Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

lunes, 28 de junio de 2010

Lo afirmativo venezolano // Juan Miguel Matheus

Los venezolanos necesitamos volver a creer en nuestras fuerzas de pueblo. Tenemos que cultivar la fe en nuestra capacidad –probada durante los años de la democracia– de construir un orden político justo, apto para la convivencia humana libre y pacífica. Para ello debemos poner la mirada en lo afirmativo venezolano (Augusto Mijares). Debemos hacerlo, además, con realismo, sin engreimientos ni fatalismos: no somos, ni mucho menos, un superpueblo; pero tampoco un pobre pueblo, si es que acaso puede hablarse en esos términos. Somos lo que somos, a lo criollo: la misma Venezuela de Juan Bimba, retratada nítidamente –con sus virtudes y sus defectos– en los versos de Andrés Eloy Blanco.

En este sentido, mirar lo afirmativo venezolano conlleva a conocernos como pueblo. La esperanza sólo es verdadera si media el conocimiento propio. Alcanzarlo exige que veamos, a la luz de la historia, (i) lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer, (ii) lo que hemos gozado y lo que hemos sufrido, y, finalmente, (iii) las virtudes cívicas que hemos conquistado y los vicios que hemos hecho crecer a lo largo de los años. Pero sobre todo, supone ser plenamente concientes de nuestras propensiones de pueblo, es decir, de eso a lo cual tendemos con facilidad si no luchamos por evitarlo.

Entre tales propensiones se cuentan, por ejemplo, la autocracia militarista, el desorden, el desacato a la ley y, no menos importante, un cierto pesimismo. De hecho, hoy esas propensiones están presentes entre nosotros. La autocracia y el militarismo se han puesto de pie una vez más para extraviarnos en el desorden y traer de la mano al pesimismo de pueblo. Afortunadamente, se trata de propensiones vencibles y no de rasgos definitivos. Frente a ellas resiste, precisamente, lo afirmativo venezolano. Nadie puede pensar, porque no es verdad, y porque lo demuestra la historia, que los venezolanos no somos capaces de derrotar la autocracia militarista, de vivir al amparo del orden de las leyes y de confiar, con una esperanza responsable, en nuestras posibilidades de crear una sociedad justa.

Así, en los tiempos que corren nuestra tarea de patria es hacer florecer lo afirmativo venezolano, esa reserva moral que, como enseñó Augusto Mijares, nace del ejercicio de la virtud ciudadana, del esfuerzo de cada venezolano concreto y de todos, como pueblo, por construir la civilidad. Los momento que se avecinan son de reconstrucción, entendida en todas sus dimensiones: política, social, económica, etc. En ellos se pondrá a prueba el talante moral de los venezolanos. Ello es, en sí mismo, una ocasión de hacer crecer la esperanza. No hay mal que por bien no venga. Tenemos la oportunidad de actuar con generosidad y desprendimiento en el servicio a Venezuela, de hacer prevalecer el bien del cual somos capaces. La convivencia de las futuras generaciones se edificará, no hay que dudarlo, sobre lo afirmativo venezolano. A por ello.



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domingo, 20 de junio de 2010

El ejemplo de Cochocho // Juan Miguel Matheus

En sus Memorias de Mamá Blanca, Teresa de la Parra coloca en boca de Vicente Cochocho unas palabras que resultan útiles para reflexionar sobre la crisis venezolana. Dice Cochocho: “Yo no los reniego [los fracasos y los errores]. Salieron de mí espontáneamente. Al igual que mis hijos y mis nietos, son mi obra y son mi descendencia: ¡que me sigan siguiendo y que Dios los bendiga a todos!”. Tales palabras, llanas y profundas a la vez, hacen patente una gran verdad: las situaciones humanas no son –tampoco las de pueblo– obra del azar. Derivan del ejercicio de la libertad de personas concretas y, por lo tanto, siempre comprometen responsabilidades.

Lo anterior resulta muy importante en la Venezuela de hoy. Con frecuencia se oye entre muchos opositores al régimen que Venezuela está sumida en un avanzado proceso de descomposición porque “es un pobre país” y porque el pueblo venezolano no es más que “un pobre pueblo”. Es una suerte de distanciamiento de la realidad en virtud del cual se pretende creer y hacer creer que lo que sufrimos es única y exclusivamente responsabilidad de los chavistas. O dicho de otro modo, más peyorativo y desatinado: se piensa que el país está devastado y Hugo Chávez hace lo que le viene en gana por culpa del voto y apoyo de la mayoría del pueblo de Venezuela, “pobre e ignorante”.

