Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

lunes, 25 de marzo de 2013

Política y religión: ejemplos de la revolución independentista venezolana // Profesor Rafael García Pérez

Texto tomado de la Lección Inaugural pronunciada por el profesor Rafael García Pérez en la Facultad de Ciencias Jurídicas Políticas de la Universidad Monteávila en noviembre de 2011. Excmo Sr. Decano, Ecxmas autoridades académicas, Profesores del claustro académico, Queridos alumnos, Señoras y Señores. Quisiera que mis primeras palabras fueran de agradecimiento a la Junta directiva de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad de Monteávila por su invitación a pronunciar la lección inaugural de este curso. Constituye para mí un verdadero honor dirigirme a ustedes en una ocasión como ésta y más todavía en un año tan señalado para su país como el que estamos viviendo. Hace doscientos años, Venezuela proclamó su independencia de la monarquía española e inició su andadura en la historia como nación. El camino recorrido desde entonces no ha estado exento de obstáculos y dificultades, de avances y retrocesos. A pesar de todo ello, resulta posible afirmar que Venezuela ha logrado alcanzar en estas veinte décadas de existencia la madurez propia de las grandes naciones. El generoso ofrecimiento realizado a un profesor español para pronunciar una conferencia en América sobre la independencia americana, en un aniversario como el que estamos celebrando, son una buena muestra de ello. No creo que hace cien años esto hubiera sido posible (y no lo digo lógicamente porque entonces ni ustedes ni yo habíamos nacido). Las dificultades del tiempo presente no pueden hacernos olvidar, sino más bien al contrario, la presencia en estos doscientos años de historia constitucional de una búsqueda constante de la justicia y de la libertad; una búsqueda a veces manifiesta; otra muchas escondida en los vaivenes del acontecer histórico más superficial. Precisamente en este momento de la historia , el estudio de vuestros orígenes como nación resulta más necesario que nunca. Un estudio que abandone definitivamente el trabajo de mitificación de los tiempos fundacionales, más propio de la historiografía nacionalista del siglo XIX, ya sea en la forma de historicismo político bolivariano, como Castro Leiva lo definió hace algunos años, o en otra cualquiera de sus formas; un estudio que, por el contrario, sea capaz de restituir al pasado su auténtica dimensión de pasado, devolviendo al presente la capacidad de decidir en libertad su futuro. Desde esta perspectiva, la historiografía constitucional puede cumplir uno de sus cometidos fundamentales: erigirse en un horizonte de posibilidades abiertas y potencialmente fecundas, firmemente arraigadas en una sólida tradición política. Sólo de esta manera la historiografía seria y rigurosa podrá evitar que tan noble dedicación sea prostituida por aquellos que pretenden hacer de la Historia un mero instrumento al servicio del poder político de turno. La celebración del bicentenario de las independencias americanas, en mi caso de los inicios constitucionales españoles en el Cádiz de 1812, debería traducirse, pues, no sólo en un incremento de nuestros conocimientos históricos sino sobre todo en un incremento de nuestra cultura constitucional. No podemos olvidar que la percepción que un pueblo tiene de su pasado forma parte de su misma comprensión como pueblo. Condiciona así no sólo su unidad y crecimiento interior, sino también su relación con el resto de las naciones. La tarea, sin embargo, no es sencilla. Las revoluciones atlánticas, de las que las hispanas forman parte, dieron lugar con todas las matizaciones que se quieran a una nueva manera de ver el mundo. Implantaron en modos diversos y con ritmos también diferentes en función de las distintas áreas geográficas, una nueva cultura política y social cuyas raíces ideológicas cabe situar en el pensamiento ilustrado; una cultura moderna que todavía sigue condicionando nuestra manera de ver el pasado. Es cierto que el panorama cultural en occidente ha cambiado mucho en las últimas décadas. Sin embargo, y a pesar de la larga crisis de la modernidad, de las proclamas postmodernas y de la generalización de conductas y preocupaciones sociales que no se corresponden ya con el paradigma moderno, se puede afirmar que los presupuestos antropológicos propios del pensamiento moderno gozan todavía de buena salud. En cualquier caso, no han sido aún reemplazados por otros radicalmente diferentes. En este sentido, ha escrito el profesor Llano -parafraseando a Arnold Gehlen- que “puestos a definirnos como generación, tendríamos que decir de nosotros que somos postilustrados. Respecto a la Ilustración, somos practicantes, pero no creyentes” En el tema que nos ocupa, la toma de conciencia de la encrucijada cultural en que nos encontramos reviste una particular importancia, pues nuestra manera de ver el mundo, nuestra escala de valores, nuestra concepción de la historia, e incluso muchos de los significados que atribuimos a palabras claves forjadas en el discurso constitucional de la Independencia es una herencia cultural de la época que pretendemos estudiar. De aquí que la historiografía constitucional centrada en la época de las independencias se halle en muchos