En su ensayo “La lucha contra el totalitarismo”, Karl Jaspers enfatiza en que “la claridad acerca de la naturaleza del totalitarismo es nuestra mayor arma, si logramos expandirla a toda la población”. Esta idea, en apariencia sencilla, es el quicio de la lucha antitotalitaria. Lo que hoy está planteado es una batalla en las conciencias y por las conciencias. Liberar a Venezuela es liberar la conciencia de los venezolanos. Sólo así la verdad podría propagarse como un arma bacteriológica (Vaclav Havel), que penetre cada ranura del régimen de Hugo Chávez, lo prive de su oxígeno (la mentira) y propicie su repentina implosión.
Lo anterior supone vencer algunos argumentos “realistas”, frecuentemente esgrimidos tanto por personeros del régimen como de la oposición. En Venezuela –se dice– no existe un totalitarismo porque (i) no se cometen los crímenes de la Unión Soviética o de la Alemania nazi, (ii) hay cierta libertad de expresión y, además, (iii) se producen elecciones periódicas.
Con respecto a lo primero, es obvio que no somos la Alemania nazi ni la URSS. Padecemos una patología política con sello propio, criolla. Ello no obsta, sin embargo, para catalogarla de totalitaria. La esencia del totalitarismo es la pretensión de transformar la naturaleza humana y de dominar por entero a la persona y a la sociedad. Ésa es, vale decir, la aspiración suprema de la revolución bolivariana. Así lo demuestran las palabras del Comandante y, sobre todo, sus acciones. Si dicha dominación no es mayor, es porque los venezolanos nos resistimos a ser esclavos. Pero ello no significa que la naturaleza del régimen no sea totalitaria. Así como no deja de ser cáncer un tumor tratado con quimioterapia, tampoco el régimen deja de ser totalitario porque lo refrenemos.
En cuanto a lo segundo, no es verdad que haya libertad de expresión en Venezuela. Primero, porque el régimen controla cubierta o encubiertamente la mayor parte de los medios de comunicación, utilizándolos para el despliegue de su aparato propagandístico, para el adoctrinamiento de sus partidarios y para la siembra del terror a través de la amenaza y la difamación. Y segundo, porque la expresión de la palabra libre en los medios no oficialistas ni autocensurados está modulada por el chavismo: si ésta coadyuva a mantener alguna apariencia de tolerancia, se la permite. Si no conviene a tal efecto o no se la soporta, entonces se activan la persecución penal y la retaliación.
Por último, en Venezuela hay elecciones mas no respeto por la voluntad popular. El régimen ha impregnado la opinión pública, incluyendo vastos sectores opositores, de una visión formalista de la democracia. Ha hecho pensar que democracia es sinónimo de “voto popular”, con independencia de las condiciones de justicia electoral y del Estado constitucional. De este modo, ocurre algo tan grave como paradójico: la mayor dificultad para comprender la naturaleza del régimen y asumir que enfrentamos una autocracia totalitaria es nuestra propia idea de democracia, hueca y sin valores. Cuando la cambiemos, cuando la dotemos de contenido y de substantividad, estaremos en capacidad de alcanzar la claridad referida por Jaspers. Entonces haremos de la verdad nuestra arma bacteriológica. Sobrevendrá la libertad. Podremos llamar las cosas por su nombre: democracia, a la democracia verdadera; y totalitarismo, a la revolución bolivariana.
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domingo, 30 de mayo de 2010
martes, 25 de mayo de 2010
Chávez relativista // Juan Miguel Matheus
Las dos semanas anteriores dedicamos nuestros artículos al relativismo y a la ley natural. Lo hicimos desde una perspectiva general. Sostuvimos que el relativismo es, en el fondo, una negación de la ley natural, que priva de referentes morales tanto a las personas concretas como a los sistemas políticos y sociales. Bajo la dictadura del relativismo la ley natural no puede ser el fundamento de la convivencia democrática, pues el vacío moral que caracteriza a esta autocracia contemporánea conduce a que “el humor de las mayorías o de los más fuertes se convierta en el criterio del bien o del mal” (Benedicto XVI).
Ahora queremos concretar ambos temas en la situación venezolana. El epicentro de nuestra crisis política y moral está en la verdad. El régimen de Hugo Chávez se sostiene por la mentira sistemática, es decir, por la negación generalizada y deliberada de la verdad que representa la ley natural. Para ello cuenta con el aparato de poder estatal, con los recursos de las arcas públicas y con la estructura propagandística de la revolución. El régimen no hace más que imponer por la fuerza su “verdad relativa” e inhumana, su visión del hombre y de la sociedad: el marxismo.
