Sólo el amor de Cristo permanece
Benedicto XVI exhortó a los fieles a alzar claramente la voz en defensa del derecho a vivir en una sociedad que promueve el bienestar de sus ciudadanos, no una "jungla" de libertades arbitrarias. Lo hizo el jueves 18 de septiembre, por la tarde, en su homilía durante la misa celebrada al aire libre en Bellahouston Park, situado a unas tres millas del centro de Glasgow. Es el mismo parque donde Juan Pablo II celebró la Eucaristía durante su visita a Escocia en 1982. El Santo Padre se refirió, además, a temas que van desde los avances en el ecumenismo y la evangelización de la cultura, a la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. En la misa -fiesta litúrgica de san Ninián de Galloway, obispo itinerante y evangelizador de las poblaciones celtas, apóstol de Escocia (360-432)-, concelebraron con el Papa todos los obispos escoceses, encabezados por el cardenal O'Brien, arzobispo de San Andrés y Edimburgo. Participaron decenas de miles de personas, especialmente grupos parroquiales, religiosos y miembros de movimientos eclesiales de Escocia, así como numerosos peregrinos procedentes del norte de Ingleaterra y de Irlanda. Al inicio de la misa dirigió al Papa unas palabras de bienvenida monseñor Mario J. Conti, arzobispo de Glasgow. El Pontífice hizo un llamamiento a los laicos a seguir su llamada bautismal, siendo no sólo "ejemplos de fe en público", sino también promotores de la "sabiduría y la visión de la fe en el foro público".
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
"Está cerca de vosotros el reino de Dios" (Lc 10, 9). Con estas palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, os saludo a todos con gran afecto en el Señor. En verdad, el reino de Dios ya está entre nosotros. En esta celebración de la Eucaristía, en la que la Iglesia en Escocia se congrega en torno al altar en unión con el Sucesor de Pedro, reafirmemos nuestra fe en la Palabra de Cristo y nuestra esperanza en sus promesas, una esperanza que nunca defrauda. Saludo cordialmente al cardenal O'Brien y a los obispos escoceses. Agradezco en particulare al arzobispo Conti sus amables palabras de bienvenida de vuestra parte y expreso mi profunda gratitud por el trabajo que los Gobiernos británico y escocés y las autoridades municipales de Glasgow han llevado a cabo para que fuera posible esta circunstancia.
El Evangelio de hoy nos recuerda que Cristo continúa enviando a sus discípulos a todo el mundo para proclamar la venida de su reino y llevar su paz al mundo, empezando casa por casa, familia por familia, ciudad por ciudad. Vengo a vosotros, hijos espirituales de San Andrés, como heraldo de esa paz y a confirmaros en la fe de Pedro (cf. Lc 22, 32). Me dirijo a vosotros con emoción, no muy lejos del lugar donde mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II celebró la misa con vosotros, hace casi treinta años, recibido por la multitud más numerosa que jamás se haya visto en la historia de Escocia.
Muchas cosas han ocurrido en Escocia y en la Iglesia en este país desde aquella histórica visita. Compruebo con gran satisfacción que la invitación que el Papa Juan Pablo II os hizo para caminar unidos con vuestros hermanos cristianos, ha producido mayor confianza y amistad con los miembros de la Iglesia de Escocia, la Iglesia episcopal escocesa y otras. Os animo a continuar rezando y colaborando con ellos en la construcción de un futuro más luminoso para Escocia, basado en nuestra común herencia cristiana. En la primera lectura de hoy hemos escuchado el llamamiento de san Pablo a los romanos a reconocer que, como miembros del Cuerpo de Cristo, nos pertenecemos los unos a los otros (cf. Rm 12, 5) y debemos convivir respetándonos y amándonos mutuamente. En este espíritu, saludo a los representantes ecuménicos que nos honran con su presencia. Este año se conmemora el 450° aniversario de la Asamblea de la Reforma, y también el centenario de la Conferencia misionera mundial en Edimburgo, que es considerada por muchos como el origen del movimiento ecuménico moderno. Demos gracias a Dios por la promesa que representan el entendimiento y la cooperación ecuménica para un testimonio común de la verdad salvadora de la Palabra de Dios, en medio de los rápidos cambios de la sociedad actual.
Entre los diferentes dones que san Pablo enumera para la edificación de la Iglesia está el de enseñar (cf. Rm 12, 7). La predicación del Evangelio siempre ha ido acompañada por el interés por la palabra: la palabra inspirada por Dios y la cultura en la que esta palabra echa raíces y florece. Aquí, en Escocia, pienso por ejemplo en las tres universidades fundadas por los Papas durante la Edad Media, incluyendo la de San Andrés, que está a punto de celebrar el sexto centenario de su fundación. En los últimos treinta años, con la ayuda de las autoridades civiles, las escuelas católicas en Escocia han asumido el desafío de brindar una educación integral a un mayor número de estudiantes, y esto ha ayudado a los jóvenes no sólo en su camino de crecimiento espiritual y humano, sino también en su incorporación a la vida profesional y pública. Se trata de un signo de gran esperanza para la Iglesia, y animo a los profesionales católicos, a los políticos y profesores de Escocia a no perder nunca de vista que están llamados a poner sus talentos y su experiencia al servicio de la fe, trabajando por la cultura escocesa actual en todos sus ámbitos.
La evangelización de la cultura es de especial importancia en nuestro tiempo, cuando la "dictadura del relativismo" amenaza con oscurecer la verdad inmutable sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y su bien último. Hoy en día, algunos tratan de excluir de la esfera pública las creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una amenaza para la igualdad y la libertad. Sin embargo, la religión es en realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a cada persona como un hermano o hermana. Por este motivo, os invito en particular a vosotros, fieles laicos, en virtud de vuestra vocación y misión bautismal, a ser no sólo ejemplo de fe en público, sino también a plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y la visión de la fe. La sociedad actual necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y fragilidad. No tengáis miedo de prestar este servicio a vuestros hermanos y hermanas, y al futuro de vuestra amada nación.
San Ninián, cuya fiesta celebramos hoy, no tuvo miedo de elevar su voz en solitario. Siguiendo las huellas de los discípulos que nuestro Señor antes que él, Ninián fue uno de los primeros misioneros católicos en traer la buena noticia de Jesucristo a sus hermanos británicos. La iglesia de su misión en Galloway se convirtió en centro de la primera evangelización de este país. Este trabajo fue retomado más tarde por san Mungo, patrón de Glasgow, y por otros santos, entre los que debemos destacar a san Columba y santa Margarita. Inspirándose en ellos, muchos hombres y mujeres han trabajado durante siglos para transmitiros la fe. Esforzaos por ser dignos de esta gran tradición. Que la exhortación de san Pablo en la primera lectura sea para vosotros una inspiración constante: "En la actividad no seáis descuidados. En el espíritu manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación y sed asiduos a la oración" (Rm 12, 11-12).
Deseo dirigirme ahora en particular a los obispos de Escocia. Queridos hermanos, quiero animaros en vuestra guía pastoral de los católicos escoceses. Como sabéis, uno de vuestros primeros deberes pastorales es para con vuestros sacerdotes (cf. Presbyterorum ordinis, 7) y su santificación. Igual que ellos son alter Christus para la comunidad católica, vosotros lo sois para ellos. En vuestro ministerio fraterno con respecto a vuestros sacerdotes, vivid en plenitud la caridad que brota de Cristo, colaborando con todos ellos, y de modo especial con quienes tienen escaso contacto con sus hermanos en el sacerdocio. Rezad con ellos por las vocaciones, para que el Dueño de la mies envíe trabajadores a su mies (cf. Lc 10, 2). Ya que la Eucaristía hace la Iglesia, el sacerdocio es central para la vida de la Iglesia. Ocupaos personalmente de formar a vuestros sacerdotes como un cuerpo de hombres que alientan a otros a dedicarse totalmente al servicio de Dios todopoderoso. Cuidad también de vuestros diáconos, cuyo ministerio de servicio está asociado de manera especial al orden de los obispos. Sed padres y ejemplos de santidad para ellos, animándolos a crecer en conocimiento y sabiduría en el cumplimiento de la misión de predicar a la que han sido llamados.
Queridos sacerdotes de Escocia, estáis llamados a la santidad y al servicio del pueblo de Dios conformando vuestras vidas con el misterio de la cruz del Señor. Predicad el Evangelio con un corazón puro y con recta conciencia. Dedicaos sólo a Dios y seréis ejemplo luminoso de santidad, de vida sencilla y alegre para los jóvenes: ellos, por su parte, desearán seguramente unirse a vosotros en vuestro solícito servicio al pueblo de Dios. Que el ejemplo de san Juan Ogilvie, hombre abnegado, desinteresado y valiente, os inspire a todos. Igualmente, os animo a vosotros, monjes, monjas y religiosos de Escocia, a ser una luz puesta en lo alto de un monte, llevando una auténtica vida cristiana de oración y acción que sea testimonio luminoso del poder del Evangelio.
Por último, deseo dirigirme a vosotros, mis queridos jóvenes católicos de Escocia. Os apremio a llevar una vida digna de nuestro Señor (cf. Ef 4, 1) y de vosotros mismos. Hay muchas tentaciones que debéis afrontar cada día -droga, dinero, sexo, pornografía, alcohol- y que el mundo os dice que os darán felicidad, cuando, en verdad, estas cosas son destructivas y crean división. Sólo una cosa permanece: el amor personal de Jesucristo por cada uno de vosotros. Buscadlo, conocedlo y amadlo, y él os liberará de la esclavitud de la existencia deslumbrante, pero superficial, que propone frecuentemente la sociedad actual. Dejad de lado todo lo que es indigno y descubrid vuestra propia dignidad como hijos de Dios. En el Evangelio de hoy Jesús nos pide que oremos por las vocaciones: elevo mi súplica para que muchos de vosotros conozcáis y améis a Jesucristo y, a través de este encuentro, os dediquéis por completo a Dios, especialmente aquellos de vosotros que habéis sido llamados al sacerdocio y a la vida religiosa. Este es el desafío que el Señor os dirige hoy: la Iglesia ahora os pertenece a vosotros.
Queridos amigos, una vez más expreso mi alegría por poder celebrar esta misa con vosotros. Y me siento feliz de poder aseguraros mis oraciones en la antigua lengua de vuestro país: Sìth agus beannachd Dhe dhuib uile; Dia bhi timcheall oirbh; agus gum beannaicheadh Dia Alba. La paz y la bendición de Dios estén con todos vosotros; que Dios os proteja; y que Dios bendiga al pueblo de Escocia.
domingo, 19 de septiembre de 2010
jueves, 16 de septiembre de 2010
Presentación del libro sobre la Ley Orgánica de Procesos Electorales // José Ignacio González*
*Director del Centro de Estudios de Derecho Público de la Universidad Monteávila.
Palabras pronunciadas en el Auditorio principal
de la Universidad Monteávila el 16 de septiembre de 2010.
*
Poco más de doscientos años atrás, el 11 de junio de 1810, se publicó el Reglamento de elecciones y reunión de diputados de 1810, obra de Juan Germán Roscio. Su lectura permite adentrarnos en los orígenes de nuestro Derecho electoral, y también, en la concepción que de la democracia tuvieron los fundadores de nuestra República liberal, en el proceso jurídico que se inicia en 1810 y culmina, en el plano formal, con la Constitución de 1811.
En efecto, la Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII, con el acta del 19 de abril de 1810, cambió no sólo la concepción del poder –residenciado en el pueblo- sino también su propio fundamento, a partir de la idea de la representación. En concreto, deberíamos aludir a la falta de representación derivada tanto de la convocatoria a Cortes –en la cual la representación de los españoles de este mundo fue ciertamente menguada- como de la Regencia, órgano que, para la Junta, no podía ejercer “ningún mando ni jurisdicción sobre estos países, porque no ha sido constituido por el voto de estos fieles habitantes”. De allí que el Ayuntamiento de Caracas, constituido en Junta y con la incorporación de los Diputados del Pueblo (entre ellos, Roscio), asumió el ejercicio de la soberanía, para “formar cuanto antes el plan de administración y gobierno que sea más conforme a la voluntad general del pueblo”, postulando el carácter limitado del poder como defensa a la libertad.
Ese plan general se orientaría a la convocatoria del Congreso, con el expreso fin de promulgar la Constitución. Tal fue el propósito del Reglamento de Roscio, que diseñó las reglas de elección de los diputados, en lo que es nuestro primer texto de Derecho electoral. Pero conocía Roscio que el ejercicio de la soberanía no se agota con la sola elección de representantes: precisa además de reglas que limiten al poder arbitrario en defensa de la libertad. El desarrollo de este postulado, que resume la nueva concepción del Derecho público asumida entre nosotros, quedó magistralmente plasmada en la exposición del mencionado Reglamento. Allí se expone que el poder soberano debe ser delegado en representantes, pero restringiendo la delegación para que no puedan mandar con arbitrariedad, todo lo cual presupone la división de poderes. Para Roscio, como se expone en el Reglamento, las causas de las miserias que han minado la felicidad de los pueblos “se encuentra en la reunión de todos los poderes”. Y observa, con agudeza, que las arbitrariedades de los Ministros comenzaron cuando las Cortes nacionales –depositarias de la autoridad legislativa- dejaron de poner una barrera a los esfuerzos progresivos del despotismo.
La elección de representantes se justifica, entonces, en la necesidad de oponer controles al poder, en la convicción que es necesario limitar el poder en defensa de la libertad. Los principios que Roscio dibujó en el Reglamento quedaron luego justificados en su gran obra El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Allí la libertad se opone al despotismo, y este se aniquila con el establecimiento de reglas que controlen y limiten al poder, que sólo debe ser un poder racional. Tirano, para Roscio, es “cualquiera que haga pasar por ley irresistible su voluntad y palabra”. El poder, por el contrario, debe quedar fundamentado en la Ley, o lo que Roscio denomina la expresión del “voto general”, que es garantía de libertad, pues “depender de la voluntad de un hombre solo, es esclavitud”.
Queda así definida la libertad para Roscio: “el derecho que el hombre tiene para no someterse a una ley que no sea el resultado de la voluntad del pueblo de quien él es individuo, y para no depender de una autoridad que no se derive del mismo pueblo”. Libertad y democracia resultan, para Juan Germán Roscio, inescindibles: la democracia implica la sujeción del poder a la voluntad general; la ausencia de subordinación, es el despotismo, lo opuesto a la libertad. La democracia permite así la elección de los representantes de esa voluntad general, pero también, la necesaria sujeción del poder a la Ley.
**
Estos doscientos años, para los venezolanos, han sido un largo y tortuoso camino de búsqueda de la libertad en democracia. No ha sido tarea sencilla. Las bases de nuestra República liberal, tan bien definidas por Roscio, sufrieron –siguiendo a Luis Castro Leiva- una perversión por el lenguaje autoritario y militarista de los muchos caudillos que se han disputado el poder, al margen de la Ley y por ello, al margen de la democracia. La consecución de la República liberal –que fue el Proyecto definido desde 1811- se buscó por vías autocráticas. De allí lo que Germán Carreras Damas ha calificado como República liberal autocrática, que ha pervertido el lenguaje liberal entre nosotros, sin negar en todo caso su relevancia histórica entre nosotros.
Es por ello necesario insistir, volviendo a Roscio, que la democracia no es sólo elección de representantes: es además ejercicio racional del Poder con subordinación a la Ley. Como ha expuesto Joseph Ratzinger, la democracia “consigue la distribución y el mejor aval de la libertad individual y el respeto a los derecho humanos. Cuando hablamos en nuestros días de democracia, pensamos ante todo en este bien: la participación de todos en el poder, que es expresión de libertad”. Por ello, el Estado es, debe ser, un Estado limitado y subordinado a la libertad. Nada más peligroso a la libertad que la concepción mesiánica del Estado, como una entidad superior que debe llevar la felicidad a la humanidad creando nuevos hombres, creando un nuevo paraíso. Esa utopía –recordemos al Doctor Luis Ugalde, S.J.- conduce indefectiblemente a la concepción totalitaria del Estado, que es sinónimo del despotismo al cual hace doscientos años se opuso con mente preclara Juan Germán Roscio.
De allí que también debe rechazarse la visión de la democracia fundada en la simple regla de la mayoría que se impone sobre la minoría. La democracia no es cuestión de mayorías y minorías. Tampoco puede ser concebida como una contiende bélica en la cual es preciso liquidar al “enemigo”. Quien así piensa, lo hace en la convicción de ser poseedor de la verdad absoluta y perfecta, lo que no es más que la clara manifestación del Estado total. La democracia es más que mayorías: es respeto a la libertad natural del hombre. Lo contrario, es la vía para el relativismo y el despotismo.
***
El Centro de Estudios de Derecho Público se complace en participar en la presentación del libro sobre la Ley Orgánica de Procesos Electorales, coordinado por el Profesor y gran amigo Juan Miguel Matheus, y editada por la Editorial Jurídica Venezolana. Mi especial agradeciendo a ellos, a los autores y al profesor Allan R. Brewer-Carías, quien ha confeccionado el prólogo a la obra. También mi reconocimiento al Rector de la Universidad Monteávila, Dr. Joaquín Rodríguez, quien siempre nos ha apoyado en nuestra labor desde el Centro de Estudios de Derecho Público.
El estudio de esta Ley, y las próximas elecciones en las que participaremos los venezolanos –como sucedió hace doscientos años- constituye motivo para reflexionar, como muy limitadamente hemos procurado hacer, sobre la concepción de la democracia y su indisoluble unión con la libertad. La democracia, en síntesis, es la garantía frente a los que Juan Germán Roscio llamó los “invasores de la libertad”: aquellos conquistadores que “militan escudados de falsas doctrinas nacidas en los siglos de la oscuridad y el desorden”. El despotismo contra el cual luchó Roscio, son el relativismo y el totalitarismo de hoy, lo que justifica renovar nuestro camino por la libertad.
La Unión, septiembre de 2010
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entrevistas y otros
lunes, 30 de agosto de 2010
La purificación de nuestra Política // Juan Miguel Matheus
“En una hora de crisis, cuando el orden de una sociedad vacila y se desintegra, los problemas fundamentales de la existencia política en la historia son más fácilmente reconocibles que en períodos de relativa estabilidad”
(Eric Vöegelin, Nueva Ciencia de la Política)
La existencia social del hombre es una existencia histórica. Por eso los grandes hallazgos de la filosofía política han ocurrido en momentos de crisis. Cada autor plasma en sus obras las verdades que se abren paso entre las situaciones de conmoción que le ha tocado vivir. Platón y Aristóteles presenciaron el desmoronamiento del mundo helénico. La Ciudad de Dios de San Agustín muestra la crisis del Imperio romano y el proceso de síntesis de éste con el cristianismo. Y en su libro Elementos de Filosofía del Derecho, Hegel denota el profundo vacío espiritual en el cual estaba inmersa la civilización occidental.
Lo anterior resultó especialmente evidente durante el siglo XX. La emergencia de los totalitarismos reveló que el vacío espiritual reflejado en Hegel sí tenía consecuencias de injusticia en la vida social. Se hizo patente una de las verdades centrales de la política, a la cual Platón dedicó especial atención: que todo desorden social es la manifestación exterior de un desorden mayor, más profundo, en el alma de los hombres concretos. Los totalitarismos cobraron existencia porque las almas del tipo humano predominante en aquellas sociedades fueron infectadas por el virus totalitario. Quedó claro que es el corazón humano el lugar en donde se incuban, anidan y consienten las injusticias.