casos condicionada por los presupuestos del mismo objeto que estudian. A pesar de su pretendida objetividad, ha intentado elaborar una historia de la revoluciones atlánticas (francesa, angloamericana y latinoamericana, fundamentalmente) asumiendo de manera acrítica la imagen que la historiografía revolucionaria y sus herederos dieron de sí mismos, aceptando sus valores y compartiendo sus premisas y también sus conclusiones. Especialmente en el tema que hoy nos ocupa, la relación de la religión con el nuevo orden constitucional independiente, esta interpretación que la modernidad constitucional ofreció de si misma ha impedido durante décadas su correcta comprensión. No en vano, la modernización se ha definido tradicionalmente, más en Europa que en América, como un proceso irreversible de secularización. Por ello, la primera precaución metodológica que debemos adoptar es tomar conciencia de nuestros prejuicios modernos. La comprensión, como ha escrito Gadamer, “debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un colocarse dentro de un proceso de transmisión histórica, en el que el presente y el pasado se hallan en continua mediación” . Por ello, ser consciente de las propias precomprensiones constituye una condición necesaria para estudiar cualquier periodo histórico, y particularmente aquél que está en la misma génesis de nuestra manera de pensar actual. Esta actitud crítica ha comenzado ya a dar sus primeros frutos. En el estudio de la historia, la crisis de los paradigmas historiográficos modernos, del positivismo y nacionalismo decimonónico o del estructuralismo y del marxismo del siglo XX, ha permitido el surgimiento de nuevos relatos históricos, menos totalizantes, pero también menos contaminados por aprioris objetivistas. En esta línea cabe destacar la nueva historia política, iniciada para el estudio de las independencias americanas por el prematuramente desaparecido François-Xavier Guerra y su escuela de la Universidad de Paris I, o para la historia revolucionaria francesa por François Furet, cuya obra ejerció una influencia decisiva en Guerra. También desde otros ámbitos disciplinares, la postmodernidad –en el mejor sentido de la expresión- ha irrumpido con fuerza, poniendo en tela de juicio algunos dogmas tenidos por indiscutibles durante mucho tiempo. Quizá el más señalado de ellos, también por lo que a nuestro tema se refiere, sea el que identifica modernidad y secularización. No me refiero principalmente, aunque también, al papel cada vez más relevante que la religión está adquiriendo en la vida pública occidental. Una manifestación clara de ello fue la presencia en el funeral del ahora Beato Juan Pablo II de mandatarios de los cinco continentes. Otra muestra, menos gráfica si quieren, pero igualmente significativa de este cambio de percepción es el título del libro que el director de la revista más influyente del mundo, The Economist (John Micklethwait) publicó en 2009: God is back. Pero no son sólo a estas y a otras muchas demostraciones de la dimensión pública de las religiones a lo que me quiero referir. Pienso fundamentalmente en el replanteamiento que un sector de la sociología norteamericana y francesa ha llevado a cabo en los últimos años del concepto mismo de secularización. Como ha puesto de relieve, entre otros, José Casanova, profesor de la Universidad de Georgetown, la secularización no puede ya ser entendida como un proceso irreversible de privatización y posterior declive de la religión en el mundo occidental. La secularización, -si queremos seguir utilizando este nombre- cabe definirla, por el contrario, como un proceso de diferenciación de las confesiones religiosas y los Estados, que ha llevado a la religión, también institucionalmente, a ocupar un nuevo lugar, igualmente público, en el seno de la sociedad civil. De esta manera, el interés por la religión como factor de configuración de los espacios públicos en las sociedades modernas ha crecido. En el ámbito de la historiografía es posible afirmar que no cabe una adecuada comprensión de la formación de los modernos órdenes políticos prescindiendo del factor religioso. No resulta casual, por ello, que el último trabajo que François-Xavier Guerra elaboró, póstumamente publicado, llevase por título “Políticas sacadas de las Sagradas Escrituras. La referencia a la Biblia en el debate político (siglos XVII a XIX)”. El propio autor explicaba las razones que le llevaron a emprender este estudio, tan alejado por su temática de todo lo que había realizado con anterioridad: “El punto de partida de esta reflexión –aclaraba Guerra- fue el constatar la abundancia de las referencias a la Biblia en los debates políticos durante la Independencia de la América hispana. Una buena parte de la literatura (…) anti-independentista y anti-republicana (…) en todo el continente está basada en la argumentación bíblica (…). Pero más sorprendente es observar –apuntaba este historiador francés- que los escritos republicanos e independentistas responden también en el mismo registro, pero en sentido contrario”. Los dos ejemplos que Guerra traía a colación eran los de vuestro compatriota Juan Germán Roscio y el del inglés Thomas Paine. Por otra parte, como demostró hace ya algunos años Elliz Sandoz, el libro más citado en las obras y