Piénsese en la siembra del odio y del resentimiento, en el fomento de la lucha de clases, que tienen como oficio los personeros del régimen. Piénsese en el adoctrinamiento ideológico con el cual se emponzoña a nuestra juventud y se secuestra el futuro del país. Piénsese en el afán de hacernos vivir en la zozobra y en el miedo, en la instrumentalización de la justicia penal con fines de terror, que están sufriendo los comisarios Simonovis, Forero y Vivas, así como todos nuestros presos políticos. Piénsese en la pretensión de aniquilar la libertad de pensamiento, de imponer un pensamiento único, de criminalizar la opinión y la disidencia. Piénsese en la devastación de la economía y de la propiedad privada para esclavizar a los venezolanos, para hacer depender la satisfacción de sus necesidades básicas –cuales siervos– del poder omnímodo de Hugo Chávez. ¿Acaso no es verdad que todas las anteriores son situaciones de injusticia, que vulneran la dignidad humana y, por lo tanto, la ley natural? Sí, es verdad. Y no hay estructura de poder ni aparato propagandístico que puedan ocultarlo.
En este punto queremos llamar la atención sobre lo siguiente: la caída del régimen llegará cuando quienes lo adversen entiendan que debemos luchar por la verdad y por la justicia contenidas en la ley natural, y no meramente por derrotar situaciones con las cuales estamos en desacuerdo. La tarea política –si es honesta– tiene que ser concebida como un servicio a la verdad, no a nosotros mismos. Dentro de nuestros líderes de oposición hay algunos que luchan por reivindicar la ley natural y rechazan el relativismo. Nos consta. Pero la mayoría de ellos no lo hace. Conciente o inconcientemente siguen albergando ese venenoso relativismo, que tanto favorece a Hugo Chávez. A ellos queremos recordarles unas palabras de Juan Pablo II: “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. Sólo anclados en la verdad recobraremos la auténtica libertad. Lo lograremos.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Ahora queremos concretar ambos temas en la situación venezolana. El epicentro de nuestra crisis política y moral está en la verdad. El régimen de Hugo Chávez se sostiene por la mentira sistemática, es decir, por la negación generalizada y deliberada de la verdad que representa la ley natural. Para ello cuenta con el aparato de poder estatal, con los recursos de las arcas públicas y con la estructura propagandística de la revolución. El régimen no hace más que imponer por la fuerza su “verdad relativa” e inhumana, su visión del hombre y de la sociedad: el marxismo.
Piénsese en la siembra del odio y del resentimiento, en el fomento de la lucha de clases, que tienen como oficio los personeros del régimen. Piénsese en el adoctrinamiento ideológico con el cual se emponzoña a nuestra juventud y se secuestra el futuro del país. Piénsese en el afán de hacernos vivir en la zozobra y en el miedo, en la instrumentalización de la justicia penal con fines de terror, que están sufriendo los comisarios Simonovis, Forero y Vivas, así como todos nuestros presos políticos. Piénsese en la pretensión de aniquilar la libertad de pensamiento, de imponer un pensamiento único, de criminalizar la opinión y la disidencia. Piénsese en la devastación de la economía y de la propiedad privada para esclavizar a los venezolanos, para hacer depender la satisfacción de sus necesidades básicas –cuales siervos– del poder omnímodo de Hugo Chávez. ¿Acaso no es verdad que todas las anteriores son situaciones de injusticia, que vulneran la dignidad humana y, por lo tanto, la ley natural? Sí, es verdad. Y no hay estructura de poder ni aparato propagandístico que puedan ocultarlo.
En este punto queremos llamar la atención sobre lo siguiente: la caída del régimen llegará cuando quienes lo adversen entiendan que debemos luchar por la verdad y por la justicia contenidas en la ley natural, y no meramente por derrotar situaciones con las cuales estamos en desacuerdo. La tarea política –si es honesta– tiene que ser concebida como un servicio a la verdad, no a nosotros mismos. Dentro de nuestros líderes de oposición hay algunos que luchan por reivindicar la ley natural y rechazan el relativismo. Nos consta. Pero la mayoría de ellos no lo hace. Conciente o inconcientemente siguen albergando ese venenoso relativismo, que tanto favorece a Hugo Chávez. A ellos queremos recordarles unas palabras de Juan Pablo II: “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. Sólo anclados en la verdad recobraremos la auténtica libertad. Lo lograremos.
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lunes, 17 de mayo de 2010
Se llama ley natural //Juan Miguel Matheus
En nuestro artículo “Si no existe, ¿por qué luchamos?” (El Universal, 13-5-2010), hablamos sobre la necesidad de combatir la dictadura del relativismo. La verdad moral –dijimos– sí existe. No es relativa ni depende de la voluntad de los hombres. Tampoco está sujeta a los caprichos y/o vaivenes de una mayoría democrática. De lo contrario justicia sería lo que conviene al más fuerte. Da lo mismo que se trate de un autócrata o de alguien con el apoyo de los votos.
