castigando a los delincuentes, sino también impidiendo el uso de la prensa” (Duve, 224). Contrariamente a lo que hoy podríamos pensar, no se consideraba entonces que se estuviese limitando ningún derecho, pues éste no podía incluir en ningún caso la facultad de atentar contra la religión. Como decía el Reglamento, la libertad de prensa encontraba su límite en el “abuso de la libertad”, de manera particular –precisaba- “cuando se compromete la religión católica” También la libertad de establecimiento de extranjeros en suelo americano se vio condicionada en muchos casos por motivos religiosos. La Constitución venezolana de 1811, en su artículo 169 disponía la seguridad de la persona y propiedades de los extranjeros que se estableciesen en ese Estado siempre y cuando respetasen la religión católica, la soberanía del país y a las autoridades constituidas. En sentido parecido se expresaba el Pacto social fundamental interino de Costa Rica de 1821 en su artículo cuarto. El problema de la tolerancia religiosa se planteó desde el primer momento en todos los países americanos, recibiendo diferentes soluciones. En cualquier caso, las medidas adoptadas no pasaron del ámbito de la mera tolerancia, tal y como ésta era entendida por el derecho canónico, es decir, como la aceptación de un mal menor. También es cierto que en estos países no existía, como en el Norte, una pluralidad de confesiones religiosas que impusiera la libertad de cultos como la única solución políticamente viable. E incluso en este caso, la libertad religiosa no fue la misma para todos. En el fondo, esta limitación de derechos era consecuencia de la obligación que el Estado había asumido de proteger la religión católica. Este régimen iría evolucionando a lo largo del siglo en la medida en que las esferas política y religiosa fueran diferenciándose de una manera más clara. No cabe pensar, sin embargo, que la catolicidad actuara sólo como factor limitador de derechos. Por un lado, sirvió en muchas Constituciones para fundamentar los derechos que en ellas se recogían. En este sentido, la Constitución de la República de Tunja de 1811 (23 de diciembre) iniciaba el título preliminar sobre la “Declaración de los derechos de los hombres en sociedad” afirmando que “Dios ha concedido igualmente a todos los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescriptibles”. Sin embargo, la religión también imponía deberes y estos –según rezaba el capítulo segundo- “se hallan encerrados en la pureza de la religión y de las costumbres”. Pocas líneas después, se sintetizaba esta doctrina de los deberes en el precepto evangélico “Haz constantemente a los demás el bien que quieras recibir de ellos” (Saranyana, 234). Desde otro punto de vista, la religión sirvió también para ampliar el espectro de aquellos que podían beneficiarse de las libertades constitucionales. El tema ha sido estudiado para México por Annino, pero sus conclusiones son perfectamente extrapolables a la mayor parte de los territorios latinoamericanos. El acceso a las nuevas libertades, tanto en México como en Cádiz fue más amplio que en otros países porque el requisito básico no era otro que la identidad católica de ciudadanos y naturales. Tanto unos como otros compartían su condición básica de miembros del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Como señala Annino, y cito textualmente “El nuevo ciudadano liberal hispánico, de hecho, era tal no por ser propietario o por los impuestos que pagaba, como en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, sino por el reconocimiento de su estado de vecindad por parte de la comunidad parroquial al momento de votar. Los requisitos eran la residencia, un modo honesto de vivir, ser pater familias, y por ende, hijo legítimo de un matrimonio legal, o sea, celebrado según el derecho canónico”. La calidad católica de la nueva ciudadanía se pone de manifiesto con especial claridad en la regulación de los procesos electorales, previstos en algunos territorios en el mismo texto constitucional. Es el caso, por ejemplo, de la primera Constitución aprobada en el mundo hispánico, la de Cundinamarca de 1811. En su título octavo dedicado al procedimiento electoral dispone que el padrón de electores será confeccionado por el alcalde de cada parroquia junto con el cura. Una vez determinados los electores concurrirán todos a la iglesia donde se celebrará la misa del Espíritu Santo, “después de la cual –ordena el texto constituconal- hará el párroco una exhortación enérgica” recordando la estrecha obligación de elegir con discernimiento “y al fin entonará el himno Veni Creator Spiritus”. A continuación irán todos a la casa de donde salieron y procederán a la votación, no sin antes jurar ante el alcalde de la siguiente forma: “Juráis a Dios por esta señal de la cruz y los Santos Evangelios que tocáis, proceder en la presente elección con imparcialidad y desinterés, sin conduciros por odio ni amor, mirando solamente el bien general, sufragando por las personas más honradas, de más probidad y discernimiento para conocer a los hombres, sin que os muevan las recomendaciones o sugestiones de otros, ni mira alguna de ambición o colusión”. A que todos responderán: Sí juro. EL presidente añadirá: “si así lo hiciereis, Dios os ayudará y protejerá vuestra causa, y si no, os lo demandará” y todos responderá: Amén”. El mismo procedimiento, con misa del Espíritu Santo, alocución del clérigo y canto del Veni Creator se preveía para las elecciones de partido, es decir, de segundo grado y para las elecciones en la capital de la provincia. Una liturgia similar, con misa y arenga del cura incluidas, establecía la Constitución de Apatzingan de 1814 en su artículo 64 y ss., aunque en lugar del Veni Creator se disponía el canto del Te Deum como himno de acción de gracias. Por su parte, la Constitución quiteña de 1812, quizá la más intransigentemente católica de las elaboradas en este tiempo en América, establecía entre las causas de exclusión para formar parte del Congreso el ser “sospechoso en materia de