No es verdad, sin embargo, que sólo los chavistas sean responsables. Tampoco está bien planteado lo de la pobreza y la ignorancia. Ya en 1998, durante la campaña electoral, Chávez recibió el apoyo de buena parte de la élite nacional, en teoría bien formada y acaudalada. Medios de comunicación, dirigentes políticos, empresarios y académicos: todos rindieron pleitesía al otrora candidato. Y durante estos once años de lucha son muchos los errores que hemos cometido por falta de claridad sobre la naturaleza totalitaria del régimen. Así, la sabiduría de Cochocho debe ser acogida como un tesoro. La única manera de revertir lo que vivimos es que todos nos tengamos por responsables. No se ha instalado un totalitarismo entre nosotros por culpa de una mayoría pobre e ignorante sino porque hemos permitido que el virus totalitario contagie a la población venezolana, chavista y no chavista.

En este punto aparece Cochocho nuevamente. Aprender de los errores sólo es posible si no se los reniega. Acaso en ese aprendizaje estriba la bendición de Dios a la que se refiere este pintoresco personaje de la literatura criolla. Venezuela se curará del totalitarismo cuando seamos plenamente concientes de que este régimen ha sido engendrado por todos los venezolanos, sin excepción. Entonces estaremos frente a frente con el rostro de la esperanza. Descubriremos nuestras fuerzas para desmontar lo que hemos producido como pueblo. Sabremos encontrar antídotos. Emergerá el optimismo porque se incrementará nuestro realismo. Nos conoceremos mejor. Nos sabremos un pueblo capaz de la injusticia y de la mentira. Estaremos atentos. Lucharemos para derrotar el mal del que somos capaces y para hacer florecer el bien al cual estamos llamados. Como Cochocho, miraremos el porvenir.


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lunes, 14 de junio de 2010

Esperanza // Juan Miguel Matheus

En su libro “Memoria e identidad”, Juan Pablo II nos enseñó que “el mal, aunque lo parezca, nunca prevalece sobre el bien”. Tales palabras representan la clave para resistir los sufrimientos y las angustias producidos por el régimen que oprime a Venezuela. En los tiempos que corren, en los cuales el mal se asoma como victorioso, los venezolanos estamos obligados a cultivar la esperanza. Debemos asumir, aunque la inteligencia y la voluntad se rebelen, que el triunfo del mal es aparente. Sólo así estaremos en condiciones de luchar cuanto sea necesario, sin decaer, hasta que las cosas cambien para mejor. La salida a la crisis que padecemos y la construcción del porvenir serán, en definitiva, obra de nuestra esperanza.

Junto a la fe y a la caridad, la esperanza es una de las tres virtudes teologales. Ésta permite a la criatura humana colocar sus aspiraciones últimas en bienes trascendentes, no terrenos. Su vivencia conlleva a la comprensión de un conjunto de verdades sobre las cuales debería edificarse todo orden político, y que son obviadas o tergiversadas por los regímenes totalitarios: (i) que no hay paraíso posible ni permanente en la tierra, (ii) que estamos aquí abajo de paso, con un estatus de viajeros (status viatoris), (iii) que la vocación de bien del hombre no se agota en la ciudad terrena y, por último, (iv) que no hay sistema político, por grande, justo o poderoso que sea, que colme por sí solo la vocación de felicidad de la persona humana.

Lo anterior no obsta, sin embargo, para que en la ciudad terrena se depositen buena parte de las posibilidades morales del hombre. Como bien señaló Aristóteles, ésta existe para “la vida buena”. Por ello no debe convertírsela, ni mucho menos, en un valle de lágrimas (Jacques Maritain). En ella han de reinar el amor, la verdad, la justicia y la libertad, lo cual implica lucha, sacrificios. La certeza de que el mal no triunfa sobre el bien demanda compromiso. Exige que se procuren todos los medios necesarios para el triunfo del bien. Se trata, para ponerlo en criollo, de un “a Dios rogando y con el mazo dando”. En ello estriba la estructura interior de la esperanza, la cual no es una virtud pasiva sino activa y responsable.