Tales afirmaciones generaron reacciones. Recibimos docenas de correos. Algunos lectores compartían que no toda conducta es moralmente válida, aunque sea permitida por las leyes positivas o aceptada por la sociedad. Otros manifestaron su desacuerdo. Una posición anti-relativista les parece “soberbia”, “poco fiable” para la “tolerancia democrática”. ¿Quién tiene –preguntaban– la autoridad de determinar qué es la verdad?
Al respecto hemos de decir que esa autoridad no reside en ninguna persona. La verdad moral deriva de la ley natural y ésta, a su vez, de la naturaleza humana. Todos los hombres poseemos una forma de ser particular: la humanidad. Existimos como una unidad corpóreo-espiritual, somos libres y responsables, y estamos dotados de inteligencia y voluntad. El objeto de la inteligencia es la verdad. El de la voluntad, el bien. La ley natural es, en este sentido, un principio de acción que permite a la inteligencia iluminar la voluntad sobre lo que resulta beneficioso/perjudicial para la naturaleza humana y, por lo tanto, debe procurarse/evitarse.
La ley natural está, así, al alcance de la razón humana. Todos los hombres de todos los tiempos pueden descubrir sus exigencias. Por eso Aristóteles se refirió a ella como “lo justo universal”. Es cierto, sin embargo, que la razón puede nublarse en el descubrimiento de los modos concretos de vivir la ley natural. Ello es consecuencia de nuestra capacidad de obrar el mal, de lo que en clave judeo-cristiana se denomina pecado original. Por eso toda persona tiene el deber de formar su conciencia para estar en mejores condiciones de aferrarse a la ley natural. Pero los políticos tienen una especial responsabilidad en esta materia, pues su función es procurar las condiciones en las cuales los ciudadanos se adhieran libremente a la ley natural.
Cuando un político se divorcia de la ley natural (aborto, matrimonio homosexual, abolición de la propiedad privada, supresión de la libertad de pensamiento), comienza lo que Eric Voegelin llamó rebelión gnóstica: un proceso por el cual un hombre o grupo de hombres impone, en virtud de un supuesto conocimiento más profundo de la naturaleza humana, su concepción relativa de la verdad y del bien, con el fin de alcanzar alguna utopía (el hombre nuevo, acabar las injusticias sociales, derrotar el imperialismo yankee, etc.). Allí estriba la verdadera soberbia, esencia del totalitarismo y causa de corrupción de las democracias sin valores. Eso es lo que está pasando en Venezuela. Su mayor nutriente es el relativismo, que debemos enfrentar sin descanso. Mientras no lo hagamos seguimos a merced de la barbarie. Manos a la obra.
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Tales afirmaciones generaron reacciones. Recibimos docenas de correos. Algunos lectores compartían que no toda conducta es moralmente válida, aunque sea permitida por las leyes positivas o aceptada por la sociedad. Otros manifestaron su desacuerdo. Una posición anti-relativista les parece “soberbia”, “poco fiable” para la “tolerancia democrática”. ¿Quién tiene –preguntaban– la autoridad de determinar qué es la verdad?
Al respecto hemos de decir que esa autoridad no reside en ninguna persona. La verdad moral deriva de la ley natural y ésta, a su vez, de la naturaleza humana. Todos los hombres poseemos una forma de ser particular: la humanidad. Existimos como una unidad corpóreo-espiritual, somos libres y responsables, y estamos dotados de inteligencia y voluntad. El objeto de la inteligencia es la verdad. El de la voluntad, el bien. La ley natural es, en este sentido, un principio de acción que permite a la inteligencia iluminar la voluntad sobre lo que resulta beneficioso/perjudicial para la naturaleza humana y, por lo tanto, debe procurarse/evitarse.
La ley natural está, así, al alcance de la razón humana. Todos los hombres de todos los tiempos pueden descubrir sus exigencias. Por eso Aristóteles se refirió a ella como “lo justo universal”. Es cierto, sin embargo, que la razón puede nublarse en el descubrimiento de los modos concretos de vivir la ley natural. Ello es consecuencia de nuestra capacidad de obrar el mal, de lo que en clave judeo-cristiana se denomina pecado original. Por eso toda persona tiene el deber de formar su conciencia para estar en mejores condiciones de aferrarse a la ley natural. Pero los políticos tienen una especial responsabilidad en esta materia, pues su función es procurar las condiciones en las cuales los ciudadanos se adhieran libremente a la ley natural.