discursos de los Founding Fathers norteamericanos no fue el Segundo Tratado del Gobierno de Locke, ni el Espíritu de las Leyes de Montesquieu, sino La Biblia. La mera constatación de este dato nos pone en el camino adecuado para tratar de comprender el papel que la religión y sus fuentes de autoridad desempeñaron en el primer constitucionalismo americano. Las tradiciones religiosas en el continente americano eran distintas: una protestante, en Norteamérica, con sus diversas manifestaciones; la otra católica, en el mundo latinoamericano, unitaria, pero no uniforme. En ambos casos, la religión actuó como instancia última de legitimación de todo el orden político, aunque el modo en que esto se llevó a cabo y sus consecuencias institucionales fueran diferentes. Dado que el tiempo del que dispongo es limitado voy a centrar la atención en nuestro ámbito, el de los territorios que conformaban la monarquía española, para fijarme muy brevemente en tres aspectos, en mi opinión claves, de esta relación genética entre religión y orden constitucional en las independencias: 1. El primero de ellos ha sido ya apuntado por Guerra: se refiere al papel de la religión como instancia legitimadora del nuevo orden político. 2 El segundo es la incidencia de la religión católica en la definición de las nuevas naciones. 3. El tercero y último será la comprensión de los derechos desde esta perspectiva católica. Vamos pues con el primero de estos puntos. A cualquier constitucionalista actual que se asome las obras redactadas por los padres de las primeras Constituciones americanas, o a los debates parlamentarios que las precedieron no puede dejar de llamarle la atención el empleo frecuente de argumentos directamente religiosos, o extraídos de textos de esta naturaleza, para fijar posiciones que hoy definiríamos como netamente políticas. Es precisamente esta clara separación entre lo religioso y lo político, propia de la mentalidad moderna, lo que nos dificulta la comprensión histórica. Es, en definitiva, este a priori interpretativo el que ha llevado a muchos historiadores a entender el discurso religioso de los principales actores políticos como una argucia de las élites para ganarse el favor del vulgo y atraerlo a la causa patriota. Sin embargo, esta interpretación, además de no adecuarse en términos generales a las fuentes documentales y, por tanto, prescindir de las más elementales reglas metodológicas de las ciencias históricas, presupone una concepción extemporánea de la religión. Ésta no constituía en aquel tiempo una esfera más de la actividad humana, un ámbito de libertad yuxtapuesto a otros como la economía, el derecho o la literatura. La religión era percibida y vivida como el horizonte existencial donde los demás ámbitos de la convivencia humana se integraban y adquirían sentido. La religión, muy en particular la católica, constituía para la inmensa mayoría de los habitantes de los territorios americanos, así como de la península ibérica, la instancia última capaz de explicar y dotar de unidad la peregrinación del hombre sobre la tierra, desde el nacimiento hasta la muerte. Como ha escrito Voegelin “la sociedad humana no es un mero hecho, o un suceso del mundo exterior que pueda ser estudiado por un observador como si fuese un fenómeno natural (…). Es en conjunto como un pequeño mundo, un “cosmión” iluminado desde dentro con la significación que le dan los seres humanos, quienes continuamente lo crean y lo sustentan como modo y condición de auto-realización” (Voegelin, NICP, 47). Desde esta perspectiva, los aportes de la hermenéutica moderna suponen un punto de partida inmejorable para el estudio del primer constitucionalismo latinoamericano en general, y para la profundización en las relaciones entre religión y orden constitucional en particular. En efecto, como ha sido puesto de manifiesto por pensadores como Gadamer o Ricoeur, cualquier desvelamiento de sentido presupone una precomprensión determinada por un concreto horizonte hermenéutico que condiciona al intérprete, integrado en el marco de una tradición. En las primeras décadas del siglo XIX el núcleo de esta tradición desde la que operaban los actores políticos era la religión católica. Ella era su telos constitutivo; el único capaz de engarzar el resto de dimensiones de la vida humana en un mundo vital portador de significados originarios. Y ello no sólo era así para el pueblo en general, sino también para la inmensa mayoría de las élites. No había otra fuente última a la que acudir para fundamentar el nuevo orden político que se quería construir. Por ello no resulta en absoluto sorprendente, aunque a Guerra sí se lo pareciera, que la religión se presentara como un elemento poderoso de legitimación tanto de la independencia como del nuevo orden constitucional. Los ejemplos que se pueden aducir en este sentido son numerosos, tanto en Venezuela, como en el resto de los territorios que en su día integraron la monarquía española. La declaración de independencia venezolana, conocida por todos ustedes, promulgada en el nombre de Dios todopoderoso es suficientemente clara a este respecto. Después de exponer las razones que en derecho justificaban ante el mundo el paso que iban a dar, y antes de proceder a declarar su independencia, los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela