* Conferencia dictada en el marco del curso “Comprender la política”, organizado por la Asociación Civil FORMA en las instalaciones de la Universidad Monteávila, el día 14 de junio de 2003.
Ante todo debemos reconocer que la política es un quehacer humano cuyo ámbito surge de la sociabilidad de la persona y en este sentido puede afirmarse que es una actividad connatural al hombre. Como tal, su última raíz está en nuestra dimensión trascendente. Si bien tiene lugar en la historia así como en la cultura y, por tanto, corresponde al orden de lo temporal, en sus fines y consecuencias últimas (metas políticas) lo excede. Ello deriva de que el ser humano no se agota en lo temporal, pues su fin y bien último consiste en su encuentro amoroso y para siempre con el Creador
Esa actividad tiene una especificidad que debemos precisar para sobrepasar los reduccionismos que son tan frecuentes en las reflexiones y acciones que se califican como políticas.
A mi juicio una formulación particularmente bien lograda la encontramos sintéticamente expresada en un reciente discurso del Sumo Pontífice, pronunciado el 17 de Mayo 2003, al recibir de la romana Universidad de La Sapienza el doctorado "honoris causa" en derecho otorgado con motivo de la conmemoración del séptimo centenario de esa casa de estudios. Juan Pablo II precisó que la vida política era "destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común" (citando parte de un texto de la Exhortación Apostólica Cristifidelis Laici, N° 42, que luego leeré completa, que había sido recogido por la Congregación para la Doctrina de la Fe en una Nota Doctrinal, a la que luego me referiré, fechada el 24 de noviembre de 2002).
Puede ya adelantarse que esa actividad es inseparable de la moral y también que ella es objeto de una reflexión y análisis sistemático, tanto en el plano de la filosofía (la Filosofía Política) como en el de varias de las ciencias humanas: la politología (de la cual es objeto específico), la historia de la política, la sociología política, etc.
Puede también afirmarse que entre los quehaceres humanos la política es un "arte", y sin pretender agotar de pasada un tema arduo, esto significa que es un "actuar" y no un "producir" o fabricar.
Debemos tener en cuenta que en castellano el vocablo “hacer” tiene muchas y diversas significaciones, a veces se usa en lugar de “actuar” y otras en lugar de “fabricar”, esto no nos debe llevar a confusiones.
Cuando se afirma que la política es un actuar humano se da por sentado no sólo que son inseparables, sino que ella está regulada, regida por la moral y que su ejercicio postula la adquisición y práctica de una serie de virtudes. En estos momentos se ha generalizado una falsa noción de la moral que en realidad la destruye principalmente por afirmar una concepción de relativismo cultural y sostener un pluralismo ético que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la moral natural" (Nota Doctrinal referida N° 2). La afirmación de la existencia de esta ley moral natural no comporta que se desconozca “la legítima pluralidad de opiniones temporales” (ídem N° 3 y Constitución Conciliar Gaudium et Spes N° 75). Es preciso afirmar que esa legitimidad -típica de la democracia- se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona (Nota cit. N° 3). Ello comporta tener presente una afirmación del Papa actual: "Verdad y libertad van juntas o juntas perecen miserablemente" (carta Encíclica Fides et Ratio N° 90 cit. por Nota Doctrinal cit. N° 7).
En tanto quehacer humano, en la política constatamos las dimensiones fundamentales de la existencia humana: la trascendente: basamento último de la dignidad de la persona humana y en consecuencia fuente de los derechos humanos fundamentales. La social que, como he señalado es el ámbito en el cual surge como manifestación connatural al ser humano, tanto la multiplicidad de vínculos asociativos que existen entre las personas, como la variedad multiforme de sociedades con sus fines propios que forman parte de una sociedad de sociedades la cual requiere la autoridad y el poder plasmado en un conjunto de instituciones (el Estado, en términos modernos), para lograr el bien ordenador: la justicia, fin del ordenamiento jurídico concretado en instituciones y normas jurídicas y la solidaridad, esto es el asumir como tarea común la responsabilidad de aportar lo necesario para el logro de la humanización más plena posible de cada persona y de cada pueblo (el Bien Común).