Cuando un político se divorcia de la ley natural (aborto, matrimonio homosexual, abolición de la propiedad privada, supresión de la libertad de pensamiento), comienza lo que Eric Voegelin llamó rebelión gnóstica: un proceso por el cual un hombre o grupo de hombres impone, en virtud de un supuesto conocimiento más profundo de la naturaleza humana, su concepción relativa de la verdad y del bien, con el fin de alcanzar alguna utopía (el hombre nuevo, acabar las injusticias sociales, derrotar el imperialismo yankee, etc.). Allí estriba la verdadera soberbia, esencia del totalitarismo y causa de corrupción de las democracias sin valores. Eso es lo que está pasando en Venezuela. Su mayor nutriente es el relativismo, que debemos enfrentar sin descanso. Mientras no lo hagamos seguimos a merced de la barbarie. Manos a la obra.
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jueves, 13 de mayo de 2010
La ley natural. La defensa contra los atropellos de la ley // Rodrigo Martínez Murillo
Fuente: Virtudes y Valores
Lo que antes era evidente, ahora no lo es tanto. ¿Se pueden casar con todos los derechos dos personas del mismo sexo? ¿Quién y por qué decide si una vida es digna de vivirse o no? ¿La madre puede disponer del ser que aún lleva en su vientre? Cuestiones que antes se veían claramente como buenas o malas, ahora la sociedad las pone en duda. Los valores basados en el humanismo cristiano se ponen entre paréntesis y lo obvio ya no lo es tanto. ¿Es suficiente apelar a lo que marca la ley, a lo que dice el 51% de los parlamentarios para que algo sea lícito o no?
En un primer momento tenemos que aceptar que no toda ley, aunque sea legítimamente constituida, es ya de por sí buena. Recordemos, como clásico ejemplo, que Hitler ascendió al poder de manera democrática, y no hay nadie en su justo juicio que apruebe las leyes de tal gobierno. Si aceptamos que la norma definitiva de nuestro actuar es la ley civil, haremos de la moralidad, de lo bueno y de lo lícito, un instrumento en manos del partido en turno o de grupos de poder económico e ideológico con pocos escrúpulos. Hay cosas que por su naturaleza son buenas o malas, y por lo tanto, inaceptables, aunque reciban el consenso de la mayoría. La Iglesia Católica, apoyándose en una rica tradición filosófica, cree encontrar este baluarte, fundamento de toda moral y legislación, por el que se puede discernir entre el bien y el mal por encima de las leyes civiles: la ley moral natural.
¿Qué es esta ley natural tan mencionada por los moralistas y anti-moralistas? Es el principio que «expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir, mediante la razón, lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1954). Cuando compramos un aparato, lo primero que hacemos es ver las instrucciones. De utilizar el aparato según las reglas que le puso el fabricante, depende su buen o mal funcionamiento. No nos funcionará una computadora de 220 V en una corriente de 110 V, y si conectamos un aparato en una corriente de voltaje superior a la marcada, seguramente lo quemaremos.
La ley natural es ese conjunto de “instrucciones de uso” que el Creador ha puesto en el hombre para su “buen funcionamiento”, con la peculiaridad de que el hombre, a diferencia de los artefactos y de los otros seres vivientes, puede conocer sus propias leyes. Por su inteligencia es capaz de conocer la ley natural y de seguirla o no seguirla, aunque sabe que al no seguirla actúa erróneamente. La ley natural se nos manifiesta de modo inmediato, casi intuitivo. Por eso sentimos la inclinación, podríamos decir “quasi innata”, sin que nadie nos lo diga de hacer el bien y evitar el mal, de respetar la vida y los bienes de los demás, de cumplir los pactos contraidos, de decir la verdad, aunque a veces se sientan dificultades en percibirlo o haya que vencer nuestras inclinaciones al mal.
La ley natural no ha sido un invento de la Iglesia o un “dogma”. Es una de las muchas verdades accesibles a la razón del hombre de las que la Iglesia, maestra perenne de humanidad, se ha hecho portadora enriqueciéndola con la luz de la Revelación. Algunos paganos, tiempo antes de la venida de Cristo, dieron clarividentes intuiciones de la ley natural. En “Antígona”, la famosa tragedia de Sófocles, el autor pone en boca de la protagonista la existencia de una “ley no escrita” (ágraphos nómos) por encima de las leyes escritas: «Tus prohibiciones, Creonte, no son tan fuertes para poder violar la ley no escrita, fijada por los dioses, aquellas que ninguno sabe cuando fueron establecidas porque no viven desde hoy o desde ayer, sino desde toda la eternidad» (Antígona, vv. 563 ss). Cicerón, el más grande orador romano, afirma: «Existe una ley verdadera, una razón recta, conforme a la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, tal que interpela a los hombres con sus mandatos a hacer su deber o a impedirles hacer el mal. Esta ley no es diversa en Roma o en Atenas. No es diversa ahora o mañana. Es una ley inmutable y eterna cuyo único autor, intérprete y legislador es Dios.» (De republica III, 22, 33).