Religión”, además de otras como ser enemigo de la causa común, deudor del fisco o natural de otro país. En este nuevo contexto político, tan católico como el de la monarquía absoluta que se abandonaba, con un actor como la Iglesia dotado de un indiscutible protagonismo en el espacio público institucional no era pensable la formación de un poder político con vocación totalizante. No era posible el nacimiento de un Leviatán, como el alumbrado por la Revolución Francesa. En los países latinoamericanos no se dio esa “rebeldía totalitaria” que con tanta agudeza ha descrito Francisco Plaza en su último libro: El silencio de la democracia. No pretendo afirmar que la presencia de dos instituciones públicas sobre un mismo territorio fuera pacífica. Más bien todo lo contrario. La historia del siglo XIX es testigo de las dificultades que la coexistencia de la Iglesia y el Estado plantearon. Las disputas en torno a la cuestión del patronato fue sólo una de ellas. Su análisis excede, sin embargo, del arco temático que nos hemos marcad. Además, no quiero abusar de la paciencia del auditorio. Termino ya. Constituye un lugar común en la historiografía afirmar que cada generación escribe su propia Historia. No es que los acontecimientos del pasado deban ser reinventados o, menos aún, utilizados para servir intereses partidistas. Se trata más bien de aprovechar la oportunidad que el paso del tiempo ofrece de abordar viejos temas desde nuevas perspectivas. Ello exige no sólo rescatar fuentes documentales olvidadas o centrar la atención en otros temas de estudio escasamente atendidos por la historiografía anterior. Supone, sobre todo, someter a crítica nuestros propios prejuicios. En el momento presente, la superación de los estrechos márgenes de la racionalidad ilustrada está permitiendo descubrir el protagonismo que la religión, en nuestro caso la católica, desempeñó en la formación de un modelo constitucional hispano; un modelo similar en algunos aspectos, pero muy distinto en muchos otros, del que triunfó en Francia o en los Estados Unidos. El papel desempeñado por la religión fue sólo una de sus características distintivas. Existen otras que no hemos podido tratar, como la concepción jurisdiccional del poder o la conservación de una estructura social corporativa. El bicentenario de los inicios constitucionales de nuestras respectivas naciones puede ser una buena oportunidad para repensar nuestras tradiciones. Y para ello resulta imprescindible partir de la cultura política de los principales actores del constitucionalismo hispano, de sus tradiciones, así como de los poderes y estructuras sociales entonces imperantes. Se evitará así incurrir en una de las limitaciones más características de la historia constitucional de nuestros países: reducir su estudio a un mero juego de influencia de ideas desencarnadas, realizado a partir del contraste con textos constitucionales u obras filosófico-políticas extranjeras, principalmente francesas y norteamericanas. Se olvida así que los textos no viven en la historia sino a través de las diferentes lecturas que de ellos se hacen, y que éstas no son ajenas a la tradición cultural y a la situación histórica concreta en que se realizan, es decir, a lo que antes hemos llamado su horizonte hermenéutico. No niego en modo alguno la existencia patrones comunes en el ámbito euro-americano, ni mucho menos la necesidad de trascender las historias nacionales para estudiar el fenómeno constitucional con una perspectiva más amplia. Lo que me parece metodológicamente incorrecto es prescindir de los intérpretes concretos, de los actores políticos que llevaron a cabo esta revolución, emplazados siempre en el seno de una tradición desde la cual era posible leer esos textos extranjeros o nacionales y construir otros propios. Se evitará también de esta manera caer en la tentación, bastante frecuente, de partir de un modelo ideal de constitución liberal, donde la igualdad es perfecta y las libertades individuales absolutas -modelo que no existió en ningún país (tampoco en los Estados Unidos)- para juzgar desde ese paradigma celestial los constitucionalismos hispanos, que con este punto de partida siempre se presentan defectuosos y limitados. La historia del constitucionalismo europeo y americano fue mucho más compleja, no sólo en su realización práctica, sino en su misma conceptualización teórica. El papel reservado en el nuevo orden político a los diferentes grupos étnicos o religiosos, a las mujeres o a los económicamente dependientes es sólo un ejemplo de ello. Durante más de un siglo, la historiografía marxista interpretó la Revolución Francesa como una revolución burguesa. Se justificaba de esta manera, a partir de una concepción materialista y dialéctica de la Historia, la revolución bolchevique de 1917, que tanto sufrimiento causó al pueblo ruso y a la humanidad en general. En Francia, la celebración el bicentenario de su Revolución coincidió con una renovación radical de las explicaciones tradicionales de cuño marxista. La obra de historiadores como François Furet, Mona Ozouf o Denis Richet permitió despojar a la Revolución de los mitos y leyendas que una ideología autoritaria pretendidamente científica había tejido en torno a ella. En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, apenas unos meses después de la celebración en París de los actos conmemorativos del bicentenario de la Revolución Francesa, el muro de Berlín, símbolo de la ignominia y de la opresión ejercida por los regímenes comunistas en Europa, era asaltado y demolido piedra a piedra por una juventud ávida de verdad y libertad. Deseo vivamente que también en América, las celebraciones de los bicentenarios de las independencias sirvan no sólo para revisar, como se hizo en Francia, la propia historia, sino sobre todo para derribar, también aquí, tantos muros que de una manera quizá menos visible, pero no por ello menos real, siguen dividiendo a los pueblos americanos y, más en particular, a los ciudadanos de esta magnífica nación que es Venezuela. Muchas gracias.