Hoy Venezuela atraviesa un momento de crisis. Vemos cómo el orden social se desintegra cada día. Es acaso la mayor crisis política y moral de nuestra historia. A pesar de haber padecido muchas autocracias a lo largo de 200 años de vida republicana, nunca habíamos soportado el peso de una autocracia totalitaria. Nuestra sociedad, en cuanto cuerpo orgánico, está infectada con el virus totalitario. Y lo está –duele decirlo– porque el alma del tipo humano que predomina, es decir, del criollo que modela el talante moral de las instituciones políticas y sociales, también lo está. Se trata de un fenómeno que trasciende la división régimen-adversarios del régimen. El virus totalitario está aquí y allá, en todos lados. De lo contrario la revolución bolivariana no se mantendría en pie.
Pero no hay mal que por bien no venga. Es esperanzador que, como advierte Vöegelin, los venezolanos estamos reconociendo más fácilmente los problemas fundamentales de la existencia política. Ahora somos más sensibles a la diferenciación entre barbarie y racionalidad. La Venezuela enferma de totalitarismo nos señala, por contraste, cómo ha de ser la Venezuela libre de totalitarismo. Hay un rico elemento pedagógico en la experiencia de pueblo que vivimos, que debe ser acogido como tesoro. Gracias al influjo de la parte de la población que no ha sucumbido al virus totalitario estamos descubriendo cómo será el deber ser de nuestra futura convivencia política, en paz y con justicia. La verdad está irradiando todo su esplendor. De este modo, en poco tiempo podríamos vernos curados. El porvenir está abierto. Presenciamos la purificación de nuestra Política.
Miembro de FORMA
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
(Eric Vöegelin, Nueva Ciencia de la Política)
La existencia social del hombre es una existencia histórica. Por eso los grandes hallazgos de la filosofía política han ocurrido en momentos de crisis. Cada autor plasma en sus obras las verdades que se abren paso entre las situaciones de conmoción que le ha tocado vivir. Platón y Aristóteles presenciaron el desmoronamiento del mundo helénico. La Ciudad de Dios de San Agustín muestra la crisis del Imperio romano y el proceso de síntesis de éste con el cristianismo. Y en su libro Elementos de Filosofía del Derecho, Hegel denota el profundo vacío espiritual en el cual estaba inmersa la civilización occidental.
Lo anterior resultó especialmente evidente durante el siglo XX. La emergencia de los totalitarismos reveló que el vacío espiritual reflejado en Hegel sí tenía consecuencias de injusticia en la vida social. Se hizo patente una de las verdades centrales de la política, a la cual Platón dedicó especial atención: que todo desorden social es la manifestación exterior de un desorden mayor, más profundo, en el alma de los hombres concretos. Los totalitarismos cobraron existencia porque las almas del tipo humano predominante en aquellas sociedades fueron infectadas por el virus totalitario. Quedó claro que es el corazón humano el lugar en donde se incuban, anidan y consienten las injusticias.
Hoy Venezuela atraviesa un momento de crisis. Vemos cómo el orden social se desintegra cada día. Es acaso la mayor crisis política y moral de nuestra historia. A pesar de haber padecido muchas autocracias a lo largo de 200 años de vida republicana, nunca habíamos soportado el peso de una autocracia totalitaria. Nuestra sociedad, en cuanto cuerpo orgánico, está infectada con el virus totalitario. Y lo está –duele decirlo– porque el alma del tipo humano que predomina, es decir, del criollo que modela el talante moral de las instituciones políticas y sociales, también lo está. Se trata de un fenómeno que trasciende la división régimen-adversarios del régimen. El virus totalitario está aquí y allá, en todos lados. De lo contrario la revolución bolivariana no se mantendría en pie.
Pero no hay mal que por bien no venga. Es esperanzador que, como advierte Vöegelin, los venezolanos estamos reconociendo más fácilmente los problemas fundamentales de la existencia política. Ahora somos más sensibles a la diferenciación entre barbarie y racionalidad. La Venezuela enferma de totalitarismo nos señala, por contraste, cómo ha de ser la Venezuela libre de totalitarismo. Hay un rico elemento pedagógico en la experiencia de pueblo que vivimos, que debe ser acogido como tesoro. Gracias al influjo de la parte de la población que no ha sucumbido al virus totalitario estamos descubriendo cómo será el deber ser de nuestra futura convivencia política, en paz y con justicia. La verdad está irradiando todo su esplendor. De este modo, en poco tiempo podríamos vernos curados. El porvenir está abierto. Presenciamos la purificación de nuestra Política.
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lunes, 23 de agosto de 2010
El rey del comunismo o del consentimiento político // Juan Miguel Matheus
El 21 de diciembre de 1989 Nicolás Ceaucesco se dirigió al pueblo rumano. Lo hizo, como era habitual, en la Plaza de la Revolución de Bucarest. Todos los medios de comunicación transmitieron en vivo la alocución presidencial. Fue una suerte de “cadena nacional de radio y de televisión” a la rumana. A pesar de la lacerante escasez de alimentos y del racionamiento severo de servicios básicos como la luz, el agua y el gas, Ceaucesco alabó las bondades de la economía socialista. Hizo una oda a los ideales marxistas y a los logros de su revolución.
Pero aquel día las cosas no ocurrieron según el libreto. Los rumanos decidieron abandonar la realidad paralela en la cual estaban inmersos. Renunciaron a vivir en la mentira. Dieron la espalda a la doble vida. Se acabó la esquizofrenia. Inesperadamente, la muchedumbre abucheó a Ceaucesco. El rey del comunismo, de verbo encantador y gestos invencibles, lució indefenso ante la avalancha de descontento. Su rostro sobrecogido penetró cada rincón de Rumania. Acto seguido el palacio Presidencial fue ocupado. Cuatro días después, el 25 de diciembre de 1989, se derramaría la única sangre que fue derramada luego de la caída del muro de Berlín: Nicolás Ceaucesco fue fusilado junto a su esposa Elena. El comunismo rumano finalizaba de mala manera.
El abucheo del pueblo rumano muestra una gran verdad de la filosofía política. Todo régimen –justo o injusto– se sostiene por el consentimiento de los gobernados/oprimidos. Es el principio que Hobbes denominó Government by consent. En una democracia verdadera la mayoría de la población consiente, por lo general, a través del voto, cuyo contenido y valor es respetado escrupulosamente. En una autocracia la mayoría de la población consiente por adhesión al autócrata, bien sea por conexión afectiva o por temor/omisión. La imposición de una autocracia siempre encuentra un correlato permisivo por parte de la mayoría de quienes la sufren. Por eso Hannah Arendt no dudaba en señalar que los totalitarismos gozan de altísimos niveles de aceptación hasta el mismísimo momento en que se derrumban…
Tales derrumbes suelen ser, además, súbitos. La historia enseña que los pueblos se cansan y gritan a las autocracias: “¡basta!”. Entonces el brillo de la verdad y de la justicia ilumina las conciencias y las aspiraciones de la gente. La sociedad se desintoxica del virus totalitario. Eso es, precisamente, lo que está pasando en Venezuela. Hay un descontento generalizado que es inocultable. En ello nada tienen que ver los resultados electorales ni las supersticiones provenientes de la encuestología. Presenciamos la quiebra del consentimiento que antes hacía ver como invencible a la revolución bolivariana. José Vicente Rangel se equivoca cuando, bajo el seudónimo de “Marciano”, sostiene que el pueblo venezolano se dice a sí mismo: “este Gobierno es malo, pero es mi Gobierno”. Todo lo contrario: el abucheo criollo parece estar empezando.
Miembro de FORMA
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Pero aquel día las cosas no ocurrieron según el libreto. Los rumanos decidieron abandonar la realidad paralela en la cual estaban inmersos. Renunciaron a vivir en la mentira. Dieron la espalda a la doble vida. Se acabó la esquizofrenia. Inesperadamente, la muchedumbre abucheó a Ceaucesco. El rey del comunismo, de verbo encantador y gestos invencibles, lució indefenso ante la avalancha de descontento. Su rostro sobrecogido penetró cada rincón de Rumania. Acto seguido el palacio Presidencial fue ocupado. Cuatro días después, el 25 de diciembre de 1989, se derramaría la única sangre que fue derramada luego de la caída del muro de Berlín: Nicolás Ceaucesco fue fusilado junto a su esposa Elena. El comunismo rumano finalizaba de mala manera.
El abucheo del pueblo rumano muestra una gran verdad de la filosofía política. Todo régimen –justo o injusto– se sostiene por el consentimiento de los gobernados/oprimidos. Es el principio que Hobbes denominó Government by consent. En una democracia verdadera la mayoría de la población consiente, por lo general, a través del voto, cuyo contenido y valor es respetado escrupulosamente. En una autocracia la mayoría de la población consiente por adhesión al autócrata, bien sea por conexión afectiva o por temor/omisión. La imposición de una autocracia siempre encuentra un correlato permisivo por parte de la mayoría de quienes la sufren. Por eso Hannah Arendt no dudaba en señalar que los totalitarismos gozan de altísimos niveles de aceptación hasta el mismísimo momento en que se derrumban…
Tales derrumbes suelen ser, además, súbitos. La historia enseña que los pueblos se cansan y gritan a las autocracias: “¡basta!”. Entonces el brillo de la verdad y de la justicia ilumina las conciencias y las aspiraciones de la gente. La sociedad se desintoxica del virus totalitario. Eso es, precisamente, lo que está pasando en Venezuela. Hay un descontento generalizado que es inocultable. En ello nada tienen que ver los resultados electorales ni las supersticiones provenientes de la encuestología. Presenciamos la quiebra del consentimiento que antes hacía ver como invencible a la revolución bolivariana. José Vicente Rangel se equivoca cuando, bajo el seudónimo de “Marciano”, sostiene que el pueblo venezolano se dice a sí mismo: “este Gobierno es malo, pero es mi Gobierno”. Todo lo contrario: el abucheo criollo parece estar empezando.
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lunes, 16 de agosto de 2010
La risa del Gran Hermano // Juan Miguel Matheus
La risa de Andrés Izarra en CNN nos hace recordar la novela 1984 de George Orwell. Dentro de la descripción que este autor hace de un totalitarismo imaginario, hay una característica que resalta de manera especial: la desfiguración sistemática y deliberada de la verdad. Desde las primeras páginas del libro queda claro que aquel régimen se nutre de la sumisión de las personas a las mentiras impuestas por el Gran Hermano, quien es –por decirlo de un modo familiar– el líder máximo de la revolución. Por eso el régimen se emplea a fondo en la confección de las “verdades oficiales” que deben ser asumidas por todos. Para ello dispone de los laboratorios del “Ministerio de la Verdad” (como cínicamente es llamado el Ministerio de Información), en los cuales se desfigura la realidad y se reescribe la historia.
Lo descrito por Orwell coincide con una de las dimensiones esenciales de los regímenes totalitarios. Allí en donde ha existido un totalitarismo ha anidado también una estructura de tergiversación de la realidad. Su función es construir las verdades oficiales y los símbolos que han de servir de clave hermenéutica para la interpretación de los acontecimientos y de la historia. Se trata de engranajes cuyo principio de acción es la famosa frase de Joseph Goebbels: “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Lo importante es justificar las cosas que ocurren según la conveniencia totalitaria, llamando blanco a lo que es negro y A a la Z (Karl Jaspers). Las palabras ya no se usan para comunicar la verdad sino para anestesiar, distraer, hipnotizar, intimidar y embrutecer.
Cuando Izarra se ríe de males como la violencia, la inseguridad y el accionar de cuerpos terroristas en territorio venezolano, no hace más que intentar sustituir la realidad por una “verdad oficial”. Aspira mostrar que (i) en Venezuela no está pasando nada, que (ii) la violencia es un artificio inventado por los enemigos de la revolución, y que (iii) las FARC y el ELN son entelequias ideadas por el imperialismo yankee para desplegar sus pretensiones de dominación sobre Latinoamérica. La risa de Izarra es, este sentido, la risa de Hugo Chávez frente a la realidad de las cosas. Responde al empeño de este último de colocarse por encima de todo y de todos, de ser señor de la historia y de las conciencias.
La mala noticia para Izarra es que la verdad cae por su propio peso. Siempre aplasta a la mentira. Ninguna carcajada puede acallar el dolor producido por los 130.000 muertos de los once años de régimen bolivariano. Ningún balbuceo es apto para ocultar que la revolución ha sembrado violencia por doquier y ha entregado la soberanía nacional a grupos terroristas. Por eso los venezolanos debemos mantenernos firmes ante la verdad. Tenemos que llamar las cosas por su nombre. El ejemplo a seguir es Wilson, el protagonista de la novela “1984”. Para zafarse de las mentiras del Gran Hermano y para preservar la dignidad de su conciencia, éste se repetía a sí mismo: “2 + 2 es 4, el fuego quema, el hielo enfría”. Si hacemos lo mismo resistiremos las manipulaciones de nuestro “Ministerio de la Verdad” (Ministerio del Poder Popular para la Comunicación e Información). No hay risa que valga.
Lo descrito por Orwell coincide con una de las dimensiones esenciales de los regímenes totalitarios. Allí en donde ha existido un totalitarismo ha anidado también una estructura de tergiversación de la realidad. Su función es construir las verdades oficiales y los símbolos que han de servir de clave hermenéutica para la interpretación de los acontecimientos y de la historia. Se trata de engranajes cuyo principio de acción es la famosa frase de Joseph Goebbels: “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Lo importante es justificar las cosas que ocurren según la conveniencia totalitaria, llamando blanco a lo que es negro y A a la Z (Karl Jaspers). Las palabras ya no se usan para comunicar la verdad sino para anestesiar, distraer, hipnotizar, intimidar y embrutecer.
Cuando Izarra se ríe de males como la violencia, la inseguridad y el accionar de cuerpos terroristas en territorio venezolano, no hace más que intentar sustituir la realidad por una “verdad oficial”. Aspira mostrar que (i) en Venezuela no está pasando nada, que (ii) la violencia es un artificio inventado por los enemigos de la revolución, y que (iii) las FARC y el ELN son entelequias ideadas por el imperialismo yankee para desplegar sus pretensiones de dominación sobre Latinoamérica. La risa de Izarra es, este sentido, la risa de Hugo Chávez frente a la realidad de las cosas. Responde al empeño de este último de colocarse por encima de todo y de todos, de ser señor de la historia y de las conciencias.
La mala noticia para Izarra es que la verdad cae por su propio peso. Siempre aplasta a la mentira. Ninguna carcajada puede acallar el dolor producido por los 130.000 muertos de los once años de régimen bolivariano. Ningún balbuceo es apto para ocultar que la revolución ha sembrado violencia por doquier y ha entregado la soberanía nacional a grupos terroristas. Por eso los venezolanos debemos mantenernos firmes ante la verdad. Tenemos que llamar las cosas por su nombre. El ejemplo a seguir es Wilson, el protagonista de la novela “1984”. Para zafarse de las mentiras del Gran Hermano y para preservar la dignidad de su conciencia, éste se repetía a sí mismo: “2 + 2 es 4, el fuego quema, el hielo enfría”. Si hacemos lo mismo resistiremos las manipulaciones de nuestro “Ministerio de la Verdad” (Ministerio del Poder Popular para la Comunicación e Información). No hay risa que valga.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Cáncer invertido // Juan Miguel Matheus
El 1 de enero de 1959 Fidel Castro marchó triunfante sobre La Habana. Así quedó sellada la victoria de su revolución. Ello trajo consigo un renovado aire de esperanza sobre las posibilidades de instaurar el marxismo a lo largo y ancho de América Latina. La "gesta" cubana sirvió de inspiración a los revolucionarios del continente. El fantasma del comunismo aceleró su recorrido acechante sobre los países caribeños y centroamericanos. Entre ellos estaban, por supuesto, Venezuela y Colombia. Ambas naciones vieron germinar un brote marxista que marcarían lo social, lo político y lo económico en los años sucesivos: las guerrillas.
En Venezuela la lucha guerrillera comenzó en 1961. Tuvo como detonante la primera división del partido Acción Democrática, ocurrida en 1960. El MIR -Movimiento de Izquierda Revolucionaria- fue la formación política que le sirvió de principal nutriente. En Colombia, por su parte, las guerrillas nacieron en 1964. Ese año cobraron vida tanto las FARC como el ELN. La primera, de inspiración marxista-leninista, estuvo liderada por el conocidísimo Manuel "Tirofijo" Marulanda. La segunda, también marxista-leninista, fue fundada por Fabio Vásquez Castaño bajo el influjo directo de Fidel Castro y de las ideas de la teología de la liberación.
Los venezolanos derrotamos las guerrillas marxistas luego de casi una década de lucha armada. Logramos la paz durante la primera presidencia de Rafael Caldera. Marxistas y trotskistas se incorporaron a la dinámica del sistema democrático. Asumieron sus reglas. Pero desafortunadamente, Colombia no corrió con la misma suerte. La semilla del marxismo creció robusta en la hermana República. Y con ella la violencia y la destrucción. El brote marxista de 1964 devino en una guerra civil que ha afectado a vastas regiones del territorio colombiano durante más de cuatro décadas. La gran ironía es que aquello que al principio se vendió como una empresa de liberación humana (la utopía marxista) se ha convertido en la coartada de dos males morales profundamente inhumanos: el terrorismo y las drogas.
Hoy, sin embargo, las situaciones se han intercambiado. La guerrilla marxista se ha transformado en un cáncer invertido. Mientras en Colombia se lo está extirpando después de años de devastación y zozobra, en Venezuela ha hecho metástasis en las estructuras del Estado. La semilla del marxismo germinó desde el Gobierno venezolano y se hace llamar a sí misma revolución bolivariana. Esto reviste mayor significación si se toma en consideración que el más importante factor por el cual Colombia no termina de alcanzar la paz es, precisamente, la protección deliberada del régimen de Hugo Chávez a las FARC y al ELN. Se trata de terroristas abrigando a terroristas. Ello explica, además, que la violencia (sicariato, secuestros, tráfico de drogas, etc.,) cabalgue campante en tierra venezolana.
Ganar la paz en Colombia pasa por volver a ganar la paz en Venezuela. La pregunta es: ¿cooperará el terrorismo en la lucha contra el terrorismo? La respuesta es evidente.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
En Venezuela la lucha guerrillera comenzó en 1961. Tuvo como detonante la primera división del partido Acción Democrática, ocurrida en 1960. El MIR -Movimiento de Izquierda Revolucionaria- fue la formación política que le sirvió de principal nutriente. En Colombia, por su parte, las guerrillas nacieron en 1964. Ese año cobraron vida tanto las FARC como el ELN. La primera, de inspiración marxista-leninista, estuvo liderada por el conocidísimo Manuel "Tirofijo" Marulanda. La segunda, también marxista-leninista, fue fundada por Fabio Vásquez Castaño bajo el influjo directo de Fidel Castro y de las ideas de la teología de la liberación.
Los venezolanos derrotamos las guerrillas marxistas luego de casi una década de lucha armada. Logramos la paz durante la primera presidencia de Rafael Caldera. Marxistas y trotskistas se incorporaron a la dinámica del sistema democrático. Asumieron sus reglas. Pero desafortunadamente, Colombia no corrió con la misma suerte. La semilla del marxismo creció robusta en la hermana República. Y con ella la violencia y la destrucción. El brote marxista de 1964 devino en una guerra civil que ha afectado a vastas regiones del territorio colombiano durante más de cuatro décadas. La gran ironía es que aquello que al principio se vendió como una empresa de liberación humana (la utopía marxista) se ha convertido en la coartada de dos males morales profundamente inhumanos: el terrorismo y las drogas.