En base a la distinción entre ley natural y ley civil o positiva podemos hacer la distinción entre legalidad y legitimidad. Legalidad es la conformidad con la ley escrita, aquella fijada por el poder político. Legitimidad es la conformidad con la ley natural. Toda ley es legal por el hecho de ser emanada por la autoridad competente, pero no todas las leyes son legítimas o justas. Sólo la ley natural permite definir la legitimidad de una ley. Si una ley viola la ley natural, dice Santo Tomás de Aquino, no será más ley, sino corrupción de la ley «non erit lex, sed legis corruptio» (S. Th. I-II, q. 95, a. 3). Pero si una ley escrita es conforme a la ley natural, obedecerla es un deber.
El Santo Padre Benedicto XVI, desde que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había visto la importancia de que las leyes civiles estuvieran fundamentadas en la ley natural, y había advertido las consecuencias de su olvido. Llegó a identificar el conflicto ético presente con la crisis del reconocimiento de la ley natural. Por eso encomendó a la Comisión Teológica Internacional un estudio sobre este argumento, que ya está terminándose.
El 12 de febrero de 2007, ante 200 participantes de un Congreso Internacional sobre el Derecho Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, Benedicto XVI volvió a remarcar la importancia de la ley natural para toda legislación como la expresión de esas «normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas».
El reconocimiento o negación de la ley natural tiene aplicaciones de vida o muerte. «La ley inscrita en la naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad» añadió el Papa en el citado discurso. «La verdadera garantía», pero bien podemos decir la única garantía. Si cayese la ley natural, caería el fundamento absoluto de la dignidad humana y toda ley sería mutable y relativa. Los derechos humanos dependerían de lo que dicte la mayoría de los votos. Sin el parapeto de la ley y el derecho natural, el hombre está a merced de lo que dicten personas poderosas, pero sin ningún escrúpulo de conciencia. Entonces no hay ningún impedimento para hacer de las personas auténticos conejillos de Indias, para hacer de los embriones un banco de órganos, para llenar en poco tiempo los bolsillos de los abortistas, o para eliminar enfermos terminales y ancianos en los hospitales ahorrando un poco del erario público.
El Papa y la Iglesia no pueden dejar de proclamar la verdad sobre el hombre, y por lo tanto, sus derechos naturales como el derecho a la vida. Cada persona es única y tiene dignidad y valor absoluto por ser imagen y semejanza de Dios. Por esta enconada lucha, creyentes y no creyentes ven en la Iglesia la voz de los derechos humanos.
Lo que antes era evidente, ahora no lo es tanto. ¿Se pueden casar con todos los derechos dos personas del mismo sexo? ¿Quién y por qué decide si una vida es digna de vivirse o no? ¿La madre puede disponer del ser que aún lleva en su vientre? Cuestiones que antes se veían claramente como buenas o malas, ahora la sociedad las pone en duda. Los valores basados en el humanismo cristiano se ponen entre paréntesis y lo obvio ya no lo es tanto. ¿Es suficiente apelar a lo que marca la ley, a lo que dice el 51% de los parlamentarios para que algo sea lícito o no?
En un primer momento tenemos que aceptar que no toda ley, aunque sea legítimamente constituida, es ya de por sí buena. Recordemos, como clásico ejemplo, que Hitler ascendió al poder de manera democrática, y no hay nadie en su justo juicio que apruebe las leyes de tal gobierno. Si aceptamos que la norma definitiva de nuestro actuar es la ley civil, haremos de la moralidad, de lo bueno y de lo lícito, un instrumento en manos del partido en turno o de grupos de poder económico e ideológico con pocos escrúpulos. Hay cosas que por su naturaleza son buenas o malas, y por lo tanto, inaceptables, aunque reciban el consenso de la mayoría. La Iglesia Católica, apoyándose en una rica tradición filosófica, cree encontrar este baluarte, fundamento de toda moral y legislación, por el que se puede discernir entre el bien y el mal por encima de las leyes civiles: la ley moral natural.
¿Qué es esta ley natural tan mencionada por los moralistas y anti-moralistas? Es el principio que «expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir, mediante la razón, lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1954). Cuando compramos un aparato, lo primero que hacemos es ver las instrucciones. De utilizar el aparato según las reglas que le puso el fabricante, depende su buen o mal funcionamiento. No nos funcionará una computadora de 220 V en una corriente de 110 V, y si conectamos un aparato en una corriente de voltaje superior a la marcada, seguramente lo quemaremos.