Así las cosas, ¿qué significa para los venezolanos vivir la virtud de la esperanza en los actuales momentos? Significa, en primer lugar, convencernos de que Hugo Chávez, con toda la maldad de su régimen, está destinado al fracaso. Ningún proyecto totalitario ni de dominación puede mantenerse en pie frente al bien y a la verdad. Segundo, que Hugo Chávez no es apto, por mucho que hable del Socialismo del Siglo XXI, de saciar la vocación de felicidad de los venezolanos. Y tercero, acaso lo más importante, que quienes luchamos por una patria justa debemos poner todos los medios a nuestro alcance no sólo para derrotar a Hugo Chávez sino, sobre todo, para sanar a Venezuela del virus totalitario. Ello supone una lucha generosa, sin cuartel, que no tiene fecha de vencimiento: persiste mientras persistan las injusticias. Para ello debemos entender que no luchamos por resultados concretos sino por la seguridad de que se defienden la verdad y la justicia. La nuestra es, como diría Sócrates a los atenienses, una lucha que da sentido a la existencia porque reposa sobre la convicción de que se hace lo correcto, lo que dicta la conciencia.

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Encuestología // Juan Miguel Matheus

La semana pasada dedicamos nuestro artículo “El arma bacteriológica” a comentar la necesidad de que los venezolanos comprendamos la naturaleza totalitaria del régimen de Hugo Chávez. La experiencia de los países que han derrotado totalitarismos enseña que el rescate de la libertad siempre comienza con una tarea de diagnóstico, a partir de la cual se cobra conciencia de qué es lo que está pasando, y en virtud de la cual se generaliza entre la población una visión clara de la patología padecida. Sólo entonces es posible batallar en las conciencias y por las conciencias, propagando la verdad como un arma bacteriológica que asfixia las mentiras que oxigenan a un determinado régimen totalitario (Vàclav Havel).

En Venezuela uno de los mayores obstáculos para la generalización de esa visión clara sobre la naturaleza totalitaria de la revolución bolivariana es un fenómeno que podríamos denominar “encuestología”. Algunos personeros de las encuestadoras y demás empresas dedicadas a la investigación de la opinión pública suelen copar los medios de comunicación –cuales pontífices– para (i) explicar “qué es lo que realmente está pasando en el país”, (ii) develar “qué es lo que piensa y dice el ciudadano de a pie” y, sobre todo, (iii) trazar las líneas maestras de un discurso que, por “subir cerro”, podría revertir las tendencias electorales que benefician al chavismo.

Acudiendo a un símil médico, lo anterior equivale a un bionalista que, conocedor de determinados valores en la sangre de un paciente, pretende dar lecciones al médico sobre cuál es el tratamiento que debe aplicarse al enfermo. Las herramientas del bionalista son una fuente de información valiosísima, que aporta datos para el juicio sobre el diagnóstico de la enfermedad y su eventual tratamiento. Pero el juicio definitivo sobre el diagnóstico y el tratamiento corresponde hacerlo al médico, el cual, junto con su ciencia, la medicina, resulta insustituible en la procura de la salud. Si el bionalista osa hacer tal juicio, o si el médico se lo permite, es obvio que el paciente pagaría las consecuencias en términos de (falta de) salud.

Lo mismo ocurre con el político. Éste puede valerse de los instrumentos de medición de la opinión pública para aproximarse a la realidad política. Pero no debe sacrificar su juicio a las encuestas ni actuar según los vaivenes de la opinión, por mucho que los encuestólogos lo sugieran. Ello resulta especialmente importante en el caso venezolano. El totalitarismo es un virus que se expande por toda la población, es un fenómeno de “masas”. Todo régimen totalitario ha gozado de abrumadores niveles de apoyo hasta el mismísimo momento de su caída. Si eso no se tiene claro, y si se pierde de vista que Hugo Chávez es un maestro en la simulación de las formas electorales, se pensará y se hará pensar que la lucha contra el régimen consiste en revertir las tendencias de opinión, de modo que se reviertan las tendencias electorales, y no –como hemos dicho antes– en la liberación de las conciencias.

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martes, 1 de junio de 2010

La República que yo sueño // Vaclav Havel

Václav Havel [1]
[1 de Enero de 1990]

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Vivimos en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.
Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.