La histórica, pues el tránsito vital de la persona humana se despliega en el tiempo y espacio, del cual cada ser humano es sujeto, es decir coautor de su propia vida que se cruza con la vida de las otras personas y sociedades, de forma tal que recibe un legado o patrimonio generado por las generaciones anteriores, legado que le condiciona y que es modificado por sus acciones libres, para ser entregado a las generaciones futuras.
La cultura, en la cual se constatan las expresiones y concepciones que las personas humanas originan en su esfuerzo por alcanzar mayor plenitud y humanizar su entorno, en un intercambio en el que se expresa una tensión que existe en el hombre. Por una parte su menesterosidad: es carente de muchos bienes a los cuales no puede acceder individual y aisladamente; por la otra su sobreabundancia: es capaz de dar, y de darse a sí mismo a los demás, así como de aceptar la dación que los demás hacen de sí mismo acogiéndose en su plena dignidad.
Es necesario para la comprensión de la política recordar que la criatura humana en su condición terrenal está afectada de un desorden en su naturaleza que da origen al drama misterioso del mal: la persona puede, con el ejercicio desordenado de su libertad, privar del bien a su conducta, dañarse a sí misma, a los otros seres humanos y al resto de la creación. Este desorden en las potencias de la persona humana (inteligencia, voluntad, afectividad) las oscurece, debilita y subvierte, dando origen a una constante ambivalencia de los procesos humanos y aún convirtiendo al hombre en esclavo del mal.
Esta herida, que algún filósofo ha denominado “fisura ontológica” o “fisura óntica” no destruye la libertad de la persona ni le impide el acceso a la verdad, el bien, la belleza, la justicia y demás bienes, pero unida a la limitación propia del ser creado, exige un empeño muy arduo para disminuir la perturbación que caracteriza el quehacer humano temporal. Por ello el ejercicio de la política demanda una verdadera ascesis: además de un empeño por conocer la verdad requiere la práctica continua de actos buenos a fin de alcanzar las virtudes, en especial las llamadas "cardinales": prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
El ser humano ha tenido conciencia de esta perturbación pero al mismo tiempo, al acceder por la razón al conocimiento de Dios, ha intuido que en Él está la solución a su "capacidad de mal". El pensamiento cristiano, iluminado por la fe, conoce, confía, espera y lucha para que todos los hombres accedan a la verdadera liberación, lograda por Nuestro Señor Jesucristo con su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección.
En la vida social se constata la existencia de una ambivalencia derivada de esta "fisura óntica": bien y mal están presentes a lo largo de la historia y en las distintas culturas, y el filósofo Jaques Maritain se refiere a ella recordando la parábola evangélica del trigo y la cizaña.
Como expresé al inicio, dos muy recientes expresiones del Papa actual y de la Congregación para la Doctrina de la Fe, retoman la noción de política que ya estaba formulada con un poco más de extensión en la Exhortación Apostólica Christifidelis Laici publicada con fecha 30-12-88, N° 42, en estos términos: “es la multiforme y variada acción humana (económica, social, legislativa, administrativa y cultural) destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.
Tal noción requiere, a los efectos de mi presentación, algunas explicitaciones: en primer lugar se trata de actividades destinadas en promover de modo orgánico e institucional un fin. Ello conlleva la necesidad de percibir que la política tiene como supuesto una realidad social estructurada con un mínimo grado de institucionalización en lo que el lenguaje más comúnmente utilizado se ha denominado la "Sociedad Civil", la "república", la "Comunidad Civil" o, en otras ocasiones, el "Estado". Hay una cierta equivocidad en estas denominaciones que me obligan a las siguientes consideraciones:
LA SOCIEDAD CIVIL (POLÍTICA)
La noción de sociedad civil hace referencia en los textos pontificios a lo que más técnicamente se puede denominar Sociedad o Cuerpo Político, es decir, a una sociedad más compleja que la familia en su sentido extenso, de base territorial, que se propone alcanzar el Bien Común, (CV II Constitución Gaudium et Spes N° 74), dotándose de una organización e instrumentos institucionales especializados (el Estado en sentido estricto) para lograr tal objetivo.