martes, 11 de octubre de 2011

Las virtudes del político // Juan Miguel Matheus

En su Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, Tomás de Aquino esculpió una de las mayores verdades políticas de todos los tiempos. Dice: “(…) se requiere mayor virtud para gobernar a la familia o sociedad doméstica que para gobernarse a sí mismo, requiriéndose mucha mayor virtud para gobernar una ciudad o un reino; por consiguiente, se requiere una virtud excelsa para ejercer debidamente los oficios o deberes que impone el gobierno”. Esta verdad, que es de perenne actualidad porque pertenece a la esencia de la política, debe ser reconsiderada por los venezolanos. Los tiempos que corren hacen conveniente recordar que el político es, ante todo, un luchador moral, una persona que intenta ejercer la virtud en su propia vida para luego hacerla rebosar sobre la vida de la comunidad.

La virtud más propia del político es la prudencia, también llamada sabiduría del corazón. Su objeto es el conocimiento racional de aquello que es bueno para los hombres y para la ciudad (Aristóteles). Ello supone un juicio práctico sobre lo que se debe apetecer (bienes) y sobre lo que se debe rehuir (males). Al mismo tiempo, exige una deliberación sobre los medios óptimos para implementar tal juicio. Pero acaso uno de los aspectos más relevantes de la prudencia es la humildad: el reconocimiento de la poquedad personal del político, que ha de moverlo solícitamente a (i) la petición de consejo, (ii) la recta formación de su consciencia moral y (iii) la reverencia de la ley natural.

Otra virtud del político es la amistad. Entre gobernante y gobernado debe existir un vínculo de amistad, en el sentido de que el primero ha de desear siempre el bien del segundo. De hecho, la razón de ser de los gobernantes radica en la concreción de la amistad cívica por medio de la cual estos consagran sus esfuerzos a la búsqueda del bien común y del desarrollo integral –tanto moral como material– de los gobernados. Sin embargo, en este punto hay que hacer una precisión: la amistad cívica tiene que estar precedida de la justicia, vocación común de gobernantes y gobernados. En donde se somete a los ciudadanos a la barbarie de la injusticia no es posible la amistad verdadera entre gobernantes y gobernados. Por eso, no habiendo justicia, no habiendo República, impera una suerte de enemistad entre el tirano y los tiranizados.

Finalmente, la magnanimidad o grandeza de alma, que se opone a la pusilanimidad o encogimiento de ánimo. El objeto de esta virtud es la aspiración de los bienes más nobles. En el caso del político, la aspiración de lo excelente para la ciudad y para sus ciudadanos. Eso sólo es posible a través del cultivo concienzudo de un cierto sentido de realismo y de la virtud de la esperanza. Sentido de realismo, porque no se trata de hacer fructificar en los ciudadanos aquello que su tipo humano no puede producir. Todo lo contrario, la cuestión es maximizar sus capacidades de bien sin impostar lo foráneo, lo ajeno. Y virtud de la esperanza, porque aspirar a los bienes más nobles para los gobernados requiere –a pesar de las experiencias negativas que puedan tenerse– confiar en las capacidades de estos, apostar a los talentos constructivos de la gente que se gobierna.


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miércoles, 5 de octubre de 2011

Cicerón y sus amigos


Juan Miguel Matheus


La lectura de la obra cuyo título encabeza este artículo, escrita en 1865 por el célebre clasicista francés Gastón Boissier, sugiere algunas ideas sobre la disposición al diálogo y al entendimiento que deben poseer los políticos criollos a quienes corresponda reconstruir el orden republicano en Venezuela. Con un estudio epistolar que roza los umbrales de la psicología, el autor da a conocer cómo fueron las relaciones de Cicerón con otros políticos de su tiempo: Ático, Celio, Bruto, Octavio y, por supuesto, el controversial Julio César. En esas relaciones Cicerón aporta un trío de rasgos, en torno a los cuales merece la pena reflexionar.

En primer lugar, el respeto de lo que podría denominarse amigo cívico. Cicerón no sostuvo amistad personal con cada uno de los sujetos mencionados. Por el contrario, en muchos casos los enfrentó abiertamente: se les alejó en lo personal. Sin embargo, se unía a ellos a través de un vínculo mucho más excelso, mucho más noble que la amistad particular: la República, fuente de la amistad cívica que se sobrepone necesariamente a toda diferencia de opiniones o de posiciones. Por eso, para Cicerón ningún republicano debía ser considerado un enemigo. Sólo existían adversarios y, en las circunstancias más extremas, cuando se conjuraba vilmente en contra de la República, enemigos de Roma (v.g. Catilina), lo cual tenía un significado diametralmente distinto al de una relación de enemistad entre personas.