Hoy, sin embargo, las situaciones se han intercambiado. La guerrilla marxista se ha transformado en un cáncer invertido. Mientras en Colombia se lo está extirpando después de años de devastación y zozobra, en Venezuela ha hecho metástasis en las estructuras del Estado. La semilla del marxismo germinó desde el Gobierno venezolano y se hace llamar a sí misma revolución bolivariana. Esto reviste mayor significación si se toma en consideración que el más importante factor por el cual Colombia no termina de alcanzar la paz es, precisamente, la protección deliberada del régimen de Hugo Chávez a las FARC y al ELN. Se trata de terroristas abrigando a terroristas. Ello explica, además, que la violencia (sicariato, secuestros, tráfico de drogas, etc.,) cabalgue campante en tierra venezolana.
Ganar la paz en Colombia pasa por volver a ganar la paz en Venezuela. La pregunta es: ¿cooperará el terrorismo en la lucha contra el terrorismo? La respuesta es evidente.
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lunes, 2 de agosto de 2010
Único e irrepetible // Juan Miguel Matheus
Fue Thomas Hobbes quien sostuvo por primera vez que la razón por la cual los hombres se agrupan políticamente es una particular pasión humana: el miedo a sufrir muerte violenta por manos de un igual. Ello imprime un talante especial a las relaciones políticas y, en concreto, al rol del Estado. En clave hobbesiana la razón de ser del Estado no es promover las condiciones para el bien común sino evitar ciertos males entre los cuales el primero es, precisamente, la muerte violenta de los ciudadanos. El segundo, que acaso también deba ser recordado, es la preservación de los derechos de propiedad.
Aunque tal planteamiento es un tanto reduccionista, alberga una verdad sobre la cual conviene reflexionar: las sociedades no son viables sin un respeto escrupuloso de la vida humana. Por eso los venezolanos tenemos que luchar para no resignarnos frente a las muertes violentas y/o antinaturales. Los 130.000 muertos de los últimos once años revelan una patología no sólo política sino cultural. En nuestra convivencia de pueblo se ha enquistado una cultura de muerte, que se contrapone a lo que debería ser el presupuesto primero y necesario de todo orden social: la cultura de la vida. Ninguna sociedad puede articularse para el bien común ni para la paz si en su seno no se garantiza la vida humana. De allí que nuestro reto sea devolverle a Venezuela la intangibilidad de la vida humana.
Cuando no se garantiza la vida humana se disgrega la sociedad. Ello se hace muy claro en el caso venezolano. Primero, por la falta de confianza entre unos y otros que imposibilita la vida en común. Hoy la medida de las relaciones humanas entre los venezolanos no es la confianza sino la desconfianza, no es la expansión de la interioridad sino el ensimismamiento. Y de manera más profunda subyace el miedo referido por Hobbes, que cargamos a cuestas y transmitimos inevitablemente a todos cuantos nos rodean, incluso a los niños. En segundo lugar, porque el miedo a perder la propia vida o la de los seres queridos se ha convertido en la más poderosa razón para abandonar el país. Los venezolanos no se marchan, por lo general, buscando mejoras económicas. Se van tratando de sobrevivir…
Las dimensiones del problema son, entonces, muy profundas. Nuestra vida común agoniza porque se nos hace difícil alcanzar lo que Aristóteles denominó ciudad de amigos, es decir, una comunidad política en la cual la amistad cívica –la confianza en el otro y en el bien querido por el otro– sea la fuente primera de la justicia en las relaciones humanas. Revertir la cultura de la muerte nos tomará décadas. No sólo para poder refrenar la escandalosa cantidad homicidios que desangra nuestro porvenir sino, sobre todo, para mudar la conciencia de todos los venezolanos a través de un impostergable proceso de formación cívica. Por eso debemos comenzar desde ahora, con esperanza y determinación. Debemos recordarnos que cada venezolano concreto es un proyecto en sí mismo, por cuya vida vale la pena luchar. Pero sobre todo debemos recordarnos que cada venezolano concreto es único e irrepetible. Perder a un venezolano es perder a Venezuela misma.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Aunque tal planteamiento es un tanto reduccionista, alberga una verdad sobre la cual conviene reflexionar: las sociedades no son viables sin un respeto escrupuloso de la vida humana. Por eso los venezolanos tenemos que luchar para no resignarnos frente a las muertes violentas y/o antinaturales. Los 130.000 muertos de los últimos once años revelan una patología no sólo política sino cultural. En nuestra convivencia de pueblo se ha enquistado una cultura de muerte, que se contrapone a lo que debería ser el presupuesto primero y necesario de todo orden social: la cultura de la vida. Ninguna sociedad puede articularse para el bien común ni para la paz si en su seno no se garantiza la vida humana. De allí que nuestro reto sea devolverle a Venezuela la intangibilidad de la vida humana.
Cuando no se garantiza la vida humana se disgrega la sociedad. Ello se hace muy claro en el caso venezolano. Primero, por la falta de confianza entre unos y otros que imposibilita la vida en común. Hoy la medida de las relaciones humanas entre los venezolanos no es la confianza sino la desconfianza, no es la expansión de la interioridad sino el ensimismamiento. Y de manera más profunda subyace el miedo referido por Hobbes, que cargamos a cuestas y transmitimos inevitablemente a todos cuantos nos rodean, incluso a los niños. En segundo lugar, porque el miedo a perder la propia vida o la de los seres queridos se ha convertido en la más poderosa razón para abandonar el país. Los venezolanos no se marchan, por lo general, buscando mejoras económicas. Se van tratando de sobrevivir…
Las dimensiones del problema son, entonces, muy profundas. Nuestra vida común agoniza porque se nos hace difícil alcanzar lo que Aristóteles denominó ciudad de amigos, es decir, una comunidad política en la cual la amistad cívica –la confianza en el otro y en el bien querido por el otro– sea la fuente primera de la justicia en las relaciones humanas. Revertir la cultura de la muerte nos tomará décadas. No sólo para poder refrenar la escandalosa cantidad homicidios que desangra nuestro porvenir sino, sobre todo, para mudar la conciencia de todos los venezolanos a través de un impostergable proceso de formación cívica. Por eso debemos comenzar desde ahora, con esperanza y determinación. Debemos recordarnos que cada venezolano concreto es un proyecto en sí mismo, por cuya vida vale la pena luchar. Pero sobre todo debemos recordarnos que cada venezolano concreto es único e irrepetible. Perder a un venezolano es perder a Venezuela misma.
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martes, 27 de julio de 2010
¿Trapos rojos? // Juan Miguel Matheus
“La crueldad es bien usada cuando se ejecuta
sobre todos de una vez, por razones de autopreservación [del poder]”
(Nicolás Maquiavelo, El Príncipe)
Es bien conocido el principio maquiavélico de la economía de la violencia. La violencia, dice Maquiavelo, es lícita en política. En su uso reside parte de la virtù de los gobernantes. Si la preservación del poder lo requiere, entonces la violencia (crueldad) debe ser empleada sin vacilación. El florentino pensaba que hay usos correctos y usos incorrectos de la violencia. Por uso correcto entendía el dañar a un tiempo a todos los adversarios y/o sujetos que hacen peligrar el ejercicio del poder. El uso incorrecto, por el contrario, conduce a una dosificación del daño a los adversarios.
Hoy vemos a un Hugo Chávez que parece aplicar la economía de la violencia. Se ensaña contra todo y en contra de todos. Enviste cuanto se atraviesa a su paso. Puesto en clave castrense, el muchacho de Sabaneta tiene abiertos varios frentes en los cuales presenta batalla. Los ataques a la Iglesia, la ruptura de relaciones diplomáticas con Colombia y la toma parcial de Globovisión son situaciones que ocupan las energías de los personeros del régimen. A ello hay que sumar otros asuntos que, en el contexto del totalitarismo bolivariano, ya se han convertido en cuestiones de simple administración: más presos políticos, insultos y difamaciones, ventajismo electoral, etc.
Frente a lo anterior es común escuchar la siguiente afirmación: “Mantengamos el foco. No caigamos en los trapos rojos del régimen. Sigamos enfrentándolo en los temas que verdaderamente afectan su popularidad de cara a las elecciones del 26-S: inseguridad, crisis económica y Pudreval”. Pareciera que en nombre de la táctica y de la estrategia se deja de lado el talante destructivo de la revolución chavista, a la vez que se le atribuye a ésta un carácter meramente disuasivo en su accionar.
Pero si hay algo que está claro es el foco del régimen: profundizar el totalitarismo marxista. Eso lo lleva a actuar violentamente. No puede obrar de otra manera. A su alrededor sólo ve amenazas y enemigos. Por eso los confronta. Aspira destruirlos. Es verdad que Hugo Chávez luce en su peor momento. Y también es verdad que la oposición ha de procurar sujetarse, en cuanto sea posible, a estrategias más o menos permanentes en la lucha en contra del Gobierno. Ello no impide, sin embargo, que se preste atención a las arremetidas de turno de Hugo Chávez. Generalmente se trata de cosas muy serias. Cuando el régimen agrede no hace nada distinto a cumplir sus objetivos de devastación. Aunque la solución final al problema que representan cada uno de los factores agredidos se difiera en el tiempo y no sea definitiva, se les daña, se les debilita y se les coloca en posición de acabarlos cuando resulte oportuno. De modo que no son trapos rojos. Es la naturaleza confrontacional del régimen.
jmmfuma@gmail.com
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sobre todos de una vez, por razones de autopreservación [del poder]”
(Nicolás Maquiavelo, El Príncipe)
Es bien conocido el principio maquiavélico de la economía de la violencia. La violencia, dice Maquiavelo, es lícita en política. En su uso reside parte de la virtù de los gobernantes. Si la preservación del poder lo requiere, entonces la violencia (crueldad) debe ser empleada sin vacilación. El florentino pensaba que hay usos correctos y usos incorrectos de la violencia. Por uso correcto entendía el dañar a un tiempo a todos los adversarios y/o sujetos que hacen peligrar el ejercicio del poder. El uso incorrecto, por el contrario, conduce a una dosificación del daño a los adversarios.
Hoy vemos a un Hugo Chávez que parece aplicar la economía de la violencia. Se ensaña contra todo y en contra de todos. Enviste cuanto se atraviesa a su paso. Puesto en clave castrense, el muchacho de Sabaneta tiene abiertos varios frentes en los cuales presenta batalla. Los ataques a la Iglesia, la ruptura de relaciones diplomáticas con Colombia y la toma parcial de Globovisión son situaciones que ocupan las energías de los personeros del régimen. A ello hay que sumar otros asuntos que, en el contexto del totalitarismo bolivariano, ya se han convertido en cuestiones de simple administración: más presos políticos, insultos y difamaciones, ventajismo electoral, etc.
Frente a lo anterior es común escuchar la siguiente afirmación: “Mantengamos el foco. No caigamos en los trapos rojos del régimen. Sigamos enfrentándolo en los temas que verdaderamente afectan su popularidad de cara a las elecciones del 26-S: inseguridad, crisis económica y Pudreval”. Pareciera que en nombre de la táctica y de la estrategia se deja de lado el talante destructivo de la revolución chavista, a la vez que se le atribuye a ésta un carácter meramente disuasivo en su accionar.
Pero si hay algo que está claro es el foco del régimen: profundizar el totalitarismo marxista. Eso lo lleva a actuar violentamente. No puede obrar de otra manera. A su alrededor sólo ve amenazas y enemigos. Por eso los confronta. Aspira destruirlos. Es verdad que Hugo Chávez luce en su peor momento. Y también es verdad que la oposición ha de procurar sujetarse, en cuanto sea posible, a estrategias más o menos permanentes en la lucha en contra del Gobierno. Ello no impide, sin embargo, que se preste atención a las arremetidas de turno de Hugo Chávez. Generalmente se trata de cosas muy serias. Cuando el régimen agrede no hace nada distinto a cumplir sus objetivos de devastación. Aunque la solución final al problema que representan cada uno de los factores agredidos se difiera en el tiempo y no sea definitiva, se les daña, se les debilita y se les coloca en posición de acabarlos cuando resulte oportuno. De modo que no son trapos rojos. Es la naturaleza confrontacional del régimen.
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lunes, 19 de julio de 2010
Teología bolivariana // Juan Miguel Matheus
“¡Bolívar vive carajo! ¡Somos su llamarada!”
(Hugo Chávez Frías, a propósito de la exhumación de los restos del Libertador)
Actualmente nos encontramos en el punto más alto del culto a la personalidad de Simón Bolívar. Fue Guzmán Blanco quien fomentó la sublimación pseudo religiosa de la figura humana del Libertador. Desde entonces se instaló entre nosotros lo que Luis Castro Leiva denominó teología bolivariana: una suerte de religión civil en la cual (i) Bolívar funge como divinidad, (ii) los venezolanos como pueblo elegido, y (iii) el aprovechador de turno, que logre apropiarse del símbolo del Libertador, como sumo sacerdote.
La primera y más importante consecuencia práctica de lo anterior es la creación de una moral bolivariana. Bolívar y Venezuela se convierten en realidades intercambiables. De allí que amar a la patria sea amar a Bolívar, y viceversa. Ser patriota es cumplir la voluntad histórica del Libertador. Ser antipatriota significa, por el contrario, no profesar las ideas de Bolívar o asumirlas con sentido crítico. En ello radica la mayor traición a Venezuela, a Bolívar mismo y a todos los venezolanos.
El segundo efecto de la teología bolivariana es la necesidad de interpretar el querer de Bolívar, que debe ser actualizado en todos los tiempos y aspectos de la vida de Venezuela. En este punto aparece el sumo sacerdote, a quien ya hemos mencionado. El intérprete del querer de Bolívar es la persona que se presente a sí misma como legitimada para hacer exegesis de las ideas bolivarianas. Su misión es interpretar cómo se ha de implementar el corpus bolivariano, de acuerdo a las exigencias de los tiempos.
Aquí deben ser mencionados Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI. Lo que Bolívar quiere para la Venezuela de hoy es la instauración del socialismo del siglo XXI. Realizar el bien (bolivariano) en este momento histórico concreto equivale a que los venezolanos seamos sometidos a un totalitarismo marxistas. Quines se opongan a tal designio del destino –inexorable– son traidores, godos, oligarcas, yankees, etc. En este sentido, Hugo Chávez es el sumo pontífice de la pseudo religión bolivariana. Ello lo convierte en el vicario del Libertador en la tierra De allí que el verbo del muchacho de Sabaneta sea la expresión de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto; y de allí que Chávez y su cohorte sean la “llamarada” de Bolívar.
Pero ningún hombre, por grande y virtuoso que haya sido, puede ser tenido como creador de lo moral, como referencia de lo bueno y de lo malo. Tampoco Bolívar. Los venezolanos debemos honrar al Libertador por lo que éste ha significado en nuestra marcha histórica, mas no convertirlo en la fuente de nuestro orden de pueblo. La teología bolivariana es una negación de la razón, que abre las puertas a la superstición. Así lo prueba la profanación de los restos del Libertador ocurrida la semana pasada. Los venezolanos tenemos la extraordinaria oportunidad de poner las cosas en su sitio, de derrotar la teología bolivariana y de comenzar a construir nuestro orden político sobre los pilares de la verdad histórica y de la auténtica racionalidad humana. La aprovecharemos.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
(Hugo Chávez Frías, a propósito de la exhumación de los restos del Libertador)
Actualmente nos encontramos en el punto más alto del culto a la personalidad de Simón Bolívar. Fue Guzmán Blanco quien fomentó la sublimación pseudo religiosa de la figura humana del Libertador. Desde entonces se instaló entre nosotros lo que Luis Castro Leiva denominó teología bolivariana: una suerte de religión civil en la cual (i) Bolívar funge como divinidad, (ii) los venezolanos como pueblo elegido, y (iii) el aprovechador de turno, que logre apropiarse del símbolo del Libertador, como sumo sacerdote.
La primera y más importante consecuencia práctica de lo anterior es la creación de una moral bolivariana. Bolívar y Venezuela se convierten en realidades intercambiables. De allí que amar a la patria sea amar a Bolívar, y viceversa. Ser patriota es cumplir la voluntad histórica del Libertador. Ser antipatriota significa, por el contrario, no profesar las ideas de Bolívar o asumirlas con sentido crítico. En ello radica la mayor traición a Venezuela, a Bolívar mismo y a todos los venezolanos.
El segundo efecto de la teología bolivariana es la necesidad de interpretar el querer de Bolívar, que debe ser actualizado en todos los tiempos y aspectos de la vida de Venezuela. En este punto aparece el sumo sacerdote, a quien ya hemos mencionado. El intérprete del querer de Bolívar es la persona que se presente a sí misma como legitimada para hacer exegesis de las ideas bolivarianas. Su misión es interpretar cómo se ha de implementar el corpus bolivariano, de acuerdo a las exigencias de los tiempos.
Aquí deben ser mencionados Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI. Lo que Bolívar quiere para la Venezuela de hoy es la instauración del socialismo del siglo XXI. Realizar el bien (bolivariano) en este momento histórico concreto equivale a que los venezolanos seamos sometidos a un totalitarismo marxistas. Quines se opongan a tal designio del destino –inexorable– son traidores, godos, oligarcas, yankees, etc. En este sentido, Hugo Chávez es el sumo pontífice de la pseudo religión bolivariana. Ello lo convierte en el vicario del Libertador en la tierra De allí que el verbo del muchacho de Sabaneta sea la expresión de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto; y de allí que Chávez y su cohorte sean la “llamarada” de Bolívar.
Pero ningún hombre, por grande y virtuoso que haya sido, puede ser tenido como creador de lo moral, como referencia de lo bueno y de lo malo. Tampoco Bolívar. Los venezolanos debemos honrar al Libertador por lo que éste ha significado en nuestra marcha histórica, mas no convertirlo en la fuente de nuestro orden de pueblo. La teología bolivariana es una negación de la razón, que abre las puertas a la superstición. Así lo prueba la profanación de los restos del Libertador ocurrida la semana pasada. Los venezolanos tenemos la extraordinaria oportunidad de poner las cosas en su sitio, de derrotar la teología bolivariana y de comenzar a construir nuestro orden político sobre los pilares de la verdad histórica y de la auténtica racionalidad humana. La aprovecharemos.
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miércoles, 14 de julio de 2010
El sentido de nuestra lucha // Juan Miguel Matheus
Entre las muchas verdades que J. R. R. Tolkien enseña en El Señor de los Anillos, hay una a la cual conviene que los venezolanos prestemos especial atención. En el Capítulo 9 del Libro V, durante La última deliberación, el autor pone en boca de Gandalf unas palabras que hacen vibrar los corazones de sus interlocutores. Dice: "(…) no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza".
Tales palabras reflejan un profundo conocimiento de lo humano. Hacen patente que la justicia no es una gratuidad histórica ni fruto del azar. Esta deriva del esfuerzo de los hombres, del ejercicio de la libertad de acuerdo al bien. Toda la vida humana, tanto individual como colectiva, se presenta como una batalla en la cual se intenta hacer prevalecer el bien sobre el mal. Así ha sido en todas las épocas y así seguirá ocurriendo mientras haya hombres sobre la tierra. Por eso Platón se refirió en el Libro I de Las Leyes a una inexorable lucha que tiene lugar en el "alma" de las ciudades: cuando gobiernan los malos -dice- la ciudad no se ha vencido a sí misma, no ha derrotado su capacidad de mal; cuando gobiernan los justos, en cambio, la ciudad se ha vencido a sí misma, ha derrotado el mal del cual es potencialmente capaz.
