Fue Thomas Hobbes quien sostuvo por primera vez que la razón por la cual los hombres se agrupan políticamente es una particular pasión humana: el miedo a sufrir muerte violenta por manos de un igual. Ello imprime un talante especial a las relaciones políticas y, en concreto, al rol del Estado. En clave hobbesiana la razón de ser del Estado no es promover las condiciones para el bien común sino evitar ciertos males entre los cuales el primero es, precisamente, la muerte violenta de los ciudadanos. El segundo, que acaso también deba ser recordado, es la preservación de los derechos de propiedad.
Aunque tal planteamiento es un tanto reduccionista, alberga una verdad sobre la cual conviene reflexionar: las sociedades no son viables sin un respeto escrupuloso de la vida humana. Por eso los venezolanos tenemos que luchar para no resignarnos frente a las muertes violentas y/o antinaturales. Los 130.000 muertos de los últimos once años revelan una patología no sólo política sino cultural. En nuestra convivencia de pueblo se ha enquistado una cultura de muerte, que se contrapone a lo que debería ser el presupuesto primero y necesario de todo orden social: la cultura de la vida. Ninguna sociedad puede articularse para el bien común ni para la paz si en su seno no se garantiza la vida humana. De allí que nuestro reto sea devolverle a Venezuela la intangibilidad de la vida humana.
Cuando no se garantiza la vida humana se disgrega la sociedad. Ello se hace muy claro en el caso venezolano. Primero, por la falta de confianza entre unos y otros que imposibilita la vida en común. Hoy la medida de las relaciones humanas entre los venezolanos no es la confianza sino la desconfianza, no es la expansión de la interioridad sino el ensimismamiento. Y de manera más profunda subyace el miedo referido por Hobbes, que cargamos a cuestas y transmitimos inevitablemente a todos cuantos nos rodean, incluso a los niños. En segundo lugar, porque el miedo a perder la propia vida o la de los seres queridos se ha convertido en la más poderosa razón para abandonar el país. Los venezolanos no se marchan, por lo general, buscando mejoras económicas. Se van tratando de sobrevivir…
Las dimensiones del problema son, entonces, muy profundas. Nuestra vida común agoniza porque se nos hace difícil alcanzar lo que Aristóteles denominó ciudad de amigos, es decir, una comunidad política en la cual la amistad cívica –la confianza en el otro y en el bien querido por el otro– sea la fuente primera de la justicia en las relaciones humanas. Revertir la cultura de la muerte nos tomará décadas. No sólo para poder refrenar la escandalosa cantidad homicidios que desangra nuestro porvenir sino, sobre todo, para mudar la conciencia de todos los venezolanos a través de un impostergable proceso de formación cívica. Por eso debemos comenzar desde ahora, con esperanza y determinación. Debemos recordarnos que cada venezolano concreto es un proyecto en sí mismo, por cuya vida vale la pena luchar. Pero sobre todo debemos recordarnos que cada venezolano concreto es único e irrepetible. Perder a un venezolano es perder a Venezuela misma.
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Twitter: @JuanMMatheus
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