El segundo de los rasgos referidos era la comprensión –aunque no se los compartiera– de los legítimos intereses políticos de los amigos civiles adversos, de los no partidarios. Una suerte de reconocimiento del derecho político de otros a existir y a aspirar a conducir los destinos de la República. Pero para Cicerón todo lo anterior traía aparejado un deber moral complementario: el de señalar al otro, por todos los medios al alcance y cuando fuera oportuno, que cualquier interés legítimo en política, por excelente que fuera, debía ceder en obsequio del bien superior de Roma. O, para decirlo con otras palabras, que toda aspiración política recta era sacrificable a la salud de la República, a la salus populi romani.

Finalmente, un aspecto enteramente aplicable a la futura transición democrática de nuestro país: el apreciar lo valioso de todos los amigos cívicos –partidarios o adversos– y el darles cabida en la construcción de una paz duradera. Cicerón presenció y, en cierto sentido, fue un actor relevante en dos de las más sangrientas convulsiones internas de la República romana: la segunda guerra civil, que arrojó a Julio César como vencedor sobre Pompeyo; y la cuarta guerra civil, en la cual Octavio Augusto se hizo con el poder derrotando a Marco Antonio. Aunque en ambas conflagraciones Cicerón tomó partido (Pompeyo y Octavio, respectivamente), pasó la página de la historia. Recurrió al olvido y fue factor de engranaje entre vencedores y vencidos. Apostó a la reconciliación, que siempre le lució como un camino seguro para la justicia.

Esperemos, entonces, a los cicerones criollos. Existen y aparecerán. No lo dudemos.

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domingo, 19 de septiembre de 2010

Homilía de Benedicto XVI en Glasgow, Escocia, durante su viaje al Reino Unido 16/09/2010

Sólo el amor de Cristo permanece

Benedicto XVI exhortó a los fieles a alzar claramente la voz en defensa del derecho a vivir en una sociedad que promueve el bienestar de sus ciudadanos, no una "jungla" de libertades arbitrarias. Lo hizo el jueves 18 de septiembre, por la tarde, en su homilía durante la misa celebrada al aire libre en Bellahouston Park, situado a unas tres millas del centro de Glasgow. Es el mismo parque donde Juan Pablo II celebró la Eucaristía durante su visita a Escocia en 1982. El Santo Padre se refirió, además, a temas que van desde los avances en el ecumenismo y la evangelización de la cultura, a la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. En la misa -fiesta litúrgica de san Ninián de Galloway, obispo itinerante y evangelizador de las poblaciones celtas, apóstol de Escocia (360-432)-, concelebraron con el Papa todos los obispos escoceses, encabezados por el cardenal O'Brien, arzobispo de San Andrés y Edimburgo. Participaron decenas de miles de personas, especialmente grupos parroquiales, religiosos y miembros de movimientos eclesiales de Escocia, así como numerosos peregrinos procedentes del norte de Ingleaterra y de Irlanda. Al inicio de la misa dirigió al Papa unas palabras de bienvenida monseñor Mario J. Conti, arzobispo de Glasgow. El Pontífice hizo un llamamiento a los laicos a seguir su llamada bautismal, siendo no sólo "ejemplos de fe en público", sino también promotores de la "sabiduría y la visión de la fe en el foro público".

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

"Está cerca de vosotros el reino de Dios" (Lc 10, 9). Con estas palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, os saludo a todos con gran afecto en el Señor. En verdad, el reino de Dios ya está entre nosotros. En esta celebración de la Eucaristía, en la que la Iglesia en Escocia se congrega en torno al altar en unión con el Sucesor de Pedro, reafirmemos nuestra fe en la Palabra de Cristo y nuestra esperanza en sus promesas, una esperanza que nunca defrauda. Saludo cordialmente al cardenal O'Brien y a los obispos escoceses. Agradezco en particulare al arzobispo Conti sus amables palabras de bienvenida de vuestra parte y expreso mi profunda gratitud por el trabajo que los Gobiernos británico y escocés y las autoridades municipales de Glasgow han llevado a cabo para que fuera posible esta circunstancia.
El Evangelio de hoy nos recuerda que Cristo continúa enviando a sus discípulos a todo el mundo para proclamar la venida de su reino y llevar su paz al mundo, empezando casa por casa, familia por familia, ciudad por ciudad. Vengo a vosotros, hijos espirituales de San Andrés, como heraldo de esa paz y a confirmaros en la fe de Pedro (cf. Lc 22, 32). Me dirijo a vosotros con emoción, no muy lejos del lugar donde mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II celebró la misa con vosotros, hace casi treinta años, recibido por la multitud más numerosa que jamás se haya visto en la historia de Escocia.

Muchas cosas han ocurrido en Escocia y en la Iglesia en este país desde aquella histórica visita. Compruebo con gran satisfacción que la invitación que el Papa Juan Pablo II os hizo para caminar unidos con vuestros hermanos cristianos, ha producido mayor confianza y amistad con los miembros de la Iglesia de Escocia, la Iglesia episcopal escocesa y otras. Os animo a continuar rezando y colaborando con ellos en la construcción de un futuro más luminoso para Escocia, basado en nuestra común herencia cristiana. En la primera lectura de hoy hemos escuchado el llamamiento de san Pablo a los romanos a reconocer que, como miembros del Cuerpo de Cristo, nos pertenecemos los unos a los otros (cf. Rm 12, 5) y debemos convivir respetándonos y amándonos mutuamente. En este espíritu, saludo a los representantes ecuménicos que nos honran con su presencia. Este año se conmemora el 450° aniversario de la Asamblea de la Reforma, y también el centenario de la Conferencia misionera mundial en Edimburgo, que es considerada por muchos como el origen del movimiento ecuménico moderno. Demos gracias a Dios por la promesa que representan el entendimiento y la cooperación ecuménica para un testimonio común de la verdad salvadora de la Palabra de Dios, en medio de los rápidos cambios de la sociedad actual.