El sentido de la lucha de los venezolanos es, entonces, lograr que Venezuela se venza a sí misma, que impere lo bueno sobre lo malo. Ello supone una lucha personalísima en el alma de cada venezolano concreto. Cada uno tiene la responsabilidad de pelear desde su propio terreno, sin desfallecer y sin poner términos de preclusión. Sencillamente hay que luchar mientras existan injusticias. Nada importan fechas y/o tiempos. Y cuando aparezcan la desesperanza y la tentación de pensar que nuestra lucha personal no vale la pena, que no es suficiente o que solos no lograremos arreglar las cosas, tendremos que repetir las palabras que Cicerón se decía a sí mismo, en circunstancias equivalentes: "Por lo que respecta a mí, no se perderá la República".
Ceder ante la tentación de abandonar la lucha equivaldría a renunciar a entregar "una tierra limpia para la labranza" a las próximas generaciones. Allí está el núcleo del mensaje de Gandalf. No luchamos sólo por nosotros mismos, por el hoy y ahora. Luchamos -sobre todo- por el porvenir, por quienes poblarán esta tierra en el futuro. Comprenderlo es fundamental para cerrarle las puertas a la pusilanimidad -al encogimiento de espíritu-, y también para allanar el camino a la magnanimidad, a esa grandeza de alma tan necesaria para aspirar las cosas más nobles y hermosas. Dentro de ellas se encuentra, por supuesto, el anhelo de una patria libre y virtuosa. Con lucha sin cuartel, con perseverancia, la conseguiremos. Abriremos el camino.
jmmfuma@gmail.com
@JuanMMatheus
Tales palabras reflejan un profundo conocimiento de lo humano. Hacen patente que la justicia no es una gratuidad histórica ni fruto del azar. Esta deriva del esfuerzo de los hombres, del ejercicio de la libertad de acuerdo al bien. Toda la vida humana, tanto individual como colectiva, se presenta como una batalla en la cual se intenta hacer prevalecer el bien sobre el mal. Así ha sido en todas las épocas y así seguirá ocurriendo mientras haya hombres sobre la tierra. Por eso Platón se refirió en el Libro I de Las Leyes a una inexorable lucha que tiene lugar en el "alma" de las ciudades: cuando gobiernan los malos -dice- la ciudad no se ha vencido a sí misma, no ha derrotado su capacidad de mal; cuando gobiernan los justos, en cambio, la ciudad se ha vencido a sí misma, ha derrotado el mal del cual es potencialmente capaz.
El sentido de la lucha de los venezolanos es, entonces, lograr que Venezuela se venza a sí misma, que impere lo bueno sobre lo malo. Ello supone una lucha personalísima en el alma de cada venezolano concreto. Cada uno tiene la responsabilidad de pelear desde su propio terreno, sin desfallecer y sin poner términos de preclusión. Sencillamente hay que luchar mientras existan injusticias. Nada importan fechas y/o tiempos. Y cuando aparezcan la desesperanza y la tentación de pensar que nuestra lucha personal no vale la pena, que no es suficiente o que solos no lograremos arreglar las cosas, tendremos que repetir las palabras que Cicerón se decía a sí mismo, en circunstancias equivalentes: "Por lo que respecta a mí, no se perderá la República".
Ceder ante la tentación de abandonar la lucha equivaldría a renunciar a entregar "una tierra limpia para la labranza" a las próximas generaciones. Allí está el núcleo del mensaje de Gandalf. No luchamos sólo por nosotros mismos, por el hoy y ahora. Luchamos -sobre todo- por el porvenir, por quienes poblarán esta tierra en el futuro. Comprenderlo es fundamental para cerrarle las puertas a la pusilanimidad -al encogimiento de espíritu-, y también para allanar el camino a la magnanimidad, a esa grandeza de alma tan necesaria para aspirar las cosas más nobles y hermosas. Dentro de ellas se encuentra, por supuesto, el anhelo de una patria libre y virtuosa. Con lucha sin cuartel, con perseverancia, la conseguiremos. Abriremos el camino.
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lunes, 5 de julio de 2010
Libres // Juan Miguel Matheus
En el libro “El hombre en busca de sentido”, de Viktor Frankl*, se leen unas palabras que son útiles para describir la actitud que debe impulsar la lucha actual de los venezolanos. Afirma Frankl: “Dostoyevski dijo en una ocasión: ‘sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos’. Y estas palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a aquellos mártires cuya conducta en el campo [de concentración nazi], cuyo sufrimiento y muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito”.
Para nadie es un secreto que los venezolanos estamos viviendo momentos excepcionales, en los cuales se prueban nuestras condiciones para resistir el mal y cultivar la esperanza. Las circunstancias han llegado a complicarse de tal modo que el reto es –precisamente– lograr convencernos a nosotros mismos, en cabeza y corazón, de que vivir en Venezuela sí tiene sentido y propósito. O dicho de otro modo: hoy nos corresponde asumir con madurez, tanto personal como de pueblo, que lo que sufrimos da sentido y propósito a nuestra existencia concreta, como venezolanos que somos, en esta Venezuela del siglo XXI, tan lacerada por la fuerza destructiva de quienes gobiernan.
Es verdad que externamente se arrebata nuestra libertad (social, política y económica). Y también es verdad que se pretende irrumpir en las conciencias de los venezolanos para echar mano de nuestra libertad interior. Pero aquí aparece la enseñanza de Frankl: ¡no hay dominación posible en el fuero interno! No hay circunstancia exterior, por grave que luzca, que pueda ahogar nuestra ilusión íntima de hacer resplandecer el bien y la verdad en nuestras conciencias y en Venezuela. Ningún poder, por grande y arrogante que sea, puede erradicar del corazón de los venezolanos el deseo de ser plenamente libres. Por eso resistimos y seguiremos resistiendo todos los intentos de hacernos vivir en la injusticia.
A pesar de las apariencias, los venezolanos tenemos por delante un panorama esperanzador. Somos libres en lo interior. Nada ni nadie puede evitarlo. Eso quiere decir que está abierta la puerta que conduce a la libertad exterior, que están minadas las bases del totalitarismo. Anclados en la libertad espiritual, haciéndola rebosar, devolveremos la libertad a Venezuela. Para ello tenemos que aprender a sufrir. Debemos aspirar a ser, como Dostoyevski, dignos de nuestro sufrimiento. Se trata de colocarnos en una mejor posición para dar la pelea. Es entender que existe una misteriosa relación, directamente proporcional, entre nuestra capacidad de humanizar el sufrimiento y la libertad de la cual podamos gozar. De ese modo pasará este torbellino de mal. Será derrotado en virtud de la fortaleza interior de los venezolanos.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
*Psiquiatra austríaco (1905-1997). Judío de religión. Sobrevivió al holocausto nazi luego de haber sido confinado, junto a su esposa y a sus padres, al Theresienstadt, un campo de concentración instalado en su país de origen. En 1944 fue trasladado a Auschwitz, en donde siguió nutriéndose de las experiencias humanas que lo llevarían a fundar la logoterapia, conocida como la tercera escuela vienesa de terapia psiquiátrica.
Para nadie es un secreto que los venezolanos estamos viviendo momentos excepcionales, en los cuales se prueban nuestras condiciones para resistir el mal y cultivar la esperanza. Las circunstancias han llegado a complicarse de tal modo que el reto es –precisamente– lograr convencernos a nosotros mismos, en cabeza y corazón, de que vivir en Venezuela sí tiene sentido y propósito. O dicho de otro modo: hoy nos corresponde asumir con madurez, tanto personal como de pueblo, que lo que sufrimos da sentido y propósito a nuestra existencia concreta, como venezolanos que somos, en esta Venezuela del siglo XXI, tan lacerada por la fuerza destructiva de quienes gobiernan.
Es verdad que externamente se arrebata nuestra libertad (social, política y económica). Y también es verdad que se pretende irrumpir en las conciencias de los venezolanos para echar mano de nuestra libertad interior. Pero aquí aparece la enseñanza de Frankl: ¡no hay dominación posible en el fuero interno! No hay circunstancia exterior, por grave que luzca, que pueda ahogar nuestra ilusión íntima de hacer resplandecer el bien y la verdad en nuestras conciencias y en Venezuela. Ningún poder, por grande y arrogante que sea, puede erradicar del corazón de los venezolanos el deseo de ser plenamente libres. Por eso resistimos y seguiremos resistiendo todos los intentos de hacernos vivir en la injusticia.
A pesar de las apariencias, los venezolanos tenemos por delante un panorama esperanzador. Somos libres en lo interior. Nada ni nadie puede evitarlo. Eso quiere decir que está abierta la puerta que conduce a la libertad exterior, que están minadas las bases del totalitarismo. Anclados en la libertad espiritual, haciéndola rebosar, devolveremos la libertad a Venezuela. Para ello tenemos que aprender a sufrir. Debemos aspirar a ser, como Dostoyevski, dignos de nuestro sufrimiento. Se trata de colocarnos en una mejor posición para dar la pelea. Es entender que existe una misteriosa relación, directamente proporcional, entre nuestra capacidad de humanizar el sufrimiento y la libertad de la cual podamos gozar. De ese modo pasará este torbellino de mal. Será derrotado en virtud de la fortaleza interior de los venezolanos.
jmmfuma@gmail.com
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*Psiquiatra austríaco (1905-1997). Judío de religión. Sobrevivió al holocausto nazi luego de haber sido confinado, junto a su esposa y a sus padres, al Theresienstadt, un campo de concentración instalado en su país de origen. En 1944 fue trasladado a Auschwitz, en donde siguió nutriéndose de las experiencias humanas que lo llevarían a fundar la logoterapia, conocida como la tercera escuela vienesa de terapia psiquiátrica.
lunes, 28 de junio de 2010
Lo afirmativo venezolano // Juan Miguel Matheus
Los venezolanos necesitamos volver a creer en nuestras fuerzas de pueblo. Tenemos que cultivar la fe en nuestra capacidad –probada durante los años de la democracia– de construir un orden político justo, apto para la convivencia humana libre y pacífica. Para ello debemos poner la mirada en lo afirmativo venezolano (Augusto Mijares). Debemos hacerlo, además, con realismo, sin engreimientos ni fatalismos: no somos, ni mucho menos, un superpueblo; pero tampoco un pobre pueblo, si es que acaso puede hablarse en esos términos. Somos lo que somos, a lo criollo: la misma Venezuela de Juan Bimba, retratada nítidamente –con sus virtudes y sus defectos– en los versos de Andrés Eloy Blanco.
En este sentido, mirar lo afirmativo venezolano conlleva a conocernos como pueblo. La esperanza sólo es verdadera si media el conocimiento propio. Alcanzarlo exige que veamos, a la luz de la historia, (i) lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer, (ii) lo que hemos gozado y lo que hemos sufrido, y, finalmente, (iii) las virtudes cívicas que hemos conquistado y los vicios que hemos hecho crecer a lo largo de los años. Pero sobre todo, supone ser plenamente concientes de nuestras propensiones de pueblo, es decir, de eso a lo cual tendemos con facilidad si no luchamos por evitarlo.
Entre tales propensiones se cuentan, por ejemplo, la autocracia militarista, el desorden, el desacato a la ley y, no menos importante, un cierto pesimismo. De hecho, hoy esas propensiones están presentes entre nosotros. La autocracia y el militarismo se han puesto de pie una vez más para extraviarnos en el desorden y traer de la mano al pesimismo de pueblo. Afortunadamente, se trata de propensiones vencibles y no de rasgos definitivos. Frente a ellas resiste, precisamente, lo afirmativo venezolano. Nadie puede pensar, porque no es verdad, y porque lo demuestra la historia, que los venezolanos no somos capaces de derrotar la autocracia militarista, de vivir al amparo del orden de las leyes y de confiar, con una esperanza responsable, en nuestras posibilidades de crear una sociedad justa.
Así, en los tiempos que corren nuestra tarea de patria es hacer florecer lo afirmativo venezolano, esa reserva moral que, como enseñó Augusto Mijares, nace del ejercicio de la virtud ciudadana, del esfuerzo de cada venezolano concreto y de todos, como pueblo, por construir la civilidad. Los momento que se avecinan son de reconstrucción, entendida en todas sus dimensiones: política, social, económica, etc. En ellos se pondrá a prueba el talante moral de los venezolanos. Ello es, en sí mismo, una ocasión de hacer crecer la esperanza. No hay mal que por bien no venga. Tenemos la oportunidad de actuar con generosidad y desprendimiento en el servicio a Venezuela, de hacer prevalecer el bien del cual somos capaces. La convivencia de las futuras generaciones se edificará, no hay que dudarlo, sobre lo afirmativo venezolano. A por ello.
jmmfuma@gmail.com
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En este sentido, mirar lo afirmativo venezolano conlleva a conocernos como pueblo. La esperanza sólo es verdadera si media el conocimiento propio. Alcanzarlo exige que veamos, a la luz de la historia, (i) lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer, (ii) lo que hemos gozado y lo que hemos sufrido, y, finalmente, (iii) las virtudes cívicas que hemos conquistado y los vicios que hemos hecho crecer a lo largo de los años. Pero sobre todo, supone ser plenamente concientes de nuestras propensiones de pueblo, es decir, de eso a lo cual tendemos con facilidad si no luchamos por evitarlo.
Entre tales propensiones se cuentan, por ejemplo, la autocracia militarista, el desorden, el desacato a la ley y, no menos importante, un cierto pesimismo. De hecho, hoy esas propensiones están presentes entre nosotros. La autocracia y el militarismo se han puesto de pie una vez más para extraviarnos en el desorden y traer de la mano al pesimismo de pueblo. Afortunadamente, se trata de propensiones vencibles y no de rasgos definitivos. Frente a ellas resiste, precisamente, lo afirmativo venezolano. Nadie puede pensar, porque no es verdad, y porque lo demuestra la historia, que los venezolanos no somos capaces de derrotar la autocracia militarista, de vivir al amparo del orden de las leyes y de confiar, con una esperanza responsable, en nuestras posibilidades de crear una sociedad justa.
Así, en los tiempos que corren nuestra tarea de patria es hacer florecer lo afirmativo venezolano, esa reserva moral que, como enseñó Augusto Mijares, nace del ejercicio de la virtud ciudadana, del esfuerzo de cada venezolano concreto y de todos, como pueblo, por construir la civilidad. Los momento que se avecinan son de reconstrucción, entendida en todas sus dimensiones: política, social, económica, etc. En ellos se pondrá a prueba el talante moral de los venezolanos. Ello es, en sí mismo, una ocasión de hacer crecer la esperanza. No hay mal que por bien no venga. Tenemos la oportunidad de actuar con generosidad y desprendimiento en el servicio a Venezuela, de hacer prevalecer el bien del cual somos capaces. La convivencia de las futuras generaciones se edificará, no hay que dudarlo, sobre lo afirmativo venezolano. A por ello.
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domingo, 20 de junio de 2010
El ejemplo de Cochocho // Juan Miguel Matheus
En sus Memorias de Mamá Blanca, Teresa de la Parra coloca en boca de Vicente Cochocho unas palabras que resultan útiles para reflexionar sobre la crisis venezolana. Dice Cochocho: “Yo no los reniego [los fracasos y los errores]. Salieron de mí espontáneamente. Al igual que mis hijos y mis nietos, son mi obra y son mi descendencia: ¡que me sigan siguiendo y que Dios los bendiga a todos!”. Tales palabras, llanas y profundas a la vez, hacen patente una gran verdad: las situaciones humanas no son –tampoco las de pueblo– obra del azar. Derivan del ejercicio de la libertad de personas concretas y, por lo tanto, siempre comprometen responsabilidades.
Lo anterior resulta muy importante en la Venezuela de hoy. Con frecuencia se oye entre muchos opositores al régimen que Venezuela está sumida en un avanzado proceso de descomposición porque “es un pobre país” y porque el pueblo venezolano no es más que “un pobre pueblo”. Es una suerte de distanciamiento de la realidad en virtud del cual se pretende creer y hacer creer que lo que sufrimos es única y exclusivamente responsabilidad de los chavistas. O dicho de otro modo, más peyorativo y desatinado: se piensa que el país está devastado y Hugo Chávez hace lo que le viene en gana por culpa del voto y apoyo de la mayoría del pueblo de Venezuela, “pobre e ignorante”.
No es verdad, sin embargo, que sólo los chavistas sean responsables. Tampoco está bien planteado lo de la pobreza y la ignorancia. Ya en 1998, durante la campaña electoral, Chávez recibió el apoyo de buena parte de la élite nacional, en teoría bien formada y acaudalada. Medios de comunicación, dirigentes políticos, empresarios y académicos: todos rindieron pleitesía al otrora candidato. Y durante estos once años de lucha son muchos los errores que hemos cometido por falta de claridad sobre la naturaleza totalitaria del régimen. Así, la sabiduría de Cochocho debe ser acogida como un tesoro. La única manera de revertir lo que vivimos es que todos nos tengamos por responsables. No se ha instalado un totalitarismo entre nosotros por culpa de una mayoría pobre e ignorante sino porque hemos permitido que el virus totalitario contagie a la población venezolana, chavista y no chavista.
En este punto aparece Cochocho nuevamente. Aprender de los errores sólo es posible si no se los reniega. Acaso en ese aprendizaje estriba la bendición de Dios a la que se refiere este pintoresco personaje de la literatura criolla. Venezuela se curará del totalitarismo cuando seamos plenamente concientes de que este régimen ha sido engendrado por todos los venezolanos, sin excepción. Entonces estaremos frente a frente con el rostro de la esperanza. Descubriremos nuestras fuerzas para desmontar lo que hemos producido como pueblo. Sabremos encontrar antídotos. Emergerá el optimismo porque se incrementará nuestro realismo. Nos conoceremos mejor. Nos sabremos un pueblo capaz de la injusticia y de la mentira. Estaremos atentos. Lucharemos para derrotar el mal del que somos capaces y para hacer florecer el bien al cual estamos llamados. Como Cochocho, miraremos el porvenir.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Lo anterior resulta muy importante en la Venezuela de hoy. Con frecuencia se oye entre muchos opositores al régimen que Venezuela está sumida en un avanzado proceso de descomposición porque “es un pobre país” y porque el pueblo venezolano no es más que “un pobre pueblo”. Es una suerte de distanciamiento de la realidad en virtud del cual se pretende creer y hacer creer que lo que sufrimos es única y exclusivamente responsabilidad de los chavistas. O dicho de otro modo, más peyorativo y desatinado: se piensa que el país está devastado y Hugo Chávez hace lo que le viene en gana por culpa del voto y apoyo de la mayoría del pueblo de Venezuela, “pobre e ignorante”.
No es verdad, sin embargo, que sólo los chavistas sean responsables. Tampoco está bien planteado lo de la pobreza y la ignorancia. Ya en 1998, durante la campaña electoral, Chávez recibió el apoyo de buena parte de la élite nacional, en teoría bien formada y acaudalada. Medios de comunicación, dirigentes políticos, empresarios y académicos: todos rindieron pleitesía al otrora candidato. Y durante estos once años de lucha son muchos los errores que hemos cometido por falta de claridad sobre la naturaleza totalitaria del régimen. Así, la sabiduría de Cochocho debe ser acogida como un tesoro. La única manera de revertir lo que vivimos es que todos nos tengamos por responsables. No se ha instalado un totalitarismo entre nosotros por culpa de una mayoría pobre e ignorante sino porque hemos permitido que el virus totalitario contagie a la población venezolana, chavista y no chavista.