ponen “por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales auxilios, y ratificándole, en el momento en que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo, como el primero de nuestros deberes”. Es conocida la participación de Roscio en la elaboración de este singular texto. Él mismo publicaría el más brillante manifiesto sobre la libertad de los pueblos basado en las Sagradas Escrituras. Su Triunfo de la libertad sobre el despotismo constituye, sin duda, una clara muestra de las posibilidades argumentativas que los textos sagrados ofrecían para la fundamentación intelectual del nuevo orden constitucional. De todos son conocidas estas palabras incluidas en la introducción: “Pequé, Señor, contra ti, y contra el género humano, mientras yo seguía las banderas del despotismo. Yo agraviaba mi pecado quando en obsequio de la tiranía me servia de vuestra santa palabra”. Al desagravio de su “pecado” dedicaría Roscio esta magnífica proclama. Ciertamente, la lógica que detrás de sus palabras se escondía no dejaba de ser bastante tradicional. Si durante varios siglos, los textos sagrados habían sido utilizados para la justificación trascendente de un determinado orden político, el del Antiguo Régimen, ahora serían puestas al servicio de otro orden político igualmente terrenal: el de las nuevas repúblicas católicas. En su testamento redactado en Filadelfia en 1818, Roscio hacía profesión religiosa y política a un mismo tiempo: “Primeramente declaro y confieso que profeso la religión Santa de Jesucristo, y como más conforme a ella, profeso y deseo morir bajo el sistema de gobierno republicano, y protesto contra el tiránico y despótico gobierno de la monarquía absoluta, como el de España”. En este maridaje entre religión y política radica una de las señas de identidad más relevantes del primer constitucionalismo latinoamericano. En este sentido, Roscio no fue una excepción en el panorama revolucionario de su tiempo. Planteamientos de fondo similares, aunque quizá menos elaborados, pueden encontrarse en las obras de Fray Servando Teresa de Mier en México, Fernández de Sotomayor en Nueva Granada, Gregorio Funes en Argentina o Egaña en Chile, por citar sólo algunos de los autores más conocidos. Se puede hablar, por tanto, de la eclosión en el primer tercio del siglo XIX de una auténtica teología política, de signo contrario a la que había justificado durante siglos las monarquías de Antiguo Régimen, pero embebidas de la misma lógica político-religiosa. En 1820 el religioso bonaerense Francisco de Paula Castañeda escribía en un periódico fundado por él mismo, que su objeto era “demostrar (…) que el Evangelio no es solo un libro divino, sino también un libro político que arregla y dirige admirablemente las costumbres, no solo de los individuos entre sí, sino también de las naciones con respecto a Dios y a sí mismas” (Saranyana, 335). El dominio de España en estos primeros años por parte de unos ejércitos calificados por muchos como impíos y sacrílegos permitió también dotar de contenido religioso las aspiraciones autonomistas primero e independentistas después de los territorios americanos. La defensa de la fe, primera obligación de toda comunidad política, exigía no sólo rechazar las ofertas de los emisarios de Napoleón en América, sino incluso cortar relaciones con la metrópoli, de manera que el triunfo allí de las fuerzas del mal no contaminase la pureza de la religión en el nuevo Continente. A todo esto se unía, la fama de licencioso del último ministro de Carlos IV, el favorito Godoy. En otros casos, la legitimación religiosa del nuevo orden era canalizada a través de una concepción Providencialista de la Historia. Detrás de los acontecimientos vividos en América desde la entrada de Napoleón en España se vislumbrar la mano providente de Dios. La libertad de los pueblos americanos respondía, en definitiva, a una causa superior que ninguna voluntad humana podía detener. Así, la Constitución quiteña de 1812, en su preámbulo, apelaba expresamente a la Providencia como principal agente de la reasunción de la soberanía en el pueblo de Quito. En el propio himno de Venezuela, escrito en 1810, esta apelación al cielo se expresa con singular fuerza, aunque poéticamente sea un texto mejorable –confío en que nadie se ofenda, los españoles ni siquiera tenemos letra en el himno-: “Gritemos con brío, ¡Muera la opresión!", Compatriotas fieles, la fuerza es la unión. Y, desde el Empíreo el Supremo Autor un sublime aliento al pueblo infundió. Unida con lazos que el Cielo formó, la América toda existe en Nación. Y si el despotismo levanta la voz, seguid el ejemplo que Caracas dio”. Podrían traerse aquí a colación otros muchos ejemplos extraídos tanto de los textos constitucionales, como de las obras de los más importantes teóricos de la independencia. La misma reacción popular al terremoto acaecido en Caracas en la Semana Santa de 1812 da idea de lo profundo que esta concepción providencialista de la historia había calado en la cultura de la época La dimensión legitimadora desempeñada por el catolicismo en la construcción del nuevo orden constitucional se aprecia también en el desarrollo mismo de las actuaciones que llevaron a cabo los congresos constituyentes. Como había sucedido durante