Entre los diferentes dones que san Pablo enumera para la edificación de la Iglesia está el de enseñar (cf. Rm 12, 7). La predicación del Evangelio siempre ha ido acompañada por el interés por la palabra: la palabra inspirada por Dios y la cultura en la que esta palabra echa raíces y florece. Aquí, en Escocia, pienso por ejemplo en las tres universidades fundadas por los Papas durante la Edad Media, incluyendo la de San Andrés, que está a punto de celebrar el sexto centenario de su fundación. En los últimos treinta años, con la ayuda de las autoridades civiles, las escuelas católicas en Escocia han asumido el desafío de brindar una educación integral a un mayor número de estudiantes, y esto ha ayudado a los jóvenes no sólo en su camino de crecimiento espiritual y humano, sino también en su incorporación a la vida profesional y pública. Se trata de un signo de gran esperanza para la Iglesia, y animo a los profesionales católicos, a los políticos y profesores de Escocia a no perder nunca de vista que están llamados a poner sus talentos y su experiencia al servicio de la fe, trabajando por la cultura escocesa actual en todos sus ámbitos.
La evangelización de la cultura es de especial importancia en nuestro tiempo, cuando la "dictadura del relativismo" amenaza con oscurecer la verdad inmutable sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y su bien último. Hoy en día, algunos tratan de excluir de la esfera pública las creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una amenaza para la igualdad y la libertad. Sin embargo, la religión es en realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a cada persona como un hermano o hermana. Por este motivo, os invito en particular a vosotros, fieles laicos, en virtud de vuestra vocación y misión bautismal, a ser no sólo ejemplo de fe en público, sino también a plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y la visión de la fe. La sociedad actual necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y fragilidad. No tengáis miedo de prestar este servicio a vuestros hermanos y hermanas, y al futuro de vuestra amada nación.

San Ninián, cuya fiesta celebramos hoy, no tuvo miedo de elevar su voz en solitario. Siguiendo las huellas de los discípulos que nuestro Señor antes que él, Ninián fue uno de los primeros misioneros católicos en traer la buena noticia de Jesucristo a sus hermanos británicos. La iglesia de su misión en Galloway se convirtió en centro de la primera evangelización de este país. Este trabajo fue retomado más tarde por san Mungo, patrón de Glasgow, y por otros santos, entre los que debemos destacar a san Columba y santa Margarita. Inspirándose en ellos, muchos hombres y mujeres han trabajado durante siglos para transmitiros la fe. Esforzaos por ser dignos de esta gran tradición. Que la exhortación de san Pablo en la primera lectura sea para vosotros una inspiración constante: "En la actividad no seáis descuidados. En el espíritu manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación y sed asiduos a la oración" (Rm 12, 11-12).

Deseo dirigirme ahora en particular a los obispos de Escocia. Queridos hermanos, quiero animaros en vuestra guía pastoral de los católicos escoceses. Como sabéis, uno de vuestros primeros deberes pastorales es para con vuestros sacerdotes (cf. Presbyterorum ordinis, 7) y su santificación. Igual que ellos son alter Christus para la comunidad católica, vosotros lo sois para ellos. En vuestro ministerio fraterno con respecto a vuestros sacerdotes, vivid en plenitud la caridad que brota de Cristo, colaborando con todos ellos, y de modo especial con quienes tienen escaso contacto con sus hermanos en el sacerdocio. Rezad con ellos por las vocaciones, para que el Dueño de la mies envíe trabajadores a su mies (cf. Lc 10, 2). Ya que la Eucaristía hace la Iglesia, el sacerdocio es central para la vida de la Iglesia. Ocupaos personalmente de formar a vuestros sacerdotes como un cuerpo de hombres que alientan a otros a dedicarse totalmente al servicio de Dios todopoderoso. Cuidad también de vuestros diáconos, cuyo ministerio de servicio está asociado de manera especial al orden de los obispos. Sed padres y ejemplos de santidad para ellos, animándolos a crecer en conocimiento y sabiduría en el cumplimiento de la misión de predicar a la que han sido llamados.

Queridos sacerdotes de Escocia, estáis llamados a la santidad y al servicio del pueblo de Dios conformando vuestras vidas con el misterio de la cruz del Señor. Predicad el Evangelio con un corazón puro y con recta conciencia. Dedicaos sólo a Dios y seréis ejemplo luminoso de santidad, de vida sencilla y alegre para los jóvenes: ellos, por su parte, desearán seguramente unirse a vosotros en vuestro solícito servicio al pueblo de Dios. Que el ejemplo de san Juan Ogilvie, hombre abnegado, desinteresado y valiente, os inspire a todos. Igualmente, os animo a vosotros, monjes, monjas y religiosos de Escocia, a ser una luz puesta en lo alto de un monte, llevando una auténtica vida cristiana de oración y acción que sea testimonio luminoso del poder del Evangelio.