En este punto aparece Cochocho nuevamente. Aprender de los errores sólo es posible si no se los reniega. Acaso en ese aprendizaje estriba la bendición de Dios a la que se refiere este pintoresco personaje de la literatura criolla. Venezuela se curará del totalitarismo cuando seamos plenamente concientes de que este régimen ha sido engendrado por todos los venezolanos, sin excepción. Entonces estaremos frente a frente con el rostro de la esperanza. Descubriremos nuestras fuerzas para desmontar lo que hemos producido como pueblo. Sabremos encontrar antídotos. Emergerá el optimismo porque se incrementará nuestro realismo. Nos conoceremos mejor. Nos sabremos un pueblo capaz de la injusticia y de la mentira. Estaremos atentos. Lucharemos para derrotar el mal del que somos capaces y para hacer florecer el bien al cual estamos llamados. Como Cochocho, miraremos el porvenir.
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lunes, 14 de junio de 2010
Esperanza // Juan Miguel Matheus
En su libro “Memoria e identidad”, Juan Pablo II nos enseñó que “el mal, aunque lo parezca, nunca prevalece sobre el bien”. Tales palabras representan la clave para resistir los sufrimientos y las angustias producidos por el régimen que oprime a Venezuela. En los tiempos que corren, en los cuales el mal se asoma como victorioso, los venezolanos estamos obligados a cultivar la esperanza. Debemos asumir, aunque la inteligencia y la voluntad se rebelen, que el triunfo del mal es aparente. Sólo así estaremos en condiciones de luchar cuanto sea necesario, sin decaer, hasta que las cosas cambien para mejor. La salida a la crisis que padecemos y la construcción del porvenir serán, en definitiva, obra de nuestra esperanza.
Junto a la fe y a la caridad, la esperanza es una de las tres virtudes teologales. Ésta permite a la criatura humana colocar sus aspiraciones últimas en bienes trascendentes, no terrenos. Su vivencia conlleva a la comprensión de un conjunto de verdades sobre las cuales debería edificarse todo orden político, y que son obviadas o tergiversadas por los regímenes totalitarios: (i) que no hay paraíso posible ni permanente en la tierra, (ii) que estamos aquí abajo de paso, con un estatus de viajeros (status viatoris), (iii) que la vocación de bien del hombre no se agota en la ciudad terrena y, por último, (iv) que no hay sistema político, por grande, justo o poderoso que sea, que colme por sí solo la vocación de felicidad de la persona humana.
Lo anterior no obsta, sin embargo, para que en la ciudad terrena se depositen buena parte de las posibilidades morales del hombre. Como bien señaló Aristóteles, ésta existe para “la vida buena”. Por ello no debe convertírsela, ni mucho menos, en un valle de lágrimas (Jacques Maritain). En ella han de reinar el amor, la verdad, la justicia y la libertad, lo cual implica lucha, sacrificios. La certeza de que el mal no triunfa sobre el bien demanda compromiso. Exige que se procuren todos los medios necesarios para el triunfo del bien. Se trata, para ponerlo en criollo, de un “a Dios rogando y con el mazo dando”. En ello estriba la estructura interior de la esperanza, la cual no es una virtud pasiva sino activa y responsable.
Así las cosas, ¿qué significa para los venezolanos vivir la virtud de la esperanza en los actuales momentos? Significa, en primer lugar, convencernos de que Hugo Chávez, con toda la maldad de su régimen, está destinado al fracaso. Ningún proyecto totalitario ni de dominación puede mantenerse en pie frente al bien y a la verdad. Segundo, que Hugo Chávez no es apto, por mucho que hable del Socialismo del Siglo XXI, de saciar la vocación de felicidad de los venezolanos. Y tercero, acaso lo más importante, que quienes luchamos por una patria justa debemos poner todos los medios a nuestro alcance no sólo para derrotar a Hugo Chávez sino, sobre todo, para sanar a Venezuela del virus totalitario. Ello supone una lucha generosa, sin cuartel, que no tiene fecha de vencimiento: persiste mientras persistan las injusticias. Para ello debemos entender que no luchamos por resultados concretos sino por la seguridad de que se defienden la verdad y la justicia. La nuestra es, como diría Sócrates a los atenienses, una lucha que da sentido a la existencia porque reposa sobre la convicción de que se hace lo correcto, lo que dicta la conciencia.
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Junto a la fe y a la caridad, la esperanza es una de las tres virtudes teologales. Ésta permite a la criatura humana colocar sus aspiraciones últimas en bienes trascendentes, no terrenos. Su vivencia conlleva a la comprensión de un conjunto de verdades sobre las cuales debería edificarse todo orden político, y que son obviadas o tergiversadas por los regímenes totalitarios: (i) que no hay paraíso posible ni permanente en la tierra, (ii) que estamos aquí abajo de paso, con un estatus de viajeros (status viatoris), (iii) que la vocación de bien del hombre no se agota en la ciudad terrena y, por último, (iv) que no hay sistema político, por grande, justo o poderoso que sea, que colme por sí solo la vocación de felicidad de la persona humana.
Lo anterior no obsta, sin embargo, para que en la ciudad terrena se depositen buena parte de las posibilidades morales del hombre. Como bien señaló Aristóteles, ésta existe para “la vida buena”. Por ello no debe convertírsela, ni mucho menos, en un valle de lágrimas (Jacques Maritain). En ella han de reinar el amor, la verdad, la justicia y la libertad, lo cual implica lucha, sacrificios. La certeza de que el mal no triunfa sobre el bien demanda compromiso. Exige que se procuren todos los medios necesarios para el triunfo del bien. Se trata, para ponerlo en criollo, de un “a Dios rogando y con el mazo dando”. En ello estriba la estructura interior de la esperanza, la cual no es una virtud pasiva sino activa y responsable.
Así las cosas, ¿qué significa para los venezolanos vivir la virtud de la esperanza en los actuales momentos? Significa, en primer lugar, convencernos de que Hugo Chávez, con toda la maldad de su régimen, está destinado al fracaso. Ningún proyecto totalitario ni de dominación puede mantenerse en pie frente al bien y a la verdad. Segundo, que Hugo Chávez no es apto, por mucho que hable del Socialismo del Siglo XXI, de saciar la vocación de felicidad de los venezolanos. Y tercero, acaso lo más importante, que quienes luchamos por una patria justa debemos poner todos los medios a nuestro alcance no sólo para derrotar a Hugo Chávez sino, sobre todo, para sanar a Venezuela del virus totalitario. Ello supone una lucha generosa, sin cuartel, que no tiene fecha de vencimiento: persiste mientras persistan las injusticias. Para ello debemos entender que no luchamos por resultados concretos sino por la seguridad de que se defienden la verdad y la justicia. La nuestra es, como diría Sócrates a los atenienses, una lucha que da sentido a la existencia porque reposa sobre la convicción de que se hace lo correcto, lo que dicta la conciencia.
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Encuestología // Juan Miguel Matheus
La semana pasada dedicamos nuestro artículo “El arma bacteriológica” a comentar la necesidad de que los venezolanos comprendamos la naturaleza totalitaria del régimen de Hugo Chávez. La experiencia de los países que han derrotado totalitarismos enseña que el rescate de la libertad siempre comienza con una tarea de diagnóstico, a partir de la cual se cobra conciencia de qué es lo que está pasando, y en virtud de la cual se generaliza entre la población una visión clara de la patología padecida. Sólo entonces es posible batallar en las conciencias y por las conciencias, propagando la verdad como un arma bacteriológica que asfixia las mentiras que oxigenan a un determinado régimen totalitario (Vàclav Havel).
En Venezuela uno de los mayores obstáculos para la generalización de esa visión clara sobre la naturaleza totalitaria de la revolución bolivariana es un fenómeno que podríamos denominar “encuestología”. Algunos personeros de las encuestadoras y demás empresas dedicadas a la investigación de la opinión pública suelen copar los medios de comunicación –cuales pontífices– para (i) explicar “qué es lo que realmente está pasando en el país”, (ii) develar “qué es lo que piensa y dice el ciudadano de a pie” y, sobre todo, (iii) trazar las líneas maestras de un discurso que, por “subir cerro”, podría revertir las tendencias electorales que benefician al chavismo.
Acudiendo a un símil médico, lo anterior equivale a un bionalista que, conocedor de determinados valores en la sangre de un paciente, pretende dar lecciones al médico sobre cuál es el tratamiento que debe aplicarse al enfermo. Las herramientas del bionalista son una fuente de información valiosísima, que aporta datos para el juicio sobre el diagnóstico de la enfermedad y su eventual tratamiento. Pero el juicio definitivo sobre el diagnóstico y el tratamiento corresponde hacerlo al médico, el cual, junto con su ciencia, la medicina, resulta insustituible en la procura de la salud. Si el bionalista osa hacer tal juicio, o si el médico se lo permite, es obvio que el paciente pagaría las consecuencias en términos de (falta de) salud.
Lo mismo ocurre con el político. Éste puede valerse de los instrumentos de medición de la opinión pública para aproximarse a la realidad política. Pero no debe sacrificar su juicio a las encuestas ni actuar según los vaivenes de la opinión, por mucho que los encuestólogos lo sugieran. Ello resulta especialmente importante en el caso venezolano. El totalitarismo es un virus que se expande por toda la población, es un fenómeno de “masas”. Todo régimen totalitario ha gozado de abrumadores niveles de apoyo hasta el mismísimo momento de su caída. Si eso no se tiene claro, y si se pierde de vista que Hugo Chávez es un maestro en la simulación de las formas electorales, se pensará y se hará pensar que la lucha contra el régimen consiste en revertir las tendencias de opinión, de modo que se reviertan las tendencias electorales, y no –como hemos dicho antes– en la liberación de las conciencias.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
En Venezuela uno de los mayores obstáculos para la generalización de esa visión clara sobre la naturaleza totalitaria de la revolución bolivariana es un fenómeno que podríamos denominar “encuestología”. Algunos personeros de las encuestadoras y demás empresas dedicadas a la investigación de la opinión pública suelen copar los medios de comunicación –cuales pontífices– para (i) explicar “qué es lo que realmente está pasando en el país”, (ii) develar “qué es lo que piensa y dice el ciudadano de a pie” y, sobre todo, (iii) trazar las líneas maestras de un discurso que, por “subir cerro”, podría revertir las tendencias electorales que benefician al chavismo.
Acudiendo a un símil médico, lo anterior equivale a un bionalista que, conocedor de determinados valores en la sangre de un paciente, pretende dar lecciones al médico sobre cuál es el tratamiento que debe aplicarse al enfermo. Las herramientas del bionalista son una fuente de información valiosísima, que aporta datos para el juicio sobre el diagnóstico de la enfermedad y su eventual tratamiento. Pero el juicio definitivo sobre el diagnóstico y el tratamiento corresponde hacerlo al médico, el cual, junto con su ciencia, la medicina, resulta insustituible en la procura de la salud. Si el bionalista osa hacer tal juicio, o si el médico se lo permite, es obvio que el paciente pagaría las consecuencias en términos de (falta de) salud.
Lo mismo ocurre con el político. Éste puede valerse de los instrumentos de medición de la opinión pública para aproximarse a la realidad política. Pero no debe sacrificar su juicio a las encuestas ni actuar según los vaivenes de la opinión, por mucho que los encuestólogos lo sugieran. Ello resulta especialmente importante en el caso venezolano. El totalitarismo es un virus que se expande por toda la población, es un fenómeno de “masas”. Todo régimen totalitario ha gozado de abrumadores niveles de apoyo hasta el mismísimo momento de su caída. Si eso no se tiene claro, y si se pierde de vista que Hugo Chávez es un maestro en la simulación de las formas electorales, se pensará y se hará pensar que la lucha contra el régimen consiste en revertir las tendencias de opinión, de modo que se reviertan las tendencias electorales, y no –como hemos dicho antes– en la liberación de las conciencias.
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martes, 1 de junio de 2010
La República que yo sueño // Vaclav Havel
Václav Havel [1]
[1 de Enero de 1990]
Fuente y derechos reservados: Ambito.com
Vivimos en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.
Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.
El régimen anterior -armado con su ideología arrogante e intolerante-redujo el hombre a una fuerza productiva y la naturaleza a una herramienta de producción. Al hacerlo, atacó tanto a la esencia misma de ambos como a la relación que los une. Redujo personas autónomas y de gran talento, que trabajaban con destreza en su propio país, a tuercas y tornillos de una maquinaria monstruosamente enorme, ruidosa y pestilente, cuyo significado real nadie comprende.
Esta no puede más que desgastarse lenta pero inexorablemente, tanto a sí misma como a todos sus tornillos y sus tuercas. Cuando hablo de un entorno moral contaminado, no hablo sólo de esos caballeros que comen verduras orgánicas y no miran al exterior desde su ventana. Hablo de todos nosotros.
Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros -si bien, naturalmente, en diferente grado-somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación.
¿Por qué digo esto? Sería muy poco razonable entender el triste legado de los últimos cuarenta años como algo ajeno a nosotros, algo que nos ha dejado en herencia un pariente lejano. Por el contrario, debemos aceptar este legado como un pecado que cometimos contra nosotros mismos. Al aceptarlo como tal, comprenderemos que es responsabilidad nuestra, y de nadie más, hacer algo al respecto.
No podemos culpar de todo a los gobernantes anteriores, no sólo porque sería falso, sino también porque podría adormecerse el deber al que cada uno de nosotros se enfrenta hoy, es decir, la obligación de actuar con independencia, con libertad, de forma razonable y rápida.
No nos equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.
Si somos conscientes de esto, en nuestro corazón renacerá la esperanza. Al realizar el esfuerzo necesario para enderezar los asuntos de interés común, tenemos algo en qué apoyarnos. Estos últimos tiempos -y, en especial, las últimas seis semanas de nuestra pacífica revolución-han develado el enorme potencial espiritual, moral y humano, así como la cultura cívica, que estaban dormidos en nuestra sociedad bajo la máscara impuesta de la apatía.
Cada vez que alguien declaraba categóricamente que éramos esto o lo otro, yo siempre objetaba que la sociedad es una criatura muy misteriosa y que no es sabio confiar tan sólo en la cara que te presenta.
Me alegra ver que no me equivocaba. En todo el mundo, la gente se pregunta dónde encontraron los ciudadanos de Checoslovaquia, dóciles, humillados, escépticos y cínicos en apariencia, esa fuerza maravillosa para deshacerse de la carga del yugo autoritario en pocas semanas y de una forma pacífica y decente. Preguntémonos de dónde sacó la gente joven, que nunca había conocido otro sistema, el deseo de alcanzar la verdad, el amor por el pensamiento libre, sus ideas políticas, su valor cívico y su prudencia cívica. ¿Cómo fue que sus padres -esa generación que se consideraba perdida-se unieron a ellos? ¿Cómo es posible que tantísima gente supiera de forma inmediata qué hacer, y que ninguno de ellos necesitara consejos ni órdenes? Masaryk basó su política en la moralidad. Intentemos, en una nueva época y de una forma nueva, restaurar ese concepto de política. Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política debería ser la expresión del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad en lugar de la necesidad de engañarla o expoliarla.
Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política no sólo puede ser el arte de lo posible, en especial si esto implica el arte de la especulación, el cálculo, la intriga, los tratos secretos y las maniobras pragmáticas, sino incluso también el arte de lo imposible, el arte de mejorarnos a nosotros y mejorar el mundo.
Tenemos por delante unas elecciones libres y una campaña electoral. No permitamos que esta lucha mancille el rostro hasta la fecha limpio de nuestra apacible revolución. No permitamos que las simpatías del mundo, que tan de prisa nos hemos ganado, se pierdan con la misma rapidez enredándonos en la jungla de las escaramuzas por el poder. No permitamos que el deseo de servir a uno mismo prospere de nuevo bajo la bella máscara del deseo de servir al bien común.
Lo que ahora importa de verdad no es qué partido, qué club o qué grupo prevalecerá en las elecciones. Lo importante es que los ganadores sean los mejores de entre nosotros, en el sentido moral, cívico, político y profesional, sea cual sea su afiliación política.
Las políticas y el prestigio futuros de nuestro Estado dependerán de las personalidades que seleccionemos y elijamos después para nuestros organismos representativos. En conclusión, me gustaría decir que quiero ser un presidente que hable menos y trabaje más. Ser un presidente que no sólo mire al exterior desde la ventanilla de su avión, sino que, en primer lugar y ante todo, esté siempre presente entre sus conciudadanos y los escuche con atención.
Puede que se pregunten con qué tipo de república sueño. Dejen que les responda: sueño con una república independiente, libre y democrática, una república económicamente próspera y, no obstante, socialmente justa. En pocas palabras, una república humana que sirva al individuo y que, por tanto, albergue la esperanza de que el individuo la sirva a ella a su vez. Una república de personas enteras, porque sin ellas es imposible solucionar ninguno de nuestros problemas, ya sean humanos, económicos, medioambientales, sociales o políticos.
El más distinguido de mis antecesores comenzó su primer discurso con una cita del gran pedagogo checo Comenio. Permítanme concluir mi primer discurso con mi propia paráfrasis de la misma afirmación: ¡Pueblo, han recuperado su gobierno!
[1] Václav Havel (1936), Intelectual, escritor, dramaturgo y político checo, fue el último presidente de Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista y el primer presidente de la República Checa, creada conjuntamente con la República de Eslovaquia, de la división de la primera, dispuesta por decisión parlamentaria en 1993, cargo en el que permaneció durante 3 mandatos. Entre sus libros notables se encuentra el titulado: “El poder de los que no tienen poder”. Firmó asimismo con otros intelectuales la famosa “Carta 77” que pedía la adhesión de su país a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue encarcelado durante el régimen comunista en su lucha por las libertades y en 1989 encabezó la llamada «Revolución de Terciopelo», que desmanteló la dictadura e instauró un régimen democrático, del que el propio Havel fue elegido presidente; y cuyo discurso de asunción publicamos en el presente por su importancia histórica. Rosendo Fraga, Director del Centro de Estudios de Nueva Mayoría, ha dicho además sobre el autor de este discurso, que: “Se trata de una personalidad singular, que... logr[ó] demostrar que el humanismo como valor central de un líder político, no está reñido con la globalización ni con la política, en momentos que parecen haberse deshumanizado. […] Alentó con entusiasmo y decisión, la incorporación de su país y su región a la OTAN y la Unión Europea y antes de dejar el cargo ha visto coronados con el éxito sus esfuerzos. […] Desde la segunda mitad de los años noventa, el campo de acción de Havel se universalizó. En 1997, convocó en el histórico Castillo de Praga, a la primera edición del “Foro 2000”, en el cual reunió a personalidades mundiales de diferentes países, continentes, culturas, religiones e ideologías, buscando promover el diálogo, el entendimiento, la comprensión y el consenso. […] El 20 de septiembre de 2002, en el discurso que pronunció en New York, ante graduados universitarios, que tituló Václav Havel: el Dramaturgo como Presidente, realiza un balance de su Presidencia a poco tiempo de finalizar el mandato en el que dice: “se acerca la época en que aquellos que me rodean, el mundo y mi propia conciencia ya no me preguntarán cuáles son mis ideales, ni me preguntarán qué deseo cumplir y cómo quiero cambiar el mundo, sino que comenzarán a preguntarme qué he logrado, qué ideales he cumplido y cuáles fueron los resultados, cómo quiero que sea mi legado y qué clase de mundo quiero dejar detrás de mí”. Dos meses después, tuvo a su cargo el discurso inaugural de la Cumbre de la OTAN que se reunió en Praga, en un momento que la lucha contra el terrorismo internacional y el eventual ataque a Irak ya dominaban la agenda internacional. Dijo entonces: “Entender a otras personas, otras culturas, otras costumbres y el esfuerzo de no despreciarles, sino construir junto a ellos una red de relaciones basadas en la igualdad obviamente no significa que deberíamos renunciar a nuestros propios criterios o normas y ocultar nuestra convicción para crear un clima agradable. Todo lo contrario: las verdaderas relaciones de amistad no se pueden apoyar en mentiras, solamente podrán crecer de una tierra fértil de sinceridad mutua”. […] (“EL LEGADO DE VÁCLAV HAVEL. El Presidente de la República Checa, Václav Havel deja su cargo tras trece años de ejercerlo”).