La ley natural es ese conjunto de “instrucciones de uso” que el Creador ha puesto en el hombre para su “buen funcionamiento”, con la peculiaridad de que el hombre, a diferencia de los artefactos y de los otros seres vivientes, puede conocer sus propias leyes. Por su inteligencia es capaz de conocer la ley natural y de seguirla o no seguirla, aunque sabe que al no seguirla actúa erróneamente. La ley natural se nos manifiesta de modo inmediato, casi intuitivo. Por eso sentimos la inclinación, podríamos decir “quasi innata”, sin que nadie nos lo diga de hacer el bien y evitar el mal, de respetar la vida y los bienes de los demás, de cumplir los pactos contraidos, de decir la verdad, aunque a veces se sientan dificultades en percibirlo o haya que vencer nuestras inclinaciones al mal.
La ley natural no ha sido un invento de la Iglesia o un “dogma”. Es una de las muchas verdades accesibles a la razón del hombre de las que la Iglesia, maestra perenne de humanidad, se ha hecho portadora enriqueciéndola con la luz de la Revelación. Algunos paganos, tiempo antes de la venida de Cristo, dieron clarividentes intuiciones de la ley natural. En “Antígona”, la famosa tragedia de Sófocles, el autor pone en boca de la protagonista la existencia de una “ley no escrita” (ágraphos nómos) por encima de las leyes escritas: «Tus prohibiciones, Creonte, no son tan fuertes para poder violar la ley no escrita, fijada por los dioses, aquellas que ninguno sabe cuando fueron establecidas porque no viven desde hoy o desde ayer, sino desde toda la eternidad» (Antígona, vv. 563 ss). Cicerón, el más grande orador romano, afirma: «Existe una ley verdadera, una razón recta, conforme a la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, tal que interpela a los hombres con sus mandatos a hacer su deber o a impedirles hacer el mal. Esta ley no es diversa en Roma o en Atenas. No es diversa ahora o mañana. Es una ley inmutable y eterna cuyo único autor, intérprete y legislador es Dios.» (De republica III, 22, 33).
En base a la distinción entre ley natural y ley civil o positiva podemos hacer la distinción entre legalidad y legitimidad. Legalidad es la conformidad con la ley escrita, aquella fijada por el poder político. Legitimidad es la conformidad con la ley natural. Toda ley es legal por el hecho de ser emanada por la autoridad competente, pero no todas las leyes son legítimas o justas. Sólo la ley natural permite definir la legitimidad de una ley. Si una ley viola la ley natural, dice Santo Tomás de Aquino, no será más ley, sino corrupción de la ley «non erit lex, sed legis corruptio» (S. Th. I-II, q. 95, a. 3). Pero si una ley escrita es conforme a la ley natural, obedecerla es un deber.
El Santo Padre Benedicto XVI, desde que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había visto la importancia de que las leyes civiles estuvieran fundamentadas en la ley natural, y había advertido las consecuencias de su olvido. Llegó a identificar el conflicto ético presente con la crisis del reconocimiento de la ley natural. Por eso encomendó a la Comisión Teológica Internacional un estudio sobre este argumento, que ya está terminándose.
El 12 de febrero de 2007, ante 200 participantes de un Congreso Internacional sobre el Derecho Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, Benedicto XVI volvió a remarcar la importancia de la ley natural para toda legislación como la expresión de esas «normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas».
El reconocimiento o negación de la ley natural tiene aplicaciones de vida o muerte. «La ley inscrita en la naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad» añadió el Papa en el citado discurso. «La verdadera garantía», pero bien podemos decir la única garantía. Si cayese la ley natural, caería el fundamento absoluto de la dignidad humana y toda ley sería mutable y relativa. Los derechos humanos dependerían de lo que dicte la mayoría de los votos. Sin el parapeto de la ley y el derecho natural, el hombre está a merced de lo que dicten personas poderosas, pero sin ningún escrúpulo de conciencia. Entonces no hay ningún impedimento para hacer de las personas auténticos conejillos de Indias, para hacer de los embriones un banco de órganos, para llenar en poco tiempo los bolsillos de los abortistas, o para eliminar enfermos terminales y ancianos en los hospitales ahorrando un poco del erario público.
El Papa y la Iglesia no pueden dejar de proclamar la verdad sobre el hombre, y por lo tanto, sus derechos naturales como el derecho a la vida. Cada persona es única y tiene dignidad y valor absoluto por ser imagen y semejanza de Dios. Por esta enconada lucha, creyentes y no creyentes ven en la Iglesia la voz de los derechos humanos.
Si no existe, ¿por qué luchamos? // Juan Miguel Matheus
Un tema sobre el cual conviene volver una y otra vez es la relación entre política y verdad. Como señaló Joseph Ratzinger días antes de ser elegido Papa, la gran opresión contemporánea es la dictadura del relativismo, es decir, la actitud vital según la cual no existen verdades objetivas que encaucen a priori la conducta moral de las personas. Bajo este esquema la verdad depende de lo que piense o desee cada sujeto en cada circunstancia concreta. Nada es definitivo. Todo es relativo. Todo vale. Se argumenta que la libertad es el derecho a actuar de acuerdo a la propia verdad, y la tolerancia la disposición a respetar el ejercicio de una libertad así entendida.