siglos, las principales manifestaciones públicas del poder aparecían revestidas de una liturgia político-religiosa que expresaba esta íntima conexión entre ambas esferas, o más bien, la fundamentación trascendente que del orden temporal entonces se profesaba. El relato de la instalación del Congreso General de Venezuela el 2 de marzo de 1811, publicado en la Gaceta de Caracas tres días después, resulta suficientemente significativo al respecto. Algo similar ocurrió en otras latitudes. También en España con motivo de la elaboración de la Constitución gaditana y, sobre todo, de su juramento. En Caracas, los representantes de las provincias se dirigieron a la Iglesia catedral para prestar juramento. En la puerta les esperaba el obispo y cuatro canónigos que dieron agua bendita al Presidente del Congreso. En el interior del templo se encontraban reunidos todos los cuerpos civiles, militares y literarios. El Prelado celebró la misa revestido de pontifical. Tras el Evangelio el canciller procedió a leer la fórmula del juramento. En esta se incluía la obligación de “mantener pura e ilésa, é inviolable nuestra Sagrada Religion, y defender el Misterio de la Concepción inmaculada de la Virgen Nuestra Señora”. También la fuerza militar representada por el Comandante General y el Gobernador militar prestó juramento de no reconocer en el territorio otra soberanía que la del Congreso y defender el Misterio de la Inmaculada Concepción. Concluidos los juramentos, según narra la Gaceta, el prelado entonó el Veni Creator y terminó la Misa, a la que siguió el canto del Te Deum. A continuación una diputación del cabildo catedralicio se acercó al presidente del Congreso y le dio agua bendita. Esa misma tarde, el Congreso dictó un decreto en respuesta a las felicitaciones que el obispo, Narciso Coll y Prat, les había dirigido. En el decreto, los representantes de las provincias aseguraban al Prelado “la certeza y verdad de los sentimientos Catolicos y Religiosos que le animan” y afirmaban que ni “Venezuela ni sus legítimos representantes permitiran que se mancille con la mas leve nota, ni acto profano, la Religion que ha jurado defender pura é ilesa” y que mira “como el fundamento y apoyo mas seguro que debe fixar su Constitucion”. (…) “La religión cristiana –continuaba el decreto- es la que distingue y contiene los Gobierno justos, en la barrera impenetrable del despotismo, y la unica que hace conocer los deberes de un hombre para con Dios, para con los Magistrados, para con sus conciudadanos, para con sus subditos, para con uno mismo. Esta religión santa –concluía el Congreso- que es el principal garante de la justa causa que defiende Venezuela es la que profesa su legítima Asamblea”. La religión aparecía así como el fundamento último del orden político que sucedería a trescientos años de sometimiento a las autoridades españolas. Además, era presentada como una fuente de virtudes cívicas. Su cultivo produciría –como decía el congreso venezolano en el citado decreto - “Magistrados íntegros y sabios, honrados padres de familia, fieles esposos, obedientes hijos y criados y prudentes y virtuosos ciudadanos”. Podría en este sentido hablarse de la formación en América de un republicanismo católico cuyo estudio está todavía en buena medida por hacer. En Chile, el sermón al congreso reunido en 1811 fue pronunciado por Fray Camilo Enríquez. En su alocución trató, entre otras cosas, de aquietar las conciencias católicas de los diputados allí presentes: “Esta augusta ceremonia, -exponía el fraile revolucionario- en que la alta representación del estado da principio a sus sesiones por la invocación del padre de las luces, es una manifestación solemne del íntimo convencimiento en que está la nación chilena de que su conducta en las actuales circunstancias (…) es conforme a la doctrina de la religión católica y la equidad natural, de que emanan los eternos e inalienables derechos con que ennobleció a todos los pueblos del mundo el soberano autor de la naturaleza…” . Se puede así afirmar que la religión desempeñó en estos años una función pre-constituyente, en la medida en que delimitaba el marco dentro del cual la voluntad de las Naciones en construcción podían moverse. A diferencia de lo que sucedería en Francia, los poderes constituyentes americanos se concibieron a sí mismos limitados por un orden católico previo. La lectura tanto de las primeras constituciones, como de los debates que las acompañaron su elaboración dejan pocas dudas al respecto. Conectamos así con el segundo de los aspectos propuestos: la conceptualización católica de la nación. Es una constante en las primeras constituciones latinoamericanas la confesionalidad del Estado. La religión católica se presenta no sólo como la propia del Estado sino como uno de los principales motivos de su existencia. Así, la Constitución de las Provincias Unidas en Sudamérica de 1819, en su artículo primero, recogiendo lo dispuesto anteriormente en el Estatuto Provisional de 1815 y en el Reglamento provisorio de 1817 rezaba (nunca mejor dicho): “Art. 1: La Religión Católica Apostólica Romana es la religión del Estado. El Gobierno le debe la más eficaz y poderosa protección y los habitantes del territorio todo respeto, cualquiera que sean sus opiniones privadas. Art. 2: La