[1 de Enero de 1990]
Fuente y derechos reservados: Ambito.com
Vivimos en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.
Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.
El régimen anterior -armado con su ideología arrogante e intolerante-redujo el hombre a una fuerza productiva y la naturaleza a una herramienta de producción. Al hacerlo, atacó tanto a la esencia misma de ambos como a la relación que los une. Redujo personas autónomas y de gran talento, que trabajaban con destreza en su propio país, a tuercas y tornillos de una maquinaria monstruosamente enorme, ruidosa y pestilente, cuyo significado real nadie comprende.
Esta no puede más que desgastarse lenta pero inexorablemente, tanto a sí misma como a todos sus tornillos y sus tuercas. Cuando hablo de un entorno moral contaminado, no hablo sólo de esos caballeros que comen verduras orgánicas y no miran al exterior desde su ventana. Hablo de todos nosotros.
Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros -si bien, naturalmente, en diferente grado-somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación.
¿Por qué digo esto? Sería muy poco razonable entender el triste legado de los últimos cuarenta años como algo ajeno a nosotros, algo que nos ha dejado en herencia un pariente lejano. Por el contrario, debemos aceptar este legado como un pecado que cometimos contra nosotros mismos. Al aceptarlo como tal, comprenderemos que es responsabilidad nuestra, y de nadie más, hacer algo al respecto.
No podemos culpar de todo a los gobernantes anteriores, no sólo porque sería falso, sino también porque podría adormecerse el deber al que cada uno de nosotros se enfrenta hoy, es decir, la obligación de actuar con independencia, con libertad, de forma razonable y rápida.
No nos equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.
Si somos conscientes de esto, en nuestro corazón renacerá la esperanza. Al realizar el esfuerzo necesario para enderezar los asuntos de interés común, tenemos algo en qué apoyarnos. Estos últimos tiempos -y, en especial, las últimas seis semanas de nuestra pacífica revolución-han develado el enorme potencial espiritual, moral y humano, así como la cultura cívica, que estaban dormidos en nuestra sociedad bajo la máscara impuesta de la apatía.
Cada vez que alguien declaraba categóricamente que éramos esto o lo otro, yo siempre objetaba que la sociedad es una criatura muy misteriosa y que no es sabio confiar tan sólo en la cara que te presenta.
Me alegra ver que no me equivocaba. En todo el mundo, la gente se pregunta dónde encontraron los ciudadanos de Checoslovaquia, dóciles, humillados, escépticos y cínicos en apariencia, esa fuerza maravillosa para deshacerse de la carga del yugo autoritario en pocas semanas y de una forma pacífica y decente. Preguntémonos de dónde sacó la gente joven, que nunca había conocido otro sistema, el deseo de alcanzar la verdad, el amor por el pensamiento libre, sus ideas políticas, su valor cívico y su prudencia cívica. ¿Cómo fue que sus padres -esa generación que se consideraba perdida-se unieron a ellos? ¿Cómo es posible que tantísima gente supiera de forma inmediata qué hacer, y que ninguno de ellos necesitara consejos ni órdenes? Masaryk basó su política en la moralidad. Intentemos, en una nueva época y de una forma nueva, restaurar ese concepto de política. Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política debería ser la expresión del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad en lugar de la necesidad de engañarla o expoliarla.
Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política no sólo puede ser el arte de lo posible, en especial si esto implica el arte de la especulación, el cálculo, la intriga, los tratos secretos y las maniobras pragmáticas, sino incluso también el arte de lo imposible, el arte de mejorarnos a nosotros y mejorar el mundo.
Tenemos por delante unas elecciones libres y una campaña electoral. No permitamos que esta lucha mancille el rostro hasta la fecha limpio de nuestra apacible revolución. No permitamos que las simpatías del mundo, que tan de prisa nos hemos ganado, se pierdan con la misma rapidez enredándonos en la jungla de las escaramuzas por el poder. No permitamos que el deseo de servir a uno mismo prospere de nuevo bajo la bella máscara del deseo de servir al bien común.
Lo que ahora importa de verdad no es qué partido, qué club o qué grupo prevalecerá en las elecciones. Lo importante es que los ganadores sean los mejores de entre nosotros, en el sentido moral, cívico, político y profesional, sea cual sea su afiliación política.
Las políticas y el prestigio futuros de nuestro Estado dependerán de las personalidades que seleccionemos y elijamos después para nuestros organismos representativos. En conclusión, me gustaría decir que quiero ser un presidente que hable menos y trabaje más. Ser un presidente que no sólo mire al exterior desde la ventanilla de su avión, sino que, en primer lugar y ante todo, esté siempre presente entre sus conciudadanos y los escuche con atención.
Puede que se pregunten con qué tipo de república sueño. Dejen que les responda: sueño con una república independiente, libre y democrática, una república económicamente próspera y, no obstante, socialmente justa. En pocas palabras, una república humana que sirva al individuo y que, por tanto, albergue la esperanza de que el individuo la sirva a ella a su vez. Una república de personas enteras, porque sin ellas es imposible solucionar ninguno de nuestros problemas, ya sean humanos, económicos, medioambientales, sociales o políticos.
El más distinguido de mis antecesores comenzó su primer discurso con una cita del gran pedagogo checo Comenio. Permítanme concluir mi primer discurso con mi propia paráfrasis de la misma afirmación: ¡Pueblo, han recuperado su gobierno!
[1] Václav Havel (1936), Intelectual, escritor, dramaturgo y político checo, fue el último presidente de Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista y el primer presidente de la República Checa, creada conjuntamente con la República de Eslovaquia, de la división de la primera, dispuesta por decisión parlamentaria en 1993, cargo en el que permaneció durante 3 mandatos. Entre sus libros notables se encuentra el titulado: “El poder de los que no tienen poder”. Firmó asimismo con otros intelectuales la famosa “Carta 77” que pedía la adhesión de su país a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue encarcelado durante el régimen comunista en su lucha por las libertades y en 1989 encabezó la llamada «Revolución de Terciopelo», que desmanteló la dictadura e instauró un régimen democrático, del que el propio Havel fue elegido presidente; y cuyo discurso de asunción publicamos en el presente por su importancia histórica. Rosendo Fraga, Director del Centro de Estudios de Nueva Mayoría, ha dicho además sobre el autor de este discurso, que: “Se trata de una personalidad singular, que... logr[ó] demostrar que el humanismo como valor central de un líder político, no está reñido con la globalización ni con la política, en momentos que parecen haberse deshumanizado. […] Alentó con entusiasmo y decisión, la incorporación de su país y su región a la OTAN y la Unión Europea y antes de dejar el cargo ha visto coronados con el éxito sus esfuerzos. […] Desde la segunda mitad de los años noventa, el campo de acción de Havel se universalizó. En 1997, convocó en el histórico Castillo de Praga, a la primera edición del “Foro 2000”, en el cual reunió a personalidades mundiales de diferentes países, continentes, culturas, religiones e ideologías, buscando promover el diálogo, el entendimiento, la comprensión y el consenso. […] El 20 de septiembre de 2002, en el discurso que pronunció en New York, ante graduados universitarios, que tituló Václav Havel: el Dramaturgo como Presidente, realiza un balance de su Presidencia a poco tiempo de finalizar el mandato en el que dice: “se acerca la época en que aquellos que me rodean, el mundo y mi propia conciencia ya no me preguntarán cuáles son mis ideales, ni me preguntarán qué deseo cumplir y cómo quiero cambiar el mundo, sino que comenzarán a preguntarme qué he logrado, qué ideales he cumplido y cuáles fueron los resultados, cómo quiero que sea mi legado y qué clase de mundo quiero dejar detrás de mí”. Dos meses después, tuvo a su cargo el discurso inaugural de la Cumbre de la OTAN que se reunió en Praga, en un momento que la lucha contra el terrorismo internacional y el eventual ataque a Irak ya dominaban la agenda internacional. Dijo entonces: “Entender a otras personas, otras culturas, otras costumbres y el esfuerzo de no despreciarles, sino construir junto a ellos una red de relaciones basadas en la igualdad obviamente no significa que deberíamos renunciar a nuestros propios criterios o normas y ocultar nuestra convicción para crear un clima agradable. Todo lo contrario: las verdaderas relaciones de amistad no se pueden apoyar en mentiras, solamente podrán crecer de una tierra fértil de sinceridad mutua”. […] (“EL LEGADO DE VÁCLAV HAVEL. El Presidente de la República Checa, Václav Havel deja su cargo tras trece años de ejercerlo”).
domingo, 30 de mayo de 2010
El arma bacteriológica // Juan Miguel Matheus
En su ensayo “La lucha contra el totalitarismo”, Karl Jaspers enfatiza en que “la claridad acerca de la naturaleza del totalitarismo es nuestra mayor arma, si logramos expandirla a toda la población”. Esta idea, en apariencia sencilla, es el quicio de la lucha antitotalitaria. Lo que hoy está planteado es una batalla en las conciencias y por las conciencias. Liberar a Venezuela es liberar la conciencia de los venezolanos. Sólo así la verdad podría propagarse como un arma bacteriológica (Vaclav Havel), que penetre cada ranura del régimen de Hugo Chávez, lo prive de su oxígeno (la mentira) y propicie su repentina implosión.
Lo anterior supone vencer algunos argumentos “realistas”, frecuentemente esgrimidos tanto por personeros del régimen como de la oposición. En Venezuela –se dice– no existe un totalitarismo porque (i) no se cometen los crímenes de la Unión Soviética o de la Alemania nazi, (ii) hay cierta libertad de expresión y, además, (iii) se producen elecciones periódicas.
Con respecto a lo primero, es obvio que no somos la Alemania nazi ni la URSS. Padecemos una patología política con sello propio, criolla. Ello no obsta, sin embargo, para catalogarla de totalitaria. La esencia del totalitarismo es la pretensión de transformar la naturaleza humana y de dominar por entero a la persona y a la sociedad. Ésa es, vale decir, la aspiración suprema de la revolución bolivariana. Así lo demuestran las palabras del Comandante y, sobre todo, sus acciones. Si dicha dominación no es mayor, es porque los venezolanos nos resistimos a ser esclavos. Pero ello no significa que la naturaleza del régimen no sea totalitaria. Así como no deja de ser cáncer un tumor tratado con quimioterapia, tampoco el régimen deja de ser totalitario porque lo refrenemos.
En cuanto a lo segundo, no es verdad que haya libertad de expresión en Venezuela. Primero, porque el régimen controla cubierta o encubiertamente la mayor parte de los medios de comunicación, utilizándolos para el despliegue de su aparato propagandístico, para el adoctrinamiento de sus partidarios y para la siembra del terror a través de la amenaza y la difamación. Y segundo, porque la expresión de la palabra libre en los medios no oficialistas ni autocensurados está modulada por el chavismo: si ésta coadyuva a mantener alguna apariencia de tolerancia, se la permite. Si no conviene a tal efecto o no se la soporta, entonces se activan la persecución penal y la retaliación.
Por último, en Venezuela hay elecciones mas no respeto por la voluntad popular. El régimen ha impregnado la opinión pública, incluyendo vastos sectores opositores, de una visión formalista de la democracia. Ha hecho pensar que democracia es sinónimo de “voto popular”, con independencia de las condiciones de justicia electoral y del Estado constitucional. De este modo, ocurre algo tan grave como paradójico: la mayor dificultad para comprender la naturaleza del régimen y asumir que enfrentamos una autocracia totalitaria es nuestra propia idea de democracia, hueca y sin valores. Cuando la cambiemos, cuando la dotemos de contenido y de substantividad, estaremos en capacidad de alcanzar la claridad referida por Jaspers. Entonces haremos de la verdad nuestra arma bacteriológica. Sobrevendrá la libertad. Podremos llamar las cosas por su nombre: democracia, a la democracia verdadera; y totalitarismo, a la revolución bolivariana.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Lo anterior supone vencer algunos argumentos “realistas”, frecuentemente esgrimidos tanto por personeros del régimen como de la oposición. En Venezuela –se dice– no existe un totalitarismo porque (i) no se cometen los crímenes de la Unión Soviética o de la Alemania nazi, (ii) hay cierta libertad de expresión y, además, (iii) se producen elecciones periódicas.
Con respecto a lo primero, es obvio que no somos la Alemania nazi ni la URSS. Padecemos una patología política con sello propio, criolla. Ello no obsta, sin embargo, para catalogarla de totalitaria. La esencia del totalitarismo es la pretensión de transformar la naturaleza humana y de dominar por entero a la persona y a la sociedad. Ésa es, vale decir, la aspiración suprema de la revolución bolivariana. Así lo demuestran las palabras del Comandante y, sobre todo, sus acciones. Si dicha dominación no es mayor, es porque los venezolanos nos resistimos a ser esclavos. Pero ello no significa que la naturaleza del régimen no sea totalitaria. Así como no deja de ser cáncer un tumor tratado con quimioterapia, tampoco el régimen deja de ser totalitario porque lo refrenemos.
En cuanto a lo segundo, no es verdad que haya libertad de expresión en Venezuela. Primero, porque el régimen controla cubierta o encubiertamente la mayor parte de los medios de comunicación, utilizándolos para el despliegue de su aparato propagandístico, para el adoctrinamiento de sus partidarios y para la siembra del terror a través de la amenaza y la difamación. Y segundo, porque la expresión de la palabra libre en los medios no oficialistas ni autocensurados está modulada por el chavismo: si ésta coadyuva a mantener alguna apariencia de tolerancia, se la permite. Si no conviene a tal efecto o no se la soporta, entonces se activan la persecución penal y la retaliación.
Por último, en Venezuela hay elecciones mas no respeto por la voluntad popular. El régimen ha impregnado la opinión pública, incluyendo vastos sectores opositores, de una visión formalista de la democracia. Ha hecho pensar que democracia es sinónimo de “voto popular”, con independencia de las condiciones de justicia electoral y del Estado constitucional. De este modo, ocurre algo tan grave como paradójico: la mayor dificultad para comprender la naturaleza del régimen y asumir que enfrentamos una autocracia totalitaria es nuestra propia idea de democracia, hueca y sin valores. Cuando la cambiemos, cuando la dotemos de contenido y de substantividad, estaremos en capacidad de alcanzar la claridad referida por Jaspers. Entonces haremos de la verdad nuestra arma bacteriológica. Sobrevendrá la libertad. Podremos llamar las cosas por su nombre: democracia, a la democracia verdadera; y totalitarismo, a la revolución bolivariana.
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martes, 25 de mayo de 2010
Chávez relativista // Juan Miguel Matheus
Las dos semanas anteriores dedicamos nuestros artículos al relativismo y a la ley natural. Lo hicimos desde una perspectiva general. Sostuvimos que el relativismo es, en el fondo, una negación de la ley natural, que priva de referentes morales tanto a las personas concretas como a los sistemas políticos y sociales. Bajo la dictadura del relativismo la ley natural no puede ser el fundamento de la convivencia democrática, pues el vacío moral que caracteriza a esta autocracia contemporánea conduce a que “el humor de las mayorías o de los más fuertes se convierta en el criterio del bien o del mal” (Benedicto XVI).
Ahora queremos concretar ambos temas en la situación venezolana. El epicentro de nuestra crisis política y moral está en la verdad. El régimen de Hugo Chávez se sostiene por la mentira sistemática, es decir, por la negación generalizada y deliberada de la verdad que representa la ley natural. Para ello cuenta con el aparato de poder estatal, con los recursos de las arcas públicas y con la estructura propagandística de la revolución. El régimen no hace más que imponer por la fuerza su “verdad relativa” e inhumana, su visión del hombre y de la sociedad: el marxismo.
Piénsese en la siembra del odio y del resentimiento, en el fomento de la lucha de clases, que tienen como oficio los personeros del régimen. Piénsese en el adoctrinamiento ideológico con el cual se emponzoña a nuestra juventud y se secuestra el futuro del país. Piénsese en el afán de hacernos vivir en la zozobra y en el miedo, en la instrumentalización de la justicia penal con fines de terror, que están sufriendo los comisarios Simonovis, Forero y Vivas, así como todos nuestros presos políticos. Piénsese en la pretensión de aniquilar la libertad de pensamiento, de imponer un pensamiento único, de criminalizar la opinión y la disidencia. Piénsese en la devastación de la economía y de la propiedad privada para esclavizar a los venezolanos, para hacer depender la satisfacción de sus necesidades básicas –cuales siervos– del poder omnímodo de Hugo Chávez. ¿Acaso no es verdad que todas las anteriores son situaciones de injusticia, que vulneran la dignidad humana y, por lo tanto, la ley natural? Sí, es verdad. Y no hay estructura de poder ni aparato propagandístico que puedan ocultarlo.
En este punto queremos llamar la atención sobre lo siguiente: la caída del régimen llegará cuando quienes lo adversen entiendan que debemos luchar por la verdad y por la justicia contenidas en la ley natural, y no meramente por derrotar situaciones con las cuales estamos en desacuerdo. La tarea política –si es honesta– tiene que ser concebida como un servicio a la verdad, no a nosotros mismos. Dentro de nuestros líderes de oposición hay algunos que luchan por reivindicar la ley natural y rechazan el relativismo. Nos consta. Pero la mayoría de ellos no lo hace. Conciente o inconcientemente siguen albergando ese venenoso relativismo, que tanto favorece a Hugo Chávez. A ellos queremos recordarles unas palabras de Juan Pablo II: “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. Sólo anclados en la verdad recobraremos la auténtica libertad. Lo lograremos.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Ahora queremos concretar ambos temas en la situación venezolana. El epicentro de nuestra crisis política y moral está en la verdad. El régimen de Hugo Chávez se sostiene por la mentira sistemática, es decir, por la negación generalizada y deliberada de la verdad que representa la ley natural. Para ello cuenta con el aparato de poder estatal, con los recursos de las arcas públicas y con la estructura propagandística de la revolución. El régimen no hace más que imponer por la fuerza su “verdad relativa” e inhumana, su visión del hombre y de la sociedad: el marxismo.
Piénsese en la siembra del odio y del resentimiento, en el fomento de la lucha de clases, que tienen como oficio los personeros del régimen. Piénsese en el adoctrinamiento ideológico con el cual se emponzoña a nuestra juventud y se secuestra el futuro del país. Piénsese en el afán de hacernos vivir en la zozobra y en el miedo, en la instrumentalización de la justicia penal con fines de terror, que están sufriendo los comisarios Simonovis, Forero y Vivas, así como todos nuestros presos políticos. Piénsese en la pretensión de aniquilar la libertad de pensamiento, de imponer un pensamiento único, de criminalizar la opinión y la disidencia. Piénsese en la devastación de la economía y de la propiedad privada para esclavizar a los venezolanos, para hacer depender la satisfacción de sus necesidades básicas –cuales siervos– del poder omnímodo de Hugo Chávez. ¿Acaso no es verdad que todas las anteriores son situaciones de injusticia, que vulneran la dignidad humana y, por lo tanto, la ley natural? Sí, es verdad. Y no hay estructura de poder ni aparato propagandístico que puedan ocultarlo.