Cuando el relativismo inunda lo político comienza un proceso que conlleva a la primacía del poder sobre la verdad y de la fuerza sobre la razón. Desde la perspectiva relativista la justicia es, como sostendría el sofista Trasímaco en el libro I de La república de Platón, "lo que conviene al más fuerte". Los choques de "verdades relativas" sólo pueden ser zanjados a través de la fuerza, de modo que la verdad moral -lo justo- termina siendo lo que imponga el más poderoso. Ello ocurre tanto en las autocracias (violaciones a DDHH, concentración de poderes, etc.) como en las democracias sin referentes morales (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, etc.). En ambos casos se hace patente la esencia de la dictadura del relativismo: el divorcio entre moralidad y convivencia política.
Lo anterior encuadrada en el caso venezolano. Enfrentamos un régimen que se edifica sobre la negación de la verdad, dentro del cual la justicia es lo que conviene al más fuerte. Para revertir esa situación es necesario que desterremos el relativismo de nuestros modos políticos. Dirigencia de oposición, académicos, estudiantes y ciudadanos: ninguno debe anclarse en el relativismo para enfrentar al régimen. Hacerlo equivaldría a colocar la lucha en términos de choque de "verdades relativas". En ese caso la meta no sería ahogar la mentira y la maldad en la verdad y en el bien sino imponer "nuestra verdad". Se trataría, dicho en criollo, de un quítate tú pa´ ponerme yo, de un deja de imponer pa´ imponer yo.
Si la verdad no existe, ¿por qué luchamos? Esta pregunta apunta al núcleo de las aspiraciones de quienes queremos liberar a Venezuela. Nuestra lucha no sólo ha de tener por norte salir del actual escollo sino, sobre todo, construir una sociedad virtuosa, en la cual cada venezolano viva de acuerdo a la verdad. Sería desafortunado derrotar al régimen para instaurar en Venezuela una democracia sin valores. Por eso el veneno del relativismo debe rechazarse desde ahora. De lo contrario será muy difícil construir una auténtica democracia. Seguiría latente el riesgo del totalitarismo. En palabras de Juan Pablo II, "si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder; una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". (Centesimus annus, N° 46).
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Cuando el relativismo inunda lo político comienza un proceso que conlleva a la primacía del poder sobre la verdad y de la fuerza sobre la razón. Desde la perspectiva relativista la justicia es, como sostendría el sofista Trasímaco en el libro I de La república de Platón, "lo que conviene al más fuerte". Los choques de "verdades relativas" sólo pueden ser zanjados a través de la fuerza, de modo que la verdad moral -lo justo- termina siendo lo que imponga el más poderoso. Ello ocurre tanto en las autocracias (violaciones a DDHH, concentración de poderes, etc.) como en las democracias sin referentes morales (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, etc.). En ambos casos se hace patente la esencia de la dictadura del relativismo: el divorcio entre moralidad y convivencia política.
Lo anterior encuadrada en el caso venezolano. Enfrentamos un régimen que se edifica sobre la negación de la verdad, dentro del cual la justicia es lo que conviene al más fuerte. Para revertir esa situación es necesario que desterremos el relativismo de nuestros modos políticos. Dirigencia de oposición, académicos, estudiantes y ciudadanos: ninguno debe anclarse en el relativismo para enfrentar al régimen. Hacerlo equivaldría a colocar la lucha en términos de choque de "verdades relativas". En ese caso la meta no sería ahogar la mentira y la maldad en la verdad y en el bien sino imponer "nuestra verdad". Se trataría, dicho en criollo, de un quítate tú pa´ ponerme yo, de un deja de imponer pa´ imponer yo.
Si la verdad no existe, ¿por qué luchamos? Esta pregunta apunta al núcleo de las aspiraciones de quienes queremos liberar a Venezuela. Nuestra lucha no sólo ha de tener por norte salir del actual escollo sino, sobre todo, construir una sociedad virtuosa, en la cual cada venezolano viva de acuerdo a la verdad. Sería desafortunado derrotar al régimen para instaurar en Venezuela una democracia sin valores. Por eso el veneno del relativismo debe rechazarse desde ahora. De lo contrario será muy difícil construir una auténtica democracia. Seguiría latente el riesgo del totalitarismo. En palabras de Juan Pablo II, "si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder; una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". (Centesimus annus, N° 46).