infracción del artículo anterior será mirada como violación de las leyes fundamentales del país”. De manera similar se pronunciaban las primeras Constituciones de los demás naciones en formación: las de Cundinamarca y Venezuela de 1811, la de Cádiz de 1812, la de Apatzingan, en México, de 1814, la de Costa Rica de 1821, la de Chile de 1822, la peruana de 1823, la mexicana de 1824, la de Guatemala de 1825, la nicaragüense de 1826 o la de Bolivia de 1826, introduciendo los constituyentes en este último caso una enmienda al proyecto propuesto por libertador que no había previsto nada al respecto. También en algunas de ellas, como la chilena de 1822, los actos contra la religión eran definidos como atentados contra las leyes fundamentales del Estado. Como es sabido, la expresión “leyes fundamentales” fue acuñada en Francia en el último tercio del siglo XVI para referirse a aquella esfera del derecho del reino absolutamente indisponible tanto para el rey como para sus súbditos. El sintagma se utilizaría cada vez con mayor profusión hasta generalizarse en el siglo XVIII y entrar a formar parte de esa cultura política compartida en el mundo euro-atlántico. Por tanto, situar la catolicidad del Estado y la protección de la religión entre las leyes fundamentales equivalía a emplazarla fuera incluso del propio poder constituyente, es decir, fuera del alcance de determinación de la voluntad humana. El constitucionalismo concebido en palabras de Fioravanti como la recuperación de la noción de límite al poder en el horizonte de los modernos también se tradujo en los países americanos en el reconocimiento de unos derechos. Estos, sin embargo, no se predicaron sólo del individuo abstractamente considerado, sino principalmente de éste en cuanto dotado de un determinado status. Es el caso, por ejemplo, de los derechos de participación política. Tampoco en el ámbito angloamericano o en el francés, los derechos fueron atribuidos a los individuos sin más especificaciones. En el caso de los países latinoamericanos, además, la concepción católica de la nación y de sus integrantes se tradujo en la determinación de algunos derechos concretos. Así sucedió con aquellos relacionados con la libertad de expresión o, más claramente aún, con la libertad de cultos. En ambos casos, la naturaleza católica de la república imponía exigencias de contenido o de extensión. Así, el art. 181 de la Constitución venezolana de 1811 establecía como límites del derecho de imprenta “la tranquilidad pública, el dogma, la moral cristiana, la propiedad, el honor y estimación de algún ciudadano”. Por su parte, el art. 16 de la Constitución de Cundinamarca de ese mismo año (4 abril) garantizaba, siguiendo un orden que no parece casual, los sagrados derechos de la religión, la propiedad, la libertad individual y la libertad de imprenta Sin embargo exceptuaba de las reglas que regulaban esta última libertad los escritos obscenos o que ofendiesen el dogma. En este sentido establecía como expresamente excluida de la libertad de imprenta “la edición de los libros sagrados, cuya impresión no podrá hacerse sino conforme a lo que dispone el Tridentino”. Las propias Cortes de Cádiz en su decreto IX de 10 de noviembre de 1810 por el que se establecía la libertad de Imprenta habían dispuesto que todos los escritos sobre materia de religión quedaban sujetos a la censura previa de los respectivos ordinarios, de acuerdo con lo dispuesto en el Concilio de Trento. En Chile, el Reglamento de Libertad de Prensa de 20 de abril de 1811 encomendaba al gobierno la obligación de velar “a fin de que no se introduzcan opiniones peligrosas que puedan adulterar su doctrina (de la religión católica), no solamente recogiendo los impresos y castigando a los delincuentes, sino también impidiendo el uso de la prensa” (Duve, 224). Contrariamente a lo que hoy podríamos pensar, no se consideraba entonces que se estuviese limitando ningún derecho, pues éste no podía incluir en ningún caso la facultad de atentar contra la religión. Como decía el Reglamento, la libertad de prensa encontraba su límite en el “abuso de la libertad”, de manera particular –precisaba- “cuando se compromete la religión católica” También la libertad de establecimiento de extranjeros en suelo americano se vio condicionada en muchos casos por motivos religiosos. La Constitución venezolana de 1811, en su artículo 169 disponía la seguridad de la persona y propiedades de los extranjeros que se estableciesen en ese Estado siempre y cuando respetasen la religión católica, la soberanía del país y a las autoridades constituidas. En sentido parecido se expresaba el Pacto social fundamental interino de Costa Rica de 1821 en su artículo cuarto. El problema de la tolerancia religiosa se planteó desde el primer momento en todos los países americanos, recibiendo diferentes soluciones. En cualquier caso, las medidas adoptadas no pasaron del ámbito de la mera tolerancia, tal y como ésta era entendida por el derecho canónico, es decir, como la aceptación de un mal menor. También es cierto que en estos países no existía, como en el Norte, una pluralidad de confesiones religiosas que impusiera la libertad de cultos como la única solución políticamente viable. E incluso en este caso, la libertad religiosa no fue la misma para todos. En