En este punto queremos llamar la atención sobre lo siguiente: la caída del régimen llegará cuando quienes lo adversen entiendan que debemos luchar por la verdad y por la justicia contenidas en la ley natural, y no meramente por derrotar situaciones con las cuales estamos en desacuerdo. La tarea política –si es honesta– tiene que ser concebida como un servicio a la verdad, no a nosotros mismos. Dentro de nuestros líderes de oposición hay algunos que luchan por reivindicar la ley natural y rechazan el relativismo. Nos consta. Pero la mayoría de ellos no lo hace. Conciente o inconcientemente siguen albergando ese venenoso relativismo, que tanto favorece a Hugo Chávez. A ellos queremos recordarles unas palabras de Juan Pablo II: “verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”. Sólo anclados en la verdad recobraremos la auténtica libertad. Lo lograremos.
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lunes, 17 de mayo de 2010
Se llama ley natural //Juan Miguel Matheus
En nuestro artículo “Si no existe, ¿por qué luchamos?” (El Universal, 13-5-2010), hablamos sobre la necesidad de combatir la dictadura del relativismo. La verdad moral –dijimos– sí existe. No es relativa ni depende de la voluntad de los hombres. Tampoco está sujeta a los caprichos y/o vaivenes de una mayoría democrática. De lo contrario justicia sería lo que conviene al más fuerte. Da lo mismo que se trate de un autócrata o de alguien con el apoyo de los votos.
Tales afirmaciones generaron reacciones. Recibimos docenas de correos. Algunos lectores compartían que no toda conducta es moralmente válida, aunque sea permitida por las leyes positivas o aceptada por la sociedad. Otros manifestaron su desacuerdo. Una posición anti-relativista les parece “soberbia”, “poco fiable” para la “tolerancia democrática”. ¿Quién tiene –preguntaban– la autoridad de determinar qué es la verdad?
Al respecto hemos de decir que esa autoridad no reside en ninguna persona. La verdad moral deriva de la ley natural y ésta, a su vez, de la naturaleza humana. Todos los hombres poseemos una forma de ser particular: la humanidad. Existimos como una unidad corpóreo-espiritual, somos libres y responsables, y estamos dotados de inteligencia y voluntad. El objeto de la inteligencia es la verdad. El de la voluntad, el bien. La ley natural es, en este sentido, un principio de acción que permite a la inteligencia iluminar la voluntad sobre lo que resulta beneficioso/perjudicial para la naturaleza humana y, por lo tanto, debe procurarse/evitarse.
La ley natural está, así, al alcance de la razón humana. Todos los hombres de todos los tiempos pueden descubrir sus exigencias. Por eso Aristóteles se refirió a ella como “lo justo universal”. Es cierto, sin embargo, que la razón puede nublarse en el descubrimiento de los modos concretos de vivir la ley natural. Ello es consecuencia de nuestra capacidad de obrar el mal, de lo que en clave judeo-cristiana se denomina pecado original. Por eso toda persona tiene el deber de formar su conciencia para estar en mejores condiciones de aferrarse a la ley natural. Pero los políticos tienen una especial responsabilidad en esta materia, pues su función es procurar las condiciones en las cuales los ciudadanos se adhieran libremente a la ley natural.
Cuando un político se divorcia de la ley natural (aborto, matrimonio homosexual, abolición de la propiedad privada, supresión de la libertad de pensamiento), comienza lo que Eric Voegelin llamó rebelión gnóstica: un proceso por el cual un hombre o grupo de hombres impone, en virtud de un supuesto conocimiento más profundo de la naturaleza humana, su concepción relativa de la verdad y del bien, con el fin de alcanzar alguna utopía (el hombre nuevo, acabar las injusticias sociales, derrotar el imperialismo yankee, etc.). Allí estriba la verdadera soberbia, esencia del totalitarismo y causa de corrupción de las democracias sin valores. Eso es lo que está pasando en Venezuela. Su mayor nutriente es el relativismo, que debemos enfrentar sin descanso. Mientras no lo hagamos seguimos a merced de la barbarie. Manos a la obra.
jmmfuma@gmail.com
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Tales afirmaciones generaron reacciones. Recibimos docenas de correos. Algunos lectores compartían que no toda conducta es moralmente válida, aunque sea permitida por las leyes positivas o aceptada por la sociedad. Otros manifestaron su desacuerdo. Una posición anti-relativista les parece “soberbia”, “poco fiable” para la “tolerancia democrática”. ¿Quién tiene –preguntaban– la autoridad de determinar qué es la verdad?
Al respecto hemos de decir que esa autoridad no reside en ninguna persona. La verdad moral deriva de la ley natural y ésta, a su vez, de la naturaleza humana. Todos los hombres poseemos una forma de ser particular: la humanidad. Existimos como una unidad corpóreo-espiritual, somos libres y responsables, y estamos dotados de inteligencia y voluntad. El objeto de la inteligencia es la verdad. El de la voluntad, el bien. La ley natural es, en este sentido, un principio de acción que permite a la inteligencia iluminar la voluntad sobre lo que resulta beneficioso/perjudicial para la naturaleza humana y, por lo tanto, debe procurarse/evitarse.
La ley natural está, así, al alcance de la razón humana. Todos los hombres de todos los tiempos pueden descubrir sus exigencias. Por eso Aristóteles se refirió a ella como “lo justo universal”. Es cierto, sin embargo, que la razón puede nublarse en el descubrimiento de los modos concretos de vivir la ley natural. Ello es consecuencia de nuestra capacidad de obrar el mal, de lo que en clave judeo-cristiana se denomina pecado original. Por eso toda persona tiene el deber de formar su conciencia para estar en mejores condiciones de aferrarse a la ley natural. Pero los políticos tienen una especial responsabilidad en esta materia, pues su función es procurar las condiciones en las cuales los ciudadanos se adhieran libremente a la ley natural.
Cuando un político se divorcia de la ley natural (aborto, matrimonio homosexual, abolición de la propiedad privada, supresión de la libertad de pensamiento), comienza lo que Eric Voegelin llamó rebelión gnóstica: un proceso por el cual un hombre o grupo de hombres impone, en virtud de un supuesto conocimiento más profundo de la naturaleza humana, su concepción relativa de la verdad y del bien, con el fin de alcanzar alguna utopía (el hombre nuevo, acabar las injusticias sociales, derrotar el imperialismo yankee, etc.). Allí estriba la verdadera soberbia, esencia del totalitarismo y causa de corrupción de las democracias sin valores. Eso es lo que está pasando en Venezuela. Su mayor nutriente es el relativismo, que debemos enfrentar sin descanso. Mientras no lo hagamos seguimos a merced de la barbarie. Manos a la obra.
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jueves, 13 de mayo de 2010
La ley natural. La defensa contra los atropellos de la ley // Rodrigo Martínez Murillo
Fuente: Virtudes y Valores
Lo que antes era evidente, ahora no lo es tanto. ¿Se pueden casar con todos los derechos dos personas del mismo sexo? ¿Quién y por qué decide si una vida es digna de vivirse o no? ¿La madre puede disponer del ser que aún lleva en su vientre? Cuestiones que antes se veían claramente como buenas o malas, ahora la sociedad las pone en duda. Los valores basados en el humanismo cristiano se ponen entre paréntesis y lo obvio ya no lo es tanto. ¿Es suficiente apelar a lo que marca la ley, a lo que dice el 51% de los parlamentarios para que algo sea lícito o no?
En un primer momento tenemos que aceptar que no toda ley, aunque sea legítimamente constituida, es ya de por sí buena. Recordemos, como clásico ejemplo, que Hitler ascendió al poder de manera democrática, y no hay nadie en su justo juicio que apruebe las leyes de tal gobierno. Si aceptamos que la norma definitiva de nuestro actuar es la ley civil, haremos de la moralidad, de lo bueno y de lo lícito, un instrumento en manos del partido en turno o de grupos de poder económico e ideológico con pocos escrúpulos. Hay cosas que por su naturaleza son buenas o malas, y por lo tanto, inaceptables, aunque reciban el consenso de la mayoría. La Iglesia Católica, apoyándose en una rica tradición filosófica, cree encontrar este baluarte, fundamento de toda moral y legislación, por el que se puede discernir entre el bien y el mal por encima de las leyes civiles: la ley moral natural.
¿Qué es esta ley natural tan mencionada por los moralistas y anti-moralistas? Es el principio que «expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir, mediante la razón, lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1954). Cuando compramos un aparato, lo primero que hacemos es ver las instrucciones. De utilizar el aparato según las reglas que le puso el fabricante, depende su buen o mal funcionamiento. No nos funcionará una computadora de 220 V en una corriente de 110 V, y si conectamos un aparato en una corriente de voltaje superior a la marcada, seguramente lo quemaremos.
La ley natural es ese conjunto de “instrucciones de uso” que el Creador ha puesto en el hombre para su “buen funcionamiento”, con la peculiaridad de que el hombre, a diferencia de los artefactos y de los otros seres vivientes, puede conocer sus propias leyes. Por su inteligencia es capaz de conocer la ley natural y de seguirla o no seguirla, aunque sabe que al no seguirla actúa erróneamente. La ley natural se nos manifiesta de modo inmediato, casi intuitivo. Por eso sentimos la inclinación, podríamos decir “quasi innata”, sin que nadie nos lo diga de hacer el bien y evitar el mal, de respetar la vida y los bienes de los demás, de cumplir los pactos contraidos, de decir la verdad, aunque a veces se sientan dificultades en percibirlo o haya que vencer nuestras inclinaciones al mal.
La ley natural no ha sido un invento de la Iglesia o un “dogma”. Es una de las muchas verdades accesibles a la razón del hombre de las que la Iglesia, maestra perenne de humanidad, se ha hecho portadora enriqueciéndola con la luz de la Revelación. Algunos paganos, tiempo antes de la venida de Cristo, dieron clarividentes intuiciones de la ley natural. En “Antígona”, la famosa tragedia de Sófocles, el autor pone en boca de la protagonista la existencia de una “ley no escrita” (ágraphos nómos) por encima de las leyes escritas: «Tus prohibiciones, Creonte, no son tan fuertes para poder violar la ley no escrita, fijada por los dioses, aquellas que ninguno sabe cuando fueron establecidas porque no viven desde hoy o desde ayer, sino desde toda la eternidad» (Antígona, vv. 563 ss). Cicerón, el más grande orador romano, afirma: «Existe una ley verdadera, una razón recta, conforme a la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, tal que interpela a los hombres con sus mandatos a hacer su deber o a impedirles hacer el mal. Esta ley no es diversa en Roma o en Atenas. No es diversa ahora o mañana. Es una ley inmutable y eterna cuyo único autor, intérprete y legislador es Dios.» (De republica III, 22, 33).
En base a la distinción entre ley natural y ley civil o positiva podemos hacer la distinción entre legalidad y legitimidad. Legalidad es la conformidad con la ley escrita, aquella fijada por el poder político. Legitimidad es la conformidad con la ley natural. Toda ley es legal por el hecho de ser emanada por la autoridad competente, pero no todas las leyes son legítimas o justas. Sólo la ley natural permite definir la legitimidad de una ley. Si una ley viola la ley natural, dice Santo Tomás de Aquino, no será más ley, sino corrupción de la ley «non erit lex, sed legis corruptio» (S. Th. I-II, q. 95, a. 3). Pero si una ley escrita es conforme a la ley natural, obedecerla es un deber.
El Santo Padre Benedicto XVI, desde que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había visto la importancia de que las leyes civiles estuvieran fundamentadas en la ley natural, y había advertido las consecuencias de su olvido. Llegó a identificar el conflicto ético presente con la crisis del reconocimiento de la ley natural. Por eso encomendó a la Comisión Teológica Internacional un estudio sobre este argumento, que ya está terminándose.
El 12 de febrero de 2007, ante 200 participantes de un Congreso Internacional sobre el Derecho Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, Benedicto XVI volvió a remarcar la importancia de la ley natural para toda legislación como la expresión de esas «normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas».
El reconocimiento o negación de la ley natural tiene aplicaciones de vida o muerte. «La ley inscrita en la naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad» añadió el Papa en el citado discurso. «La verdadera garantía», pero bien podemos decir la única garantía. Si cayese la ley natural, caería el fundamento absoluto de la dignidad humana y toda ley sería mutable y relativa. Los derechos humanos dependerían de lo que dicte la mayoría de los votos. Sin el parapeto de la ley y el derecho natural, el hombre está a merced de lo que dicten personas poderosas, pero sin ningún escrúpulo de conciencia. Entonces no hay ningún impedimento para hacer de las personas auténticos conejillos de Indias, para hacer de los embriones un banco de órganos, para llenar en poco tiempo los bolsillos de los abortistas, o para eliminar enfermos terminales y ancianos en los hospitales ahorrando un poco del erario público.
El Papa y la Iglesia no pueden dejar de proclamar la verdad sobre el hombre, y por lo tanto, sus derechos naturales como el derecho a la vida. Cada persona es única y tiene dignidad y valor absoluto por ser imagen y semejanza de Dios. Por esta enconada lucha, creyentes y no creyentes ven en la Iglesia la voz de los derechos humanos.
Lo que antes era evidente, ahora no lo es tanto. ¿Se pueden casar con todos los derechos dos personas del mismo sexo? ¿Quién y por qué decide si una vida es digna de vivirse o no? ¿La madre puede disponer del ser que aún lleva en su vientre? Cuestiones que antes se veían claramente como buenas o malas, ahora la sociedad las pone en duda. Los valores basados en el humanismo cristiano se ponen entre paréntesis y lo obvio ya no lo es tanto. ¿Es suficiente apelar a lo que marca la ley, a lo que dice el 51% de los parlamentarios para que algo sea lícito o no?
En un primer momento tenemos que aceptar que no toda ley, aunque sea legítimamente constituida, es ya de por sí buena. Recordemos, como clásico ejemplo, que Hitler ascendió al poder de manera democrática, y no hay nadie en su justo juicio que apruebe las leyes de tal gobierno. Si aceptamos que la norma definitiva de nuestro actuar es la ley civil, haremos de la moralidad, de lo bueno y de lo lícito, un instrumento en manos del partido en turno o de grupos de poder económico e ideológico con pocos escrúpulos. Hay cosas que por su naturaleza son buenas o malas, y por lo tanto, inaceptables, aunque reciban el consenso de la mayoría. La Iglesia Católica, apoyándose en una rica tradición filosófica, cree encontrar este baluarte, fundamento de toda moral y legislación, por el que se puede discernir entre el bien y el mal por encima de las leyes civiles: la ley moral natural.
¿Qué es esta ley natural tan mencionada por los moralistas y anti-moralistas? Es el principio que «expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir, mediante la razón, lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1954). Cuando compramos un aparato, lo primero que hacemos es ver las instrucciones. De utilizar el aparato según las reglas que le puso el fabricante, depende su buen o mal funcionamiento. No nos funcionará una computadora de 220 V en una corriente de 110 V, y si conectamos un aparato en una corriente de voltaje superior a la marcada, seguramente lo quemaremos.
La ley natural es ese conjunto de “instrucciones de uso” que el Creador ha puesto en el hombre para su “buen funcionamiento”, con la peculiaridad de que el hombre, a diferencia de los artefactos y de los otros seres vivientes, puede conocer sus propias leyes. Por su inteligencia es capaz de conocer la ley natural y de seguirla o no seguirla, aunque sabe que al no seguirla actúa erróneamente. La ley natural se nos manifiesta de modo inmediato, casi intuitivo. Por eso sentimos la inclinación, podríamos decir “quasi innata”, sin que nadie nos lo diga de hacer el bien y evitar el mal, de respetar la vida y los bienes de los demás, de cumplir los pactos contraidos, de decir la verdad, aunque a veces se sientan dificultades en percibirlo o haya que vencer nuestras inclinaciones al mal.
La ley natural no ha sido un invento de la Iglesia o un “dogma”. Es una de las muchas verdades accesibles a la razón del hombre de las que la Iglesia, maestra perenne de humanidad, se ha hecho portadora enriqueciéndola con la luz de la Revelación. Algunos paganos, tiempo antes de la venida de Cristo, dieron clarividentes intuiciones de la ley natural. En “Antígona”, la famosa tragedia de Sófocles, el autor pone en boca de la protagonista la existencia de una “ley no escrita” (ágraphos nómos) por encima de las leyes escritas: «Tus prohibiciones, Creonte, no son tan fuertes para poder violar la ley no escrita, fijada por los dioses, aquellas que ninguno sabe cuando fueron establecidas porque no viven desde hoy o desde ayer, sino desde toda la eternidad» (Antígona, vv. 563 ss). Cicerón, el más grande orador romano, afirma: «Existe una ley verdadera, una razón recta, conforme a la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, tal que interpela a los hombres con sus mandatos a hacer su deber o a impedirles hacer el mal. Esta ley no es diversa en Roma o en Atenas. No es diversa ahora o mañana. Es una ley inmutable y eterna cuyo único autor, intérprete y legislador es Dios.» (De republica III, 22, 33).
En base a la distinción entre ley natural y ley civil o positiva podemos hacer la distinción entre legalidad y legitimidad. Legalidad es la conformidad con la ley escrita, aquella fijada por el poder político. Legitimidad es la conformidad con la ley natural. Toda ley es legal por el hecho de ser emanada por la autoridad competente, pero no todas las leyes son legítimas o justas. Sólo la ley natural permite definir la legitimidad de una ley. Si una ley viola la ley natural, dice Santo Tomás de Aquino, no será más ley, sino corrupción de la ley «non erit lex, sed legis corruptio» (S. Th. I-II, q. 95, a. 3). Pero si una ley escrita es conforme a la ley natural, obedecerla es un deber.
El Santo Padre Benedicto XVI, desde que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había visto la importancia de que las leyes civiles estuvieran fundamentadas en la ley natural, y había advertido las consecuencias de su olvido. Llegó a identificar el conflicto ético presente con la crisis del reconocimiento de la ley natural. Por eso encomendó a la Comisión Teológica Internacional un estudio sobre este argumento, que ya está terminándose.
El 12 de febrero de 2007, ante 200 participantes de un Congreso Internacional sobre el Derecho Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, Benedicto XVI volvió a remarcar la importancia de la ley natural para toda legislación como la expresión de esas «normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas».
El reconocimiento o negación de la ley natural tiene aplicaciones de vida o muerte. «La ley inscrita en la naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad» añadió el Papa en el citado discurso. «La verdadera garantía», pero bien podemos decir la única garantía. Si cayese la ley natural, caería el fundamento absoluto de la dignidad humana y toda ley sería mutable y relativa. Los derechos humanos dependerían de lo que dicte la mayoría de los votos. Sin el parapeto de la ley y el derecho natural, el hombre está a merced de lo que dicten personas poderosas, pero sin ningún escrúpulo de conciencia. Entonces no hay ningún impedimento para hacer de las personas auténticos conejillos de Indias, para hacer de los embriones un banco de órganos, para llenar en poco tiempo los bolsillos de los abortistas, o para eliminar enfermos terminales y ancianos en los hospitales ahorrando un poco del erario público.
El Papa y la Iglesia no pueden dejar de proclamar la verdad sobre el hombre, y por lo tanto, sus derechos naturales como el derecho a la vida. Cada persona es única y tiene dignidad y valor absoluto por ser imagen y semejanza de Dios. Por esta enconada lucha, creyentes y no creyentes ven en la Iglesia la voz de los derechos humanos.
Si no existe, ¿por qué luchamos? // Juan Miguel Matheus
Un tema sobre el cual conviene volver una y otra vez es la relación entre política y verdad. Como señaló Joseph Ratzinger días antes de ser elegido Papa, la gran opresión contemporánea es la dictadura del relativismo, es decir, la actitud vital según la cual no existen verdades objetivas que encaucen a priori la conducta moral de las personas. Bajo este esquema la verdad depende de lo que piense o desee cada sujeto en cada circunstancia concreta. Nada es definitivo. Todo es relativo. Todo vale. Se argumenta que la libertad es el derecho a actuar de acuerdo a la propia verdad, y la tolerancia la disposición a respetar el ejercicio de una libertad así entendida.