En ella son necesarios la autoridad y el poder cuyos titulares son los pueblos que delegan su ejercicio en el Estado, no sólo para la conservación de la unidad y el orden de la sociedad sino fundamentalmente para la promoción y búsqueda del bien común. (León XIII, Rerum Novarum N° 26 al 31; Pío XI Cuadragésimo Anno No 110; Juan XXIII Mater et Magistra N° 20).
Esta sociedad, desde la perspectiva de su organización jurídico-política, es denominada también Estado, (cf. Juan XXIII Pacem in Terris, N° 67 y siguientes), el cual se compara con “un cuerpo cuyos miembros son los seres humanos” (ídem N° 89), el pueblo, y que en cuanto “comunidad política”, “país” o “nación”, en razón de la igualdad de naturaleza entre los hombres, goza de una “dignidad natural” que impide la aceptación de diferencias entre las diversas comunidades políticas (ídem). Ellas son titulares de derechos y deberes mutuos (ídem N° 80), no pueden alcanzar su perfeccionamiento si viven aisladas (ídem N° 131), deben regular sus relaciones conforme a las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad (ídem N° 80).
Esta pluralidad no va en desmedro de la única comunidad en el mundo que la familia humana va sintiendo y construyendo (Gaudium et Spes N° 33).
No siempre el término Estado es utilizado en este sentido. En muchas oportunidades se refiere a una parte de esa Sociedad Política, que es institucionalmente depositaria de la autoridad y el poder público, cuyo ejercicio consiste en conducir y orientar a la Sociedad Política al logro del Bien Común y cuya actuación se caracteriza por dos principios: el de subsidiaridad y el de solidaridad. A este sentido nos referimos más adelante.
La Sociedad Política es una comunidad de personas y una sociedad de sociedades; es decir, el hombre despliega su sociabilidad en múltiples formas de vida asociadas, desde “la familia o sociedad doméstica, bien pequeña es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquier otra” (Rerum Novarum N° 9) y a quien debe asegurarse su papel de lugar primario de “humanización” de la persona y de la sociedad (Cristefideles Laici N° 40); pues es la primera estructura fundamental a favor de la ecología humana (Juan Pablo II, Centesimus Annus, N° 39); hasta las asociaciones de obreros, patronos, vecinos (Rerurn Novarum N 34; Cuadragésimo Anno N° 83 a 87) y muchos otros organismos, cuerpos y asociaciones privadas, llamadas en conjunto “Sociedades o cuerpos intermedios” que son expresión del proceso denominado por Juan XXIII “socialización” (Mater et Magistra N° 59) y que según el Pontífice señala, es necesario que “sean autónomos y tiendan a sus fines específicos, con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del bien común. Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados en ellos como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes” (ídem N° 65).
La existencia de “una rica gama de cuerpos intermedios, finalidades económicas, sociales culturales” es un camino, junto a la asociación del “trabajo a la propiedad del capital”, para asegurar “la subjetividad de la sociedad" (Juan Pablo II Laborem exercens N° 14).
En la sociedad se realiza la convivencia civil que “sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana, si se funda en la verdad” y ello ocurre cuando cada cual reconoce “los derechos que le son propios y los deberes que tiene para con los demás”. Esto es, “cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones, cuando estén movidos por el amor de tal manera que sientan como suyas las necesidades del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes y procuren que en todo el mundo haya un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano” (Pacem in Terris N° 35).