El régimen anterior -armado con su ideología arrogante e intolerante-redujo el hombre a una fuerza productiva y la naturaleza a una herramienta de producción. Al hacerlo, atacó tanto a la esencia misma de ambos como a la relación que los une. Redujo personas autónomas y de gran talento, que trabajaban con destreza en su propio país, a tuercas y tornillos de una maquinaria monstruosamente enorme, ruidosa y pestilente, cuyo significado real nadie comprende.

Esta no puede más que desgastarse lenta pero inexorablemente, tanto a sí misma como a todos sus tornillos y sus tuercas. Cuando hablo de un entorno moral contaminado, no hablo sólo de esos caballeros que comen verduras orgánicas y no miran al exterior desde su ventana. Hablo de todos nosotros.

Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros -si bien, naturalmente, en diferente grado-somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación.

¿Por qué digo esto? Sería muy poco razonable entender el triste legado de los últimos cuarenta años como algo ajeno a nosotros, algo que nos ha dejado en herencia un pariente lejano. Por el contrario, debemos aceptar este legado como un pecado que cometimos contra nosotros mismos. Al aceptarlo como tal, comprenderemos que es responsabilidad nuestra, y de nadie más, hacer algo al respecto.

No podemos culpar de todo a los gobernantes anteriores, no sólo porque sería falso, sino también porque podría adormecerse el deber al que cada uno de nosotros se enfrenta hoy, es decir, la obligación de actuar con independencia, con libertad, de forma razonable y rápida.

No nos equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.

Si somos conscientes de esto, en nuestro corazón renacerá la esperanza. Al realizar el esfuerzo necesario para enderezar los asuntos de interés común, tenemos algo en qué apoyarnos. Estos últimos tiempos -y, en especial, las últimas seis semanas de nuestra pacífica revolución-han develado el enorme potencial espiritual, moral y humano, así como la cultura cívica, que estaban dormidos en nuestra sociedad bajo la máscara impuesta de la apatía.

Cada vez que alguien declaraba categóricamente que éramos esto o lo otro, yo siempre objetaba que la sociedad es una criatura muy misteriosa y que no es sabio confiar tan sólo en la cara que te presenta.

Me alegra ver que no me equivocaba. En todo el mundo, la gente se pregunta dónde encontraron los ciudadanos de Checoslovaquia, dóciles, humillados, escépticos y cínicos en apariencia, esa fuerza maravillosa para deshacerse de la carga del yugo autoritario en pocas semanas y de una forma pacífica y decente. Preguntémonos de dónde sacó la gente joven, que nunca había conocido otro sistema, el deseo de alcanzar la verdad, el amor por el pensamiento libre, sus ideas políticas, su valor cívico y su prudencia cívica. ¿Cómo fue que sus padres -esa generación que se consideraba perdida-se unieron a ellos? ¿Cómo es posible que tantísima gente supiera de forma inmediata qué hacer, y que ninguno de ellos necesitara consejos ni órdenes? Masaryk basó su política en la moralidad. Intentemos, en una nueva época y de una forma nueva, restaurar ese concepto de política. Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política debería ser la expresión del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad en lugar de la necesidad de engañarla o expoliarla.
Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política no sólo puede ser el arte de lo posible, en especial si esto implica el arte de la especulación, el cálculo, la intriga, los tratos secretos y las maniobras pragmáticas, sino incluso también el arte de lo imposible, el arte de mejorarnos a nosotros y mejorar el mundo.
Tenemos por delante unas elecciones libres y una campaña electoral. No permitamos que esta lucha mancille el rostro hasta la fecha limpio de nuestra apacible revolución. No permitamos que las simpatías del mundo, que tan de prisa nos hemos ganado, se pierdan con la misma rapidez enredándonos en la jungla de las escaramuzas por el poder. No permitamos que el deseo de servir a uno mismo prospere de nuevo bajo la bella máscara del deseo de servir al bien común.

Lo que ahora importa de verdad no es qué partido, qué club o qué grupo prevalecerá en las elecciones. Lo importante es que los ganadores sean los mejores de entre nosotros, en el sentido moral, cívico, político y profesional, sea cual sea su afiliación política.