el fondo, esta limitación de derechos era consecuencia de la obligación que el Estado había asumido de proteger la religión católica. Este régimen iría evolucionando a lo largo del siglo en la medida en que las esferas política y religiosa fueran diferenciándose de una manera más clara. No cabe pensar, sin embargo, que la catolicidad actuara sólo como factor limitador de derechos. Por un lado, sirvió en muchas Constituciones para fundamentar los derechos que en ellas se recogían. En este sentido, la Constitución de la República de Tunja de 1811 (23 de diciembre) iniciaba el título preliminar sobre la “Declaración de los derechos de los hombres en sociedad” afirmando que “Dios ha concedido igualmente a todos los hombres ciertos derechos naturales, esenciales e imprescriptibles”. Sin embargo, la religión también imponía deberes y estos –según rezaba el capítulo segundo- “se hallan encerrados en la pureza de la religión y de las costumbres”. Pocas líneas después, se sintetizaba esta doctrina de los deberes en el precepto evangélico “Haz constantemente a los demás el bien que quieras recibir de ellos” (Saranyana, 234). Desde otro punto de vista, la religión sirvió también para ampliar el espectro de aquellos que podían beneficiarse de las libertades constitucionales. El tema ha sido estudiado para México por Annino, pero sus conclusiones son perfectamente extrapolables a la mayor parte de los territorios latinoamericanos. El acceso a las nuevas libertades, tanto en México como en Cádiz fue más amplio que en otros países porque el requisito básico no era otro que la identidad católica de ciudadanos y naturales. Tanto unos como otros compartían su condición básica de miembros del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Como señala Annino, y cito textualmente “El nuevo ciudadano liberal hispánico, de hecho, era tal no por ser propietario o por los impuestos que pagaba, como en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, sino por el reconocimiento de su estado de vecindad por parte de la comunidad parroquial al momento de votar. Los requisitos eran la residencia, un modo honesto de vivir, ser pater familias, y por ende, hijo legítimo de un matrimonio legal, o sea, celebrado según el derecho canónico”. La calidad católica de la nueva ciudadanía se pone de manifiesto con especial claridad en la regulación de los procesos electorales, previstos en algunos territorios en el mismo texto constitucional. Es el caso, por ejemplo, de la primera Constitución aprobada en el mundo hispánico, la de Cundinamarca de 1811. En su título octavo dedicado al procedimiento electoral dispone que el padrón de electores será confeccionado por el alcalde de cada parroquia junto con el cura. Una vez determinados los electores concurrirán todos a la iglesia donde se celebrará la misa del Espíritu Santo, “después de la cual –ordena el texto constituconal- hará el párroco una exhortación enérgica” recordando la estrecha obligación de elegir con discernimiento “y al fin entonará el himno Veni Creator Spiritus”. A continuación irán todos a la casa de donde salieron y procederán a la votación, no sin antes jurar ante el alcalde de la siguiente forma: “Juráis a Dios por esta señal de la cruz y los Santos Evangelios que tocáis, proceder en la presente elección con imparcialidad y desinterés, sin conduciros por odio ni amor, mirando solamente el bien general, sufragando por las personas más honradas, de más probidad y discernimiento para conocer a los hombres, sin que os muevan las recomendaciones o sugestiones de otros, ni mira alguna de ambición o colusión”. A que todos responderán: Sí juro. EL presidente añadirá: “si así lo hiciereis, Dios os ayudará y protejerá vuestra causa, y si no, os lo demandará” y todos responderá: Amén”. El mismo procedimiento, con misa del Espíritu Santo, alocución del clérigo y canto del Veni Creator se preveía para las elecciones de partido, es decir, de segundo grado y para las elecciones en la capital de la provincia. Una liturgia similar, con misa y arenga del cura incluidas, establecía la Constitución de Apatzingan de 1814 en su artículo 64 y ss., aunque en lugar del Veni Creator se disponía el canto del Te Deum como himno de acción de gracias. Por su parte, la Constitución quiteña de 1812, quizá la más intransigentemente católica de las elaboradas en este tiempo en América, establecía entre las causas de exclusión para formar parte del Congreso el ser “sospechoso en materia de Religión”, además de otras como ser enemigo de la causa común, deudor del fisco o natural de otro país. En este nuevo contexto político, tan católico como el de la monarquía absoluta que se abandonaba, con un actor como la Iglesia dotado de un indiscutible protagonismo en el espacio público institucional no era pensable la formación de un poder político con vocación totalizante. No era posible el nacimiento de un Leviatán, como el alumbrado por la Revolución Francesa. En los países latinoamericanos no se dio esa “rebeldía totalitaria” que con tanta agudeza ha descrito Francisco Plaza en su último libro: El silencio de la democracia. No pretendo afirmar que la presencia de dos instituciones públicas sobre un mismo territorio fuera pacífica. Más bien todo lo contrario. La historia del siglo XIX es testigo de