Por último, deseo dirigirme a vosotros, mis queridos jóvenes católicos de Escocia. Os apremio a llevar una vida digna de nuestro Señor (cf. Ef 4, 1) y de vosotros mismos. Hay muchas tentaciones que debéis afrontar cada día -droga, dinero, sexo, pornografía, alcohol- y que el mundo os dice que os darán felicidad, cuando, en verdad, estas cosas son destructivas y crean división. Sólo una cosa permanece: el amor personal de Jesucristo por cada uno de vosotros. Buscadlo, conocedlo y amadlo, y él os liberará de la esclavitud de la existencia deslumbrante, pero superficial, que propone frecuentemente la sociedad actual. Dejad de lado todo lo que es indigno y descubrid vuestra propia dignidad como hijos de Dios. En el Evangelio de hoy Jesús nos pide que oremos por las vocaciones: elevo mi súplica para que muchos de vosotros conozcáis y améis a Jesucristo y, a través de este encuentro, os dediquéis por completo a Dios, especialmente aquellos de vosotros que habéis sido llamados al sacerdocio y a la vida religiosa. Este es el desafío que el Señor os dirige hoy: la Iglesia ahora os pertenece a vosotros.

Queridos amigos, una vez más expreso mi alegría por poder celebrar esta misa con vosotros. Y me siento feliz de poder aseguraros mis oraciones en la antigua lengua de vuestro país: Sìth agus beannachd Dhe dhuib uile; Dia bhi timcheall oirbh; agus gum beannaicheadh Dia Alba. La paz y la bendición de Dios estén con todos vosotros; que Dios os proteja; y que Dios bendiga al pueblo de Escocia.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Presentación del libro sobre la Ley Orgánica de Procesos Electorales // José Ignacio González*


*Director del Centro de Estudios de Derecho Público de la Universidad Monteávila.

Palabras pronunciadas en el Auditorio principal
de la Universidad Monteávila el 16 de septiembre de 2010.

*

Poco más de doscientos años atrás, el 11 de junio de 1810, se publicó el Reglamento de elecciones y reunión de diputados de 1810, obra de Juan Germán Roscio. Su lectura permite adentrarnos en los orígenes de nuestro Derecho electoral, y también, en la concepción que de la democracia tuvieron los fundadores de nuestra República liberal, en el proceso jurídico que se inicia en 1810 y culmina, en el plano formal, con la Constitución de 1811.

En efecto, la Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII, con el acta del 19 de abril de 1810, cambió no sólo la concepción del poder –residenciado en el pueblo- sino también su propio fundamento, a partir de la idea de la representación. En concreto, deberíamos aludir a la falta de representación derivada tanto de la convocatoria a Cortes –en la cual la representación de los españoles de este mundo fue ciertamente menguada- como de la Regencia, órgano que, para la Junta, no podía ejercer “ningún mando ni jurisdicción sobre estos países, porque no ha sido constituido por el voto de estos fieles habitantes”. De allí que el Ayuntamiento de Caracas, constituido en Junta y con la incorporación de los Diputados del Pueblo (entre ellos, Roscio), asumió el ejercicio de la soberanía, para “formar cuanto antes el plan de administración y gobierno que sea más conforme a la voluntad general del pueblo”, postulando el carácter limitado del poder como defensa a la libertad.

Ese plan general se orientaría a la convocatoria del Congreso, con el expreso fin de promulgar la Constitución. Tal fue el propósito del Reglamento de Roscio, que diseñó las reglas de elección de los diputados, en lo que es nuestro primer texto de Derecho electoral. Pero conocía Roscio que el ejercicio de la soberanía no se agota con la sola elección de representantes: precisa además de reglas que limiten al poder arbitrario en defensa de la libertad. El desarrollo de este postulado, que resume la nueva concepción del Derecho público asumida entre nosotros, quedó magistralmente plasmada en la exposición del mencionado Reglamento. Allí se expone que el poder soberano debe ser delegado en representantes, pero restringiendo la delegación para que no puedan mandar con arbitrariedad, todo lo cual presupone la división de poderes. Para Roscio, como se expone en el Reglamento, las causas de las miserias que han minado la felicidad de los pueblos “se encuentra en la reunión de todos los poderes”. Y observa, con agudeza, que las arbitrariedades de los Ministros comenzaron cuando las Cortes nacionales –depositarias de la autoridad legislativa- dejaron de poner una barrera a los esfuerzos progresivos del despotismo.

La elección de representantes se justifica, entonces, en la necesidad de oponer controles al poder, en la convicción que es necesario limitar el poder en defensa de la libertad. Los principios que Roscio dibujó en el Reglamento quedaron luego justificados en su gran obra El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Allí la libertad se opone al despotismo, y este se aniquila con el establecimiento de reglas que controlen y limiten al poder, que sólo debe ser un poder racional. Tirano, para Roscio, es “cualquiera que haga pasar por ley irresistible su voluntad y palabra”. El poder, por el contrario, debe quedar fundamentado en la Ley, o lo que Roscio denomina la expresión del “voto general”, que es garantía de libertad, pues “depender de la voluntad de un hombre solo, es esclavitud”.

