* Conferencia dictada el día 4 de junio de 2005 en el marco del curso “Temas para la reflexión política”, organizado por la Asociación Civil FORMA en el Auditorio Polar de la Universidad Metropolitana de Caracas
Quisiera comenzar con una cita de Juan Pablo II, con ocasión de la proclamación de Santo Tomás Moro como patrono de los Gobernantes y Políticos. Dice:
“De la vida y martirio de santo Tomás Moro brota un mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de la inalienable dignidad de la conciencia (…). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien. Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de la conciencia moral” (JUAN PABLO II, Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 1).
Las palabras de Juan Pablo II nos permiten descubrir la esencia del ser del político: el político es un ser humano –una persona– capaz de encarnar la verdad, alguien que (i) actúa de acuerdo a su conciencia (ii) para procurar el bien moral en su propia vida y, a partir de éste, (iii) darse a la tarea de buscarlo para los demás.
Me parece muy oportuno tratar el tema del político porque en