La sociedad humana, en opinión del Papa Juan XXIII, debe ser considerada “ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual” (ídem N° 36) debe dirigirse al desarrollo de los valores fundamentales: verdad, justicia, respeto integral a la libertad, amor mutuo” y debe ajustarse “a una igualdad cada día más humana” (ídem 37). Por ello, Dios “es la fuente más profunda, de la cual puede extraer su vida verdadera una convivencia humana rectamente constituida, provechosa y adecuada a la dignidad del hombre” (ídem N° 38).
EL ESTADO
La significación restringida del término Estado al que antes hicimos alusión, hace referencia a un conjunto de instituciones jurídico-políticas que no se confunden ni equivalen a la Sociedad Política. Es más bien, como sostiene el filósofo Jacques Maritain, “una parte especializada en los intereses del todo”, por lo que institucionalmente está revestida de la autoridad (Pío XII Radio Mensaje de Navidad de 1944).
El carácter instrumental del Estado queda claro al constatar que “el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstos y no para sofocarlos” (Centesimus Annus N° 11l).
Toda sociedad "bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país" (Pacem in Terris N° 46).
León XIII afirma en la Rerum Novamum que, con independencia de “las vicisitudes en las distintas formas de gobierno” siempre existirá la diferencia entre gobernantes y gobernados. Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno, quienes legislen, quienes juzguen y finalmente, quienes con su dictamen y autoridad administren los asuntos civiles y militares” (N° 25). Cien años más tarde, Juan Pablo II al destacar este aporte de su antecesor añade, reiterando la doctrina establecida en Pacem in Terris (N° 67 y siguientes): “es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es este el principio del “Estado de Derecho” en el cual es soberana la Ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (Centesimus Annus N° 44).
La autoridad no es sustancialmente “una fuerza física”, ella “consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin” (Pacem in Terris N° 47).
La determinación del régimen político y la selección de gobernantes se dejan “a la libre designación de los ciudadanos”, en consecuencia pueden ser diferentes la “estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia” (Gaudium et Spes N° 74).
Ahora bien, el Concilio Vaticano II, recogiendo criterios ya avanzados por Pío XII en el radiomensaje de Navidad de 1942 y Juan XXIII en Pacem in Terris, reconoce conforme con la naturaleza humana “que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa publica, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes" (Gaudium et Spes N° 75).
En perfecta consistencia con tal declaración, Juan Pablo II expresa con la fuerza que lo caracteriza: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por eso mismo no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos usurpan el poder del Estado”. (Centesimus Annus N° 46).
No calla aquí el Papa. Continúa en una precisión de enorme importancia: "Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad” (ídem).
Las referidas estructuras de participación son asociaciones voluntarias que pueden tener como fin específico crear opinión sobre las políticas públicas, formularlas para proponerlas, formar ciudadanos activos, participar en la lucha por el poder (partidos políticos), representar intereses sectoriales de grupos sociales específicos, defender y promover los derechos humanos, etc.
El Pontífice extrae profundas enseñanzas de los acontecimientos de 1989. Por una parte “ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no dejarse condicionar por principios morales” y por la otra “son una amonestación para cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el derecho y la moral” (Centesimus Annus N° 25).
Esto es, lo que la Iglesia aprecia de la democracia, no es una pura forma de gobierno, es un sistema de vida.
La recta concepción de la persona humana comporta reconocer en el hombre tanto su tendencia hacia el bien como su capacidad de hacer el mal.
De allí que el orden social no debe oponer el interés individual al de la sociedad sino coordinarlos y no hay un secreto para la organización social perfecta. La condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal. Hay una tarea de animación evangélica de las realidades humanas, imprescindible para corregir las desviaciones de la sociedad y para corroborar el ánimo de luchar por el bien, tarea que corresponde a los cristianos, de manera especial a los seglares, junto con todos los hombres de buena voluntad (Centesimus Annus N° 25).