Queda así definida la libertad para Roscio: “el derecho que el hombre tiene para no someterse a una ley que no sea el resultado de la voluntad del pueblo de quien él es individuo, y para no depender de una autoridad que no se derive del mismo pueblo”. Libertad y democracia resultan, para Juan Germán Roscio, inescindibles: la democracia implica la sujeción del poder a la voluntad general; la ausencia de subordinación, es el despotismo, lo opuesto a la libertad. La democracia permite así la elección de los representantes de esa voluntad general, pero también, la necesaria sujeción del poder a la Ley.

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Estos doscientos años, para los venezolanos, han sido un largo y tortuoso camino de búsqueda de la libertad en democracia. No ha sido tarea sencilla. Las bases de nuestra República liberal, tan bien definidas por Roscio, sufrieron –siguiendo a Luis Castro Leiva- una perversión por el lenguaje autoritario y militarista de los muchos caudillos que se han disputado el poder, al margen de la Ley y por ello, al margen de la democracia. La consecución de la República liberal –que fue el Proyecto definido desde 1811- se buscó por vías autocráticas. De allí lo que Germán Carreras Damas ha calificado como República liberal autocrática, que ha pervertido el lenguaje liberal entre nosotros, sin negar en todo caso su relevancia histórica entre nosotros.

Es por ello necesario insistir, volviendo a Roscio, que la democracia no es sólo elección de representantes: es además ejercicio racional del Poder con subordinación a la Ley. Como ha expuesto Joseph Ratzinger, la democracia “consigue la distribución y el mejor aval de la libertad individual y el respeto a los derecho humanos. Cuando hablamos en nuestros días de democracia, pensamos ante todo en este bien: la participación de todos en el poder, que es expresión de libertad”. Por ello, el Estado es, debe ser, un Estado limitado y subordinado a la libertad. Nada más peligroso a la libertad que la concepción mesiánica del Estado, como una entidad superior que debe llevar la felicidad a la humanidad creando nuevos hombres, creando un nuevo paraíso. Esa utopía –recordemos al Doctor Luis Ugalde, S.J.- conduce indefectiblemente a la concepción totalitaria del Estado, que es sinónimo del despotismo al cual hace doscientos años se opuso con mente preclara Juan Germán Roscio.

De allí que también debe rechazarse la visión de la democracia fundada en la simple regla de la mayoría que se impone sobre la minoría. La democracia no es cuestión de mayorías y minorías. Tampoco puede ser concebida como una contiende bélica en la cual es preciso liquidar al “enemigo”. Quien así piensa, lo hace en la convicción de ser poseedor de la verdad absoluta y perfecta, lo que no es más que la clara manifestación del Estado total. La democracia es más que mayorías: es respeto a la libertad natural del hombre. Lo contrario, es la vía para el relativismo y el despotismo.

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El Centro de Estudios de Derecho Público se complace en participar en la presentación del libro sobre la Ley Orgánica de Procesos Electorales, coordinado por el Profesor y gran amigo Juan Miguel Matheus, y editada por la Editorial Jurídica Venezolana. Mi especial agradeciendo a ellos, a los autores y al profesor Allan R. Brewer-Carías, quien ha confeccionado el prólogo a la obra. También mi reconocimiento al Rector de la Universidad Monteávila, Dr. Joaquín Rodríguez, quien siempre nos ha apoyado en nuestra labor desde el Centro de Estudios de Derecho Público.

El estudio de esta Ley, y las próximas elecciones en las que participaremos los venezolanos –como sucedió hace doscientos años- constituye motivo para reflexionar, como muy limitadamente hemos procurado hacer, sobre la concepción de la democracia y su indisoluble unión con la libertad. La democracia, en síntesis, es la garantía frente a los que Juan Germán Roscio llamó los “invasores de la libertad”: aquellos conquistadores que “militan escudados de falsas doctrinas nacidas en los siglos de la oscuridad y el desorden”. El despotismo contra el cual luchó Roscio, son el relativismo y el totalitarismo de hoy, lo que justifica renovar nuestro camino por la libertad.

La Unión, septiembre de 2010

lunes, 30 de agosto de 2010

La purificación de nuestra Política // Juan Miguel Matheus

“En una hora de crisis, cuando el orden de una sociedad vacila y se desintegra, los problemas fundamentales de la existencia política en la historia son más fácilmente reconocibles que en períodos de relativa estabilidad”
(Eric Vöegelin, Nueva Ciencia de la Política)

La existencia social del hombre es una existencia histórica. Por eso los grandes hallazgos de la filosofía política han ocurrido en momentos de crisis. Cada autor plasma en sus obras las verdades que se abren paso entre las situaciones de conmoción que le ha tocado vivir. Platón y Aristóteles presenciaron el desmoronamiento del mundo helénico. La Ciudad de Dios de San Agustín muestra la crisis del Imperio romano y el proceso de síntesis de éste con el cristianismo. Y en su libro Elementos de Filosofía del Derecho, Hegel denota el profundo vacío espiritual en el cual estaba inmersa la civilización occidental.