Las políticas y el prestigio futuros de nuestro Estado dependerán de las personalidades que seleccionemos y elijamos después para nuestros organismos representativos. En conclusión, me gustaría decir que quiero ser un presidente que hable menos y trabaje más. Ser un presidente que no sólo mire al exterior desde la ventanilla de su avión, sino que, en primer lugar y ante todo, esté siempre presente entre sus conciudadanos y los escuche con atención.

Puede que se pregunten con qué tipo de república sueño. Dejen que les responda: sueño con una república independiente, libre y democrática, una república económicamente próspera y, no obstante, socialmente justa. En pocas palabras, una república humana que sirva al individuo y que, por tanto, albergue la esperanza de que el individuo la sirva a ella a su vez. Una república de personas enteras, porque sin ellas es imposible solucionar ninguno de nuestros problemas, ya sean humanos, económicos, medioambientales, sociales o políticos.

El más distinguido de mis antecesores comenzó su primer discurso con una cita del gran pedagogo checo Comenio. Permítanme concluir mi primer discurso con mi propia paráfrasis de la misma afirmación: ¡Pueblo, han recuperado su gobierno!


[1] Václav Havel (1936), Intelectual, escritor, dramaturgo y político checo, fue el último presidente de Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista y el primer presidente de la República Checa, creada conjuntamente con la República de Eslovaquia, de la división de la primera, dispuesta por decisión parlamentaria en 1993, cargo en el que permaneció durante 3 mandatos. Entre sus libros notables se encuentra el titulado: “El poder de los que no tienen poder”. Firmó asimismo con otros intelectuales la famosa “Carta 77” que pedía la adhesión de su país a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue encarcelado durante el régimen comunista en su lucha por las libertades y en 1989 encabezó la llamada «Revolución de Terciopelo», que desmanteló la dictadura e instauró un régimen democrático, del que el propio Havel fue elegido presidente; y cuyo discurso de asunción publicamos en el presente por su importancia histórica. Rosendo Fraga, Director del Centro de Estudios de Nueva Mayoría, ha dicho además sobre el autor de este discurso, que: “Se trata de una personalidad singular, que... logr[ó] demostrar que el humanismo como valor central de un líder político, no está reñido con la globalización ni con la política, en momentos que parecen haberse deshumanizado. […] Alentó con entusiasmo y decisión, la incorporación de su país y su región a la OTAN y la Unión Europea y antes de dejar el cargo ha visto coronados con el éxito sus esfuerzos. […] Desde la segunda mitad de los años noventa, el campo de acción de Havel se universalizó. En 1997, convocó en el histórico Castillo de Praga, a la primera edición del “Foro 2000”, en el cual reunió a personalidades mundiales de diferentes países, continentes, culturas, religiones e ideologías, buscando promover el diálogo, el entendimiento, la comprensión y el consenso. […] El 20 de septiembre de 2002, en el discurso que pronunció en New York, ante graduados universitarios, que tituló Václav Havel: el Dramaturgo como Presidente, realiza un balance de su Presidencia a poco tiempo de finalizar el mandato en el que dice: “se acerca la época en que aquellos que me rodean, el mundo y mi propia conciencia ya no me preguntarán cuáles son mis ideales, ni me preguntarán qué deseo cumplir y cómo quiero cambiar el mundo, sino que comenzarán a preguntarme qué he logrado, qué ideales he cumplido y cuáles fueron los resultados, cómo quiero que sea mi legado y qué clase de mundo quiero dejar detrás de mí”. Dos meses después, tuvo a su cargo el discurso inaugural de la Cumbre de la OTAN que se reunió en Praga, en un momento que la lucha contra el terrorismo internacional y el eventual ataque a Irak ya dominaban la agenda internacional. Dijo entonces: “Entender a otras personas, otras culturas, otras costumbres y el esfuerzo de no despreciarles, sino construir junto a ellos una red de relaciones basadas en la igualdad obviamente no significa que deberíamos renunciar a nuestros propios criterios o normas y ocultar nuestra convicción para crear un clima agradable. Todo lo contrario: las verdaderas relaciones de amistad no se pueden apoyar en mentiras, solamente podrán crecer de una tierra fértil de sinceridad mutua”. […] (“EL LEGADO DE VÁCLAV HAVEL. El Presidente de la República Checa, Václav Havel deja su cargo tras trece años de ejercerlo”).