las dificultades que la coexistencia de la Iglesia y el Estado plantearon. Las disputas en torno a la cuestión del patronato fue sólo una de ellas. Su análisis excede, sin embargo, del arco temático que nos hemos marcad. Además, no quiero abusar de la paciencia del auditorio. Termino ya. Constituye un lugar común en la historiografía afirmar que cada generación escribe su propia Historia. No es que los acontecimientos del pasado deban ser reinventados o, menos aún, utilizados para servir intereses partidistas. Se trata más bien de aprovechar la oportunidad que el paso del tiempo ofrece de abordar viejos temas desde nuevas perspectivas. Ello exige no sólo rescatar fuentes documentales olvidadas o centrar la atención en otros temas de estudio escasamente atendidos por la historiografía anterior. Supone, sobre todo, someter a crítica nuestros propios prejuicios. En el momento presente, la superación de los estrechos márgenes de la racionalidad ilustrada está permitiendo descubrir el protagonismo que la religión, en nuestro caso la católica, desempeñó en la formación de un modelo constitucional hispano; un modelo similar en algunos aspectos, pero muy distinto en muchos otros, del que triunfó en Francia o en los Estados Unidos. El papel desempeñado por la religión fue sólo una de sus características distintivas. Existen otras que no hemos podido tratar, como la concepción jurisdiccional del poder o la conservación de una estructura social corporativa. El bicentenario de los inicios constitucionales de nuestras respectivas naciones puede ser una buena oportunidad para repensar nuestras tradiciones. Y para ello resulta imprescindible partir de la cultura política de los principales actores del constitucionalismo hispano, de sus tradiciones, así como de los poderes y estructuras sociales entonces imperantes. Se evitará así incurrir en una de las limitaciones más características de la historia constitucional de nuestros países: reducir su estudio a un mero juego de influencia de ideas desencarnadas, realizado a partir del contraste con textos constitucionales u obras filosófico-políticas extranjeras, principalmente francesas y norteamericanas. Se olvida así que los textos no viven en la historia sino a través de las diferentes lecturas que de ellos se hacen, y que éstas no son ajenas a la tradición cultural y a la situación histórica concreta en que se realizan, es decir, a lo que antes hemos llamado su horizonte hermenéutico. No niego en modo alguno la existencia patrones comunes en el ámbito euro-americano, ni mucho menos la necesidad de trascender las historias nacionales para estudiar el fenómeno constitucional con una perspectiva más amplia. Lo que me parece metodológicamente incorrecto es prescindir de los intérpretes concretos, de los actores políticos que llevaron a cabo esta revolución, emplazados siempre en el seno de una tradición desde la cual era posible leer esos textos extranjeros o nacionales y construir otros propios. Se evitará también de esta manera caer en la tentación, bastante frecuente, de partir de un modelo ideal de constitución liberal, donde la igualdad es perfecta y las libertades individuales absolutas -modelo que no existió en ningún país (tampoco en los Estados Unidos)- para juzgar desde ese paradigma celestial los constitucionalismos hispanos, que con este punto de partida siempre se presentan defectuosos y limitados. La historia del constitucionalismo europeo y americano fue mucho más compleja, no sólo en su realización práctica, sino en su misma conceptualización teórica. El papel reservado en el nuevo orden político a los diferentes grupos étnicos o religiosos, a las mujeres o a los económicamente dependientes es sólo un ejemplo de ello. Durante más de un siglo, la historiografía marxista interpretó la Revolución Francesa como una revolución burguesa. Se justificaba de esta manera, a partir de una concepción materialista y dialéctica de la Historia, la revolución bolchevique de 1917, que tanto sufrimiento causó al pueblo ruso y a la humanidad en general. En Francia, la celebración el bicentenario de su Revolución coincidió con una renovación radical de las explicaciones tradicionales de cuño marxista. La obra de historiadores como François Furet, Mona Ozouf o Denis Richet permitió despojar a la Revolución de los mitos y leyendas que una ideología autoritaria pretendidamente científica había tejido en torno a ella. En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, apenas unos meses después de la celebración en París de los actos conmemorativos del bicentenario de la Revolución Francesa, el muro de Berlín, símbolo de la ignominia y de la opresión ejercida por los regímenes comunistas en Europa, era asaltado y demolido piedra a piedra por una juventud ávida de verdad y libertad. Deseo vivamente que también en América, las celebraciones de los bicentenarios de las independencias sirvan no sólo para revisar, como se hizo en Francia, la propia historia, sino sobre todo para derribar, también aquí, tantos muros que de una manera quizá menos visible, pero no por ello menos real, siguen dividiendo a los pueblos americanos y, más en particular, a los ciudadanos de esta magnífica nación que es Venezuela. Muchas gracias.

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