Lo anterior resultó especialmente evidente durante el siglo XX. La emergencia de los totalitarismos reveló que el vacío espiritual reflejado en Hegel sí tenía consecuencias de injusticia en la vida social. Se hizo patente una de las verdades centrales de la política, a la cual Platón dedicó especial atención: que todo desorden social es la manifestación exterior de un desorden mayor, más profundo, en el alma de los hombres concretos. Los totalitarismos cobraron existencia porque las almas del tipo humano predominante en aquellas sociedades fueron infectadas por el virus totalitario. Quedó claro que es el corazón humano el lugar en donde se incuban, anidan y consienten las injusticias.

Hoy Venezuela atraviesa un momento de crisis. Vemos cómo el orden social se desintegra cada día. Es acaso la mayor crisis política y moral de nuestra historia. A pesar de haber padecido muchas autocracias a lo largo de 200 años de vida republicana, nunca habíamos soportado el peso de una autocracia totalitaria. Nuestra sociedad, en cuanto cuerpo orgánico, está infectada con el virus totalitario. Y lo está –duele decirlo– porque el alma del tipo humano que predomina, es decir, del criollo que modela el talante moral de las instituciones políticas y sociales, también lo está. Se trata de un fenómeno que trasciende la división régimen-adversarios del régimen. El virus totalitario está aquí y allá, en todos lados. De lo contrario la revolución bolivariana no se mantendría en pie.

Pero no hay mal que por bien no venga. Es esperanzador que, como advierte Vöegelin, los venezolanos estamos reconociendo más fácilmente los problemas fundamentales de la existencia política. Ahora somos más sensibles a la diferenciación entre barbarie y racionalidad. La Venezuela enferma de totalitarismo nos señala, por contraste, cómo ha de ser la Venezuela libre de totalitarismo. Hay un rico elemento pedagógico en la experiencia de pueblo que vivimos, que debe ser acogido como tesoro. Gracias al influjo de la parte de la población que no ha sucumbido al virus totalitario estamos descubriendo cómo será el deber ser de nuestra futura convivencia política, en paz y con justicia. La verdad está irradiando todo su esplendor. De este modo, en poco tiempo podríamos vernos curados. El porvenir está abierto. Presenciamos la purificación de nuestra Política.

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lunes, 23 de agosto de 2010

El rey del comunismo o del consentimiento político // Juan Miguel Matheus

El 21 de diciembre de 1989 Nicolás Ceaucesco se dirigió al pueblo rumano. Lo hizo, como era habitual, en la Plaza de la Revolución de Bucarest. Todos los medios de comunicación transmitieron en vivo la alocución presidencial. Fue una suerte de “cadena nacional de radio y de televisión” a la rumana. A pesar de la lacerante escasez de alimentos y del racionamiento severo de servicios básicos como la luz, el agua y el gas, Ceaucesco alabó las bondades de la economía socialista. Hizo una oda a los ideales marxistas y a los logros de su revolución.

Pero aquel día las cosas no ocurrieron según el libreto. Los rumanos decidieron abandonar la realidad paralela en la cual estaban inmersos. Renunciaron a vivir en la mentira. Dieron la espalda a la doble vida. Se acabó la esquizofrenia. Inesperadamente, la muchedumbre abucheó a Ceaucesco. El rey del comunismo, de verbo encantador y gestos invencibles, lució indefenso ante la avalancha de descontento. Su rostro sobrecogido penetró cada rincón de Rumania. Acto seguido el palacio Presidencial fue ocupado. Cuatro días después, el 25 de diciembre de 1989, se derramaría la única sangre que fue derramada luego de la caída del muro de Berlín: Nicolás Ceaucesco fue fusilado junto a su esposa Elena. El comunismo rumano finalizaba de mala manera.

El abucheo del pueblo rumano muestra una gran verdad de la filosofía política. Todo régimen –justo o injusto– se sostiene por el consentimiento de los gobernados/oprimidos. Es el principio que Hobbes denominó Government by consent. En una democracia verdadera la mayoría de la población consiente, por lo general, a través del voto, cuyo contenido y valor es respetado escrupulosamente. En una autocracia la mayoría de la población consiente por adhesión al autócrata, bien sea por conexión afectiva o por temor/omisión. La imposición de una autocracia siempre encuentra un correlato permisivo por parte de la mayoría de quienes la sufren. Por eso Hannah Arendt no dudaba en señalar que los totalitarismos gozan de altísimos niveles de aceptación hasta el mismísimo momento en que se derrumban…

Tales derrumbes suelen ser, además, súbitos. La historia enseña que los pueblos se cansan y gritan a las autocracias: “¡basta!”. Entonces el brillo de la verdad y de la justicia ilumina las conciencias y las aspiraciones de la gente. La sociedad se desintoxica del virus totalitario. Eso es, precisamente, lo que está pasando en Venezuela. Hay un descontento generalizado que es inocultable. En ello nada tienen que ver los resultados electorales ni las supersticiones provenientes de la encuestología. Presenciamos la quiebra del consentimiento que antes hacía ver como invencible a la revolución bolivariana. José Vicente Rangel se equivoca cuando, bajo el seudónimo de “Marciano”, sostiene que el pueblo venezolano se dice a sí mismo: “este Gobierno es malo, pero es mi Gobierno”. Todo lo contrario: el abucheo criollo parece estar empezando.

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