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miércoles, 5 de mayo de 2010
Formar a la juventud, ganar la patria // Juan Miguel Matheus
En los últimos años se ha manifestado un hecho altamente esperanzador: el fervor de patria de la juventud venezolana. No hay mal que por bien no venga. A pesar de la dificultad del momento, miles de jóvenes se han comprometido con el bien del país. Se han dispuesto a asumir el servicio público como un compromiso de vida. Muchos de ellos se orientan a ser políticos de profesión dentro de los partidos. Otros, a ser ciudadanos con una profunda conciencia cívica, cuya prioridad sea el beneficio de la sociedad y no el mero bienestar personal.
Esos jóvenes están respondiendo a un peculiar llamado: la vocación política. A eso hay que prestarle atención. No abundan los países en los cuales miles de jóvenes se quieran dedicar a la política. En ese sentido, somos afortunados. Tenemos un valiosísimo tesoro, que supone una gran responsabilidad para toda la sociedad civil, incluidos, por supuesto, los partidos. Es necesario crear las estructuras (ONGs, institutos, think tanks) y las condiciones materiales (financiamientos, becas, salarios) en las cuales sea posible cultivar la vocación política de nuestros muchachos a lo largo y ancho del país. En eso todos podemos arrimar el hombro.
Cultivar la vocación política de esos jóvenes significa acompañarlos en el proceso de formación de sus cabezas y de sus corazones, así como en la adquisición de algunas herramientas o habilidades. De sus cabezas, para que entiendan la complejidad de los problemas de la vida social, así como los principios que, aplicados al contexto concreto de Venezuela, deben inspirar las acciones para resolverlos. De sus corazones (aquí yace lo más importante), porque tales acciones deben estar presididas por el ejercicio de la virtud: un político ha de ser una persona capaz de encarnar la verdad, alguien que actúa de acuerdo a su conciencia para procurar el bien moral en su propia vida y, a partir de éste, darse a la tarea de buscarlo para los demás. Y finalmente, hay que darles las herramientas necesarias para dotar de eficacia su futura acción política: oratoria, técnicas de negociación, comunicación política, técnicas de creación de redes entre grupos y sectores sociales, etcétera.
Actualmente hay dos agrupaciones que llaman la atención por el modo en que cultivan la vocación política de los jóvenes: Futuro Presente y FORMA. Son instituciones que vienen sembrando el porvenir de una manera perseverante, cuyos frutos ya son apreciables. De allí que merezcan un reconocimiento público, apoyo y aliento. También hay que procurar la existencia de más agrupaciones de esa naturaleza y, sobre todo, propiciar que los partidos hagan de la formación de sus juventudes una prioridad real. La historia enseña que el porvenir de las naciones está en dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para mantener la esperanza. En eso consiste, precisamente, la formación política. Por eso formar a la juventud es, sin dudas, ganar la patria.
jmmfuma@gmail.com
@JuanMMatheus
Esos jóvenes están respondiendo a un peculiar llamado: la vocación política. A eso hay que prestarle atención. No abundan los países en los cuales miles de jóvenes se quieran dedicar a la política. En ese sentido, somos afortunados. Tenemos un valiosísimo tesoro, que supone una gran responsabilidad para toda la sociedad civil, incluidos, por supuesto, los partidos. Es necesario crear las estructuras (ONGs, institutos, think tanks) y las condiciones materiales (financiamientos, becas, salarios) en las cuales sea posible cultivar la vocación política de nuestros muchachos a lo largo y ancho del país. En eso todos podemos arrimar el hombro.
Cultivar la vocación política de esos jóvenes significa acompañarlos en el proceso de formación de sus cabezas y de sus corazones, así como en la adquisición de algunas herramientas o habilidades. De sus cabezas, para que entiendan la complejidad de los problemas de la vida social, así como los principios que, aplicados al contexto concreto de Venezuela, deben inspirar las acciones para resolverlos. De sus corazones (aquí yace lo más importante), porque tales acciones deben estar presididas por el ejercicio de la virtud: un político ha de ser una persona capaz de encarnar la verdad, alguien que actúa de acuerdo a su conciencia para procurar el bien moral en su propia vida y, a partir de éste, darse a la tarea de buscarlo para los demás. Y finalmente, hay que darles las herramientas necesarias para dotar de eficacia su futura acción política: oratoria, técnicas de negociación, comunicación política, técnicas de creación de redes entre grupos y sectores sociales, etcétera.
Actualmente hay dos agrupaciones que llaman la atención por el modo en que cultivan la vocación política de los jóvenes: Futuro Presente y FORMA. Son instituciones que vienen sembrando el porvenir de una manera perseverante, cuyos frutos ya son apreciables. De allí que merezcan un reconocimiento público, apoyo y aliento. También hay que procurar la existencia de más agrupaciones de esa naturaleza y, sobre todo, propiciar que los partidos hagan de la formación de sus juventudes una prioridad real. La historia enseña que el porvenir de las naciones está en dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para mantener la esperanza. En eso consiste, precisamente, la formación política. Por eso formar a la juventud es, sin dudas, ganar la patria.
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