Hoy, continúa el Pontífice reinante, después de la caída del totalitarismo comunista y otras formas totalitarias o autoritarias (regímenes de “seguridad nacional”), junto a una positiva y predominante valoración – “no sin contraste del ideal democrático” y “una viva atención y preocupación por los derechos humanos”, asistimos “a diversos aspectos de una crisis de los sistemas democráticos que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según el bien común" (ídem N° 47). Tal crisis deriva de que a los criterios de justicia y moralidad se anteponen “la fuerza electoral o financiera de los grupos” que sostienen determinados intereses que forman los llamados en la politología grupos de interés y grupos de presión, actualmente se habla de la existencia de un “tecnosistema”, de carácter mecánico y funcionalista,…”cuyos elementos estructurales son el Estado, el mercado y los medios de comunicación” (Llano Alejandro. Humanismo Cívico. Ariel Filosofía, Barcelona 1999, p.16) cada vez más autoreferenciales. Todo ello, produce en la población apatía y desconfianza “con lo cual disminuye la participación y el espíritu cívico de la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común” (Centesimus Annus N° 47).
Debe precisarse, como lo hace el Papa reinante reiterando criterios formulados desde el inicio en la Doctrina Social de la Iglesia, que ésta respeta la “legítima autonomía del orden democrático, pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional” (ídem).
Es obvio que, al ser el Estado una parte de la sociedad política y si bien tiene funciones de regir y ordenar el conjunto hacia la búsqueda del bien común, aún precisando, por ejemplo, las cargas que en virtud de su función social gravan a la propiedad privada, (Cuadragésimo Anno N° 49), se plantean delicados problemas de relaciones entre las personas, las sociedades de base y diversos grupos intermedios y el Estado. Ante ellos la Doctrina Social de la Iglesia ha precisado varios principios orientadores.
El primero es el de Participación, que hemos ya analizado suficientemente en los párrafos anteriores. Este principio procura asegurar que el hombre no pierda su condición de sujeto, de autor libre y responsable de su propia historia y de los aportes que hace a la humanidad en al desarrollo de su vida; también pretende garantizar que las formas de vida asociada en las que la persona humana despliega su dar y recibir constantes, preserven a su vez aquella misma condición, que el actual Papa ha denominado la “subjetividad de la sociedad”.
En concordancia con la noción de Bien Común que debe asumirse como objetivo último de la dimensión temporal de lo político, hoy es imprescindible superar el reduccionismo deshumanizante de la política al afán de poder; la economía al interés de acumulación de riqueza sin límite; y la manipulación informativa en los medios de comunicación, centrando los esfuerzos en el incremento y purificación de la cultura entendida como mayor plenitud humana que inspira y ordena los otros órdenes (crf. Llano, A. cit.p.35).
El segundo es el principio de Solidaridad, según el cual la autoridad pública debe intervenir en apoyo y cuidado de los individuos más indefensos y en la medida en que esta indefensión es mayor, mayor debe ser esa intervención, la cual no excluye por cierto el deber de los demás hombres de acudir en apoyo y cuidado de estos sectores débiles (Centesimus Annus N° 1 0).
Tal defensa de los débiles legítima la acción directa del Estado poniendo algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro (Laborem Exercens, 8; Centesimus Annus N° 15).
Así mismo, en el terreno de la economía le corresponden una serie de tareas de armonización y dirección del desarrollo. Debe garantizar la existencia de un conjunto institucional jurídico y político que brinde seguridad en la garantía de la libertad individual, la propiedad, un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes, desterrar la corrupción de los poderes públicos e impedir la proliferación de fuentes impropias de enriquecimientos y beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o en la pura especulación. Debe intervenir para erradicar situaciones de monopolio que crean obstáculos o demoras al desarrollo (Centesimus Annus N° 48).