Cuando el relativismo inunda lo político comienza un proceso que conlleva a la primacía del poder sobre la verdad y de la fuerza sobre la razón. Desde la perspectiva relativista la justicia es, como sostendría el sofista Trasímaco en el libro I de La república de Platón, "lo que conviene al más fuerte". Los choques de "verdades relativas" sólo pueden ser zanjados a través de la fuerza, de modo que la verdad moral -lo justo- termina siendo lo que imponga el más poderoso. Ello ocurre tanto en las autocracias (violaciones a DDHH, concentración de poderes, etc.) como en las democracias sin referentes morales (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, etc.). En ambos casos se hace patente la esencia de la dictadura del relativismo: el divorcio entre moralidad y convivencia política.
Lo anterior encuadrada en el caso venezolano. Enfrentamos un régimen que se edifica sobre la negación de la verdad, dentro del cual la justicia es lo que conviene al más fuerte. Para revertir esa situación es necesario que desterremos el relativismo de nuestros modos políticos. Dirigencia de oposición, académicos, estudiantes y ciudadanos: ninguno debe anclarse en el relativismo para enfrentar al régimen. Hacerlo equivaldría a colocar la lucha en términos de choque de "verdades relativas". En ese caso la meta no sería ahogar la mentira y la maldad en la verdad y en el bien sino imponer "nuestra verdad". Se trataría, dicho en criollo, de un quítate tú pa´ ponerme yo, de un deja de imponer pa´ imponer yo.
Si la verdad no existe, ¿por qué luchamos? Esta pregunta apunta al núcleo de las aspiraciones de quienes queremos liberar a Venezuela. Nuestra lucha no sólo ha de tener por norte salir del actual escollo sino, sobre todo, construir una sociedad virtuosa, en la cual cada venezolano viva de acuerdo a la verdad. Sería desafortunado derrotar al régimen para instaurar en Venezuela una democracia sin valores. Por eso el veneno del relativismo debe rechazarse desde ahora. De lo contrario será muy difícil construir una auténtica democracia. Seguiría latente el riesgo del totalitarismo. En palabras de Juan Pablo II, "si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder; una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". (Centesimus annus, N° 46).
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Cuando el relativismo inunda lo político comienza un proceso que conlleva a la primacía del poder sobre la verdad y de la fuerza sobre la razón. Desde la perspectiva relativista la justicia es, como sostendría el sofista Trasímaco en el libro I de La república de Platón, "lo que conviene al más fuerte". Los choques de "verdades relativas" sólo pueden ser zanjados a través de la fuerza, de modo que la verdad moral -lo justo- termina siendo lo que imponga el más poderoso. Ello ocurre tanto en las autocracias (violaciones a DDHH, concentración de poderes, etc.) como en las democracias sin referentes morales (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, etc.). En ambos casos se hace patente la esencia de la dictadura del relativismo: el divorcio entre moralidad y convivencia política.
Lo anterior encuadrada en el caso venezolano. Enfrentamos un régimen que se edifica sobre la negación de la verdad, dentro del cual la justicia es lo que conviene al más fuerte. Para revertir esa situación es necesario que desterremos el relativismo de nuestros modos políticos. Dirigencia de oposición, académicos, estudiantes y ciudadanos: ninguno debe anclarse en el relativismo para enfrentar al régimen. Hacerlo equivaldría a colocar la lucha en términos de choque de "verdades relativas". En ese caso la meta no sería ahogar la mentira y la maldad en la verdad y en el bien sino imponer "nuestra verdad". Se trataría, dicho en criollo, de un quítate tú pa´ ponerme yo, de un deja de imponer pa´ imponer yo.
Si la verdad no existe, ¿por qué luchamos? Esta pregunta apunta al núcleo de las aspiraciones de quienes queremos liberar a Venezuela. Nuestra lucha no sólo ha de tener por norte salir del actual escollo sino, sobre todo, construir una sociedad virtuosa, en la cual cada venezolano viva de acuerdo a la verdad. Sería desafortunado derrotar al régimen para instaurar en Venezuela una democracia sin valores. Por eso el veneno del relativismo debe rechazarse desde ahora. De lo contrario será muy difícil construir una auténtica democracia. Seguiría latente el riesgo del totalitarismo. En palabras de Juan Pablo II, "si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder; una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". (Centesimus annus, N° 46).
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miércoles, 5 de mayo de 2010
Formar a la juventud, ganar la patria // Juan Miguel Matheus
En los últimos años se ha manifestado un hecho altamente esperanzador: el fervor de patria de la juventud venezolana. No hay mal que por bien no venga. A pesar de la dificultad del momento, miles de jóvenes se han comprometido con el bien del país. Se han dispuesto a asumir el servicio público como un compromiso de vida. Muchos de ellos se orientan a ser políticos de profesión dentro de los partidos. Otros, a ser ciudadanos con una profunda conciencia cívica, cuya prioridad sea el beneficio de la sociedad y no el mero bienestar personal.
Esos jóvenes están respondiendo a un peculiar llamado: la vocación política. A eso hay que prestarle atención. No abundan los países en los cuales miles de jóvenes se quieran dedicar a la política. En ese sentido, somos afortunados. Tenemos un valiosísimo tesoro, que supone una gran responsabilidad para toda la sociedad civil, incluidos, por supuesto, los partidos. Es necesario crear las estructuras (ONGs, institutos, think tanks) y las condiciones materiales (financiamientos, becas, salarios) en las cuales sea posible cultivar la vocación política de nuestros muchachos a lo largo y ancho del país. En eso todos podemos arrimar el hombro.
Cultivar la vocación política de esos jóvenes significa acompañarlos en el proceso de formación de sus cabezas y de sus corazones, así como en la adquisición de algunas herramientas o habilidades. De sus cabezas, para que entiendan la complejidad de los problemas de la vida social, así como los principios que, aplicados al contexto concreto de Venezuela, deben inspirar las acciones para resolverlos. De sus corazones (aquí yace lo más importante), porque tales acciones deben estar presididas por el ejercicio de la virtud: un político ha de ser una persona capaz de encarnar la verdad, alguien que actúa de acuerdo a su conciencia para procurar el bien moral en su propia vida y, a partir de éste, darse a la tarea de buscarlo para los demás. Y finalmente, hay que darles las herramientas necesarias para dotar de eficacia su futura acción política: oratoria, técnicas de negociación, comunicación política, técnicas de creación de redes entre grupos y sectores sociales, etcétera.
Actualmente hay dos agrupaciones que llaman la atención por el modo en que cultivan la vocación política de los jóvenes: Futuro Presente y FORMA. Son instituciones que vienen sembrando el porvenir de una manera perseverante, cuyos frutos ya son apreciables. De allí que merezcan un reconocimiento público, apoyo y aliento. También hay que procurar la existencia de más agrupaciones de esa naturaleza y, sobre todo, propiciar que los partidos hagan de la formación de sus juventudes una prioridad real. La historia enseña que el porvenir de las naciones está en dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para mantener la esperanza. En eso consiste, precisamente, la formación política. Por eso formar a la juventud es, sin dudas, ganar la patria.
jmmfuma@gmail.com
@JuanMMatheus
Esos jóvenes están respondiendo a un peculiar llamado: la vocación política. A eso hay que prestarle atención. No abundan los países en los cuales miles de jóvenes se quieran dedicar a la política. En ese sentido, somos afortunados. Tenemos un valiosísimo tesoro, que supone una gran responsabilidad para toda la sociedad civil, incluidos, por supuesto, los partidos. Es necesario crear las estructuras (ONGs, institutos, think tanks) y las condiciones materiales (financiamientos, becas, salarios) en las cuales sea posible cultivar la vocación política de nuestros muchachos a lo largo y ancho del país. En eso todos podemos arrimar el hombro.
Cultivar la vocación política de esos jóvenes significa acompañarlos en el proceso de formación de sus cabezas y de sus corazones, así como en la adquisición de algunas herramientas o habilidades. De sus cabezas, para que entiendan la complejidad de los problemas de la vida social, así como los principios que, aplicados al contexto concreto de Venezuela, deben inspirar las acciones para resolverlos. De sus corazones (aquí yace lo más importante), porque tales acciones deben estar presididas por el ejercicio de la virtud: un político ha de ser una persona capaz de encarnar la verdad, alguien que actúa de acuerdo a su conciencia para procurar el bien moral en su propia vida y, a partir de éste, darse a la tarea de buscarlo para los demás. Y finalmente, hay que darles las herramientas necesarias para dotar de eficacia su futura acción política: oratoria, técnicas de negociación, comunicación política, técnicas de creación de redes entre grupos y sectores sociales, etcétera.
Actualmente hay dos agrupaciones que llaman la atención por el modo en que cultivan la vocación política de los jóvenes: Futuro Presente y FORMA. Son instituciones que vienen sembrando el porvenir de una manera perseverante, cuyos frutos ya son apreciables. De allí que merezcan un reconocimiento público, apoyo y aliento. También hay que procurar la existencia de más agrupaciones de esa naturaleza y, sobre todo, propiciar que los partidos hagan de la formación de sus juventudes una prioridad real. La historia enseña que el porvenir de las naciones está en dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para mantener la esperanza. En eso consiste, precisamente, la formación política. Por eso formar a la juventud es, sin dudas, ganar la patria.
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lunes, 26 de abril de 2010
AN y transición democrática // Juan Miguel Matheus
Los venezolanos necesitamos un verdadero Parlamento. Existe una relación directamente proporcional entre la necesidad de reconstruir la democracia y la necesidad de reconstruir la AN. Mientras más urja rehacer un régimen de libertades más urgirá alcanzar un órgano legislativo apto para sostener una democracia constitucional. Para nadie es un secreto que la actual AN perdió su significación constitucional y su razón de ser política. De hecho, no es un verdadero Parlamento. No representa la heterogeneidad de la sociedad venezolana, no tiene autonomía moral, no legisla para asegurar los derechos de los ciudadanos y no controla al Poder Ejecutivo. Será imposible transitar hacia la democracia si la AN no recobra el lugar de primacía que le corresponde entre los Poderes del Estado. Y esto por varias razones.
En primer lugar, porque la AN será el escenario propicio para el consenso requerido para la refundación de la democracia. Como comentamos en nuestro artículo “Restaurar el Estado constitucional”, publicado en El Universal el día 26-4-2010, es necesario determinar cuál será la Constitución sobre la cual se asentará el nuevo régimen de libertades. Cualquier opción jurídico-política que se siga para hacerlo (volver a la Constitución de 1961, legitimar la Constitución de 1999 o convocar a una Asamblea Nacional Constituyente) ha de ser una decisión necesariamente consensuada, pactada. Para ello la AN es la institución más idónea. Se espera que en ella tomen parte todas las fuerzas partidistas y se refleje el pluralismo político y social del país.
En segundo lugar, no menos importante, porque la AN constituiría el foco de irradiación de la legitimidad de los demás Poderes del Estado. Legitimando a la AN se podría legitimar, nombrando a sus titulares y controlándolos, a los Magistrados del TSJ, a los miembros Poder Moral, y a los rectores del Poder Electoral. Sería una ocasión propicia para enfrentar al régimen en este sentido. Habría que hacer patentes sus arbitrariedades y derribar el cerco que secuestra la separación de poderes.
Y finalmente, en tercer lugar, porque la AN tendrá que convertirse en la caja de resonancia a través de la cuales los partidos políticos orienten a la sociedad civil y a la opinión pública hacia la transición democrática. Recobrar la democracia supondrá que todos los sectores de la sociedad se incorporen al proceso de reedificación institucional de la República. Empresarios, gremios profesionales, sindicatos, universidades, etc.: todos deberán enfocarse en la consolidación de la democracia. Todos tendrán que actuar con generosidad para sacar el país adelante. Deberán anteponer el bien común a sus intereses particulares. Para ello será necesario que desde la AN la inteligencia política, que representará a todos los componentes sociales, marque el camino con la legislación adecuada y trace los objetivos de la tan ansiada reconstrucción nacional.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
En primer lugar, porque la AN será el escenario propicio para el consenso requerido para la refundación de la democracia. Como comentamos en nuestro artículo “Restaurar el Estado constitucional”, publicado en El Universal el día 26-4-2010, es necesario determinar cuál será la Constitución sobre la cual se asentará el nuevo régimen de libertades. Cualquier opción jurídico-política que se siga para hacerlo (volver a la Constitución de 1961, legitimar la Constitución de 1999 o convocar a una Asamblea Nacional Constituyente) ha de ser una decisión necesariamente consensuada, pactada. Para ello la AN es la institución más idónea. Se espera que en ella tomen parte todas las fuerzas partidistas y se refleje el pluralismo político y social del país.
En segundo lugar, no menos importante, porque la AN constituiría el foco de irradiación de la legitimidad de los demás Poderes del Estado. Legitimando a la AN se podría legitimar, nombrando a sus titulares y controlándolos, a los Magistrados del TSJ, a los miembros Poder Moral, y a los rectores del Poder Electoral. Sería una ocasión propicia para enfrentar al régimen en este sentido. Habría que hacer patentes sus arbitrariedades y derribar el cerco que secuestra la separación de poderes.
Y finalmente, en tercer lugar, porque la AN tendrá que convertirse en la caja de resonancia a través de la cuales los partidos políticos orienten a la sociedad civil y a la opinión pública hacia la transición democrática. Recobrar la democracia supondrá que todos los sectores de la sociedad se incorporen al proceso de reedificación institucional de la República. Empresarios, gremios profesionales, sindicatos, universidades, etc.: todos deberán enfocarse en la consolidación de la democracia. Todos tendrán que actuar con generosidad para sacar el país adelante. Deberán anteponer el bien común a sus intereses particulares. Para ello será necesario que desde la AN la inteligencia política, que representará a todos los componentes sociales, marque el camino con la legislación adecuada y trace los objetivos de la tan ansiada reconstrucción nacional.
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lunes, 19 de abril de 2010
Vuelvan caras // Juan Miguel Matheus
La frase del General Páez que titula este artículo es especialmente oportuna en los tiempos que corren. Hoy miles de venezolanos sucumben a la tentación de irse del país. La descomposición moral y política, el temor a la delincuencia, la incertidumbre frente al porvenir y las penurias económicas son algunas de las razones que mueven a probar suerte en latitudes lejanas. Venezuela –duele decirlo– se está desangrando. Cada día que pasa pierde su mayor riqueza: los venezolanos. No sólo han muerto 120.000 personas en manos del hampa durante los últimos once años sino que, además, son muchos los venezolanos que se marchan.
Hay ocasiones en las cuales irse del país es algo inevitable. Pueden existir razones familiares, de salud o de conciencia que lo justifiquen. Sin embargo, la mayoría de las veces se trata de una huida al hecho de vivir en la en la zozobra, lo cual es comprensible. Nadie puede ser obligado a soportar unas condiciones de vida como las que padecemos los venezolanos. Pero lo mejor para Venezuela es quedarse. Sólo si nos quedamos estamos en condiciones de luchar. De lo contrario –aunque suene fuerte– se abandona la patria a merced de los malos y se empeña el futuro de las próximas generaciones.
Como es obvio, quedarse en el país requiere un ejercicio de generosidad. Supone una decisión personalísima de asumir libremente el sufrimiento. Ello es especialmente costoso cuando se tiene una familia y se es responsable de otras personas, o cuando se tienen bienes económicos que proteger. Sin embargo, aquí aparece la idea que esclarece el asunto: lo que Venezuela necesita es heroísmo. Eso quiere decir sacrificio. Nadie nos regalará la paz ni la libertad. Serán fruto de un heroísmo magnánimo, que mueva a construir en el país lo que se busca en otros lugares: justicia, seguridad, progreso, etc.
Debe tenerse en cuenta que no hemos nacido en Venezuela por obra del azar. Ser venezolanos tiene un componente providencial. El hecho de vivir aquí y ahora, en la Venezuela chavista, es algo que no escapa a los designios de la Providencia. Es en Venezuela en donde nos corresponder desplegar nuestra humanidad y hacernos mejores personas. Nosotros no hemos elegido lo que nos toca sufrir. Lo que sí podemos elegir, lo que verdaderamente depende de nosotros y conduce a la plenitud humana, es ser generosos para resistir este aluvión de mal, aunque ello comporte incomodidades y riesgos.
Para ello la clave es cultivar una esperanza responsable. Juan Pablo II nos enseñó que “el mal, aunque lo parezca, no prevalece sobre el bien”. Sus victorias son aparentes. Tiene sus días contados. Dios, quien gobierna el mundo, es la fuerza que lo limita. Pero a los hombres nos corresponde poner los medios humanos para que eso sea así. Entre ellos el primero es, precisamente, quedarse en el país. Y si sobreviene el sufrimiento podremos recordar lo dicho por Sócrates, una vez sentenciado a muerte: “No os preocupéis, atenienses, que los dioses no son indiferentes a los sufrimiento del hombre que lucha por la justicia”. Algún premio tendremos reservado.
jmmfuma@gmail.com
Twitter: @JuanMMatheus
Hay ocasiones en las cuales irse del país es algo inevitable. Pueden existir razones familiares, de salud o de conciencia que lo justifiquen. Sin embargo, la mayoría de las veces se trata de una huida al hecho de vivir en la en la zozobra, lo cual es comprensible. Nadie puede ser obligado a soportar unas condiciones de vida como las que padecemos los venezolanos. Pero lo mejor para Venezuela es quedarse. Sólo si nos quedamos estamos en condiciones de luchar. De lo contrario –aunque suene fuerte– se abandona la patria a merced de los malos y se empeña el futuro de las próximas generaciones.
Como es obvio, quedarse en el país requiere un ejercicio de generosidad. Supone una decisión personalísima de asumir libremente el sufrimiento. Ello es especialmente costoso cuando se tiene una familia y se es responsable de otras personas, o cuando se tienen bienes económicos que proteger. Sin embargo, aquí aparece la idea que esclarece el asunto: lo que Venezuela necesita es heroísmo. Eso quiere decir sacrificio. Nadie nos regalará la paz ni la libertad. Serán fruto de un heroísmo magnánimo, que mueva a construir en el país lo que se busca en otros lugares: justicia, seguridad, progreso, etc.
Debe tenerse en cuenta que no hemos nacido en Venezuela por obra del azar. Ser venezolanos tiene un componente providencial. El hecho de vivir aquí y ahora, en la Venezuela chavista, es algo que no escapa a los designios de la Providencia. Es en Venezuela en donde nos corresponder desplegar nuestra humanidad y hacernos mejores personas. Nosotros no hemos elegido lo que nos toca sufrir. Lo que sí podemos elegir, lo que verdaderamente depende de nosotros y conduce a la plenitud humana, es ser generosos para resistir este aluvión de mal, aunque ello comporte incomodidades y riesgos.
Para ello la clave es cultivar una esperanza responsable. Juan Pablo II nos enseñó que “el mal, aunque lo parezca, no prevalece sobre el bien”. Sus victorias son aparentes. Tiene sus días contados. Dios, quien gobierna el mundo, es la fuerza que lo limita. Pero a los hombres nos corresponde poner los medios humanos para que eso sea así. Entre ellos el primero es, precisamente, quedarse en el país. Y si sobreviene el sufrimiento podremos recordar lo dicho por Sócrates, una vez sentenciado a muerte: “No os preocupéis, atenienses, que los dioses no son indiferentes a los sufrimiento del hombre que lucha por la justicia”. Algún premio tendremos reservado.
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