El tercero es el de subsidiaridad, expresado de modo preciso por Pío XI en Quadragésimo anno y calificado como “gravísimo principio inamovible e inmutable” de la filosofía social, que a pesar de los cambios operados en las condiciones sociales “sigue firme y en pie”. Oigamos su formulación: “como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas puedan hacer y proporcionar, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absolverlos” (N° 79).
De seguidas el Papa aplica el principio al Estado, advirtiendo además, que de respetarse tal principio el Estado ahorraría mucho tiempo que de lo contrario perdería en cuestiones de menor importancia y lograría más firmeza, eficacia y libertad en la atención de los asuntos de su exclusiva competencia, concluyendo su exposición sobre este punto de la siguiente manera: “(...) tengan muy presentes los gobernantes que mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación” (N° 80) .
Este principio es recogido por Juan XXIII en la Mater et Magistra (N° 53) al establecer “como tesis inicial” que la economía debe ser obra, ante todo de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen por si solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes” (N° 51).
La Subsidiaridad no excluye sin embargo la acción del Estado: “es necesaria también la presencia activa del poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los ciudadanos” (N° 52). Esto es, “la acción del estado que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria” (N° 53).
El sentido de la intervención del Estado en materia social, económica y cultural es el de crear condiciones más favorables para ayudar a las personas y a “los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre” no entorpeciendo las asociaciones familiares, sociales, o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias” y no privándolas “de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada" los gobernantes (Gaudium et Spes N° 75). El Concilio Vaticano II en el texto citado reconoce que, dada la diversidad entre las regiones y la evolución de los pueblos, las relaciones entre la socialización y la autonomía, y el desarrollo de la persona debe entenderse de modo diverso. Alerta además el Concilio que las restricciones temporales a los derechos que pudieren exigir razones de bien común, deben cesar cuanto antes, “una vez que hayan cambiado las circunstancias”.
Tal principio no entra en contradicción, me permito reiterar, con el ejercicio de las funciones propias del Estado a las que antes se aludió, ni con el desarrollo de adecuados servicios públicos, o de políticas sociales y culturales, en particular para atender los estratos más débiles de la población (opción preferencial por los pobres). Tampoco contradice que "el Estado y las demás instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuando éstos llevan consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro del bien común” (cit. Quadragesimo anno), como bien asienta la Mater et Magistra (N° 116).
Además, y sin lesión del principio de subsidiaridad, "el Estado puede ejercer funciones de suplencia, en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de empresas, y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil” (Centesimus Annus N° 48).
El anterior texto, del Santo Padre reinante, al tiempo que recoge en la última encíclica citada la expansión de la intervención del Estado hasta el punto de configurar el llamado Estado de bienestar, como evolución que en algunos países se ha dado “para responder a formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana” (ídem), señala los excesos y abusos que han convertido a esta forma de Estado en lo que se ha calificado coma “Estado asistencial”, el cual “provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos” (ídem).
Juan Pablo II subraya que también en este ámbito “debe ser respetado el principio de subsidiaridad” y en un señalamiento a mi juicio de gran actualidad e importancia, expresa: “El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado.... mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí mismo un valor singular a cuyo servicio deben estar el mercado y el Estado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras” (N° 49).
También el principio de subsidiaridad tiene aplicación en el ámbito internacional y esta vez se refiere a la acción de la autoridad política mundial que el Papa Juan XXIII proclamaba ya en 1963, como una exigencia de orden moral del proceso de interdependencia creciente entre las naciones, en razón de viabilizar el bien común de los pueblos (Pacem in terris N° 137). Ella debe constituirse con el consentimiento de todas las naciones (N° 138) y a semejanza de lo que debe suceder en el interior de cada Estado, “es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio” (N° 140). “Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual, no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos (como ya indicaba Pío XII en su alocución a los jóvenes de la Acción Católica Italiana el 12 de septiembre de 1942)” (N° 141).
EL BIEN COMÚN
Sería la tercera precisión fundamental, en la cual no entraré por corresponder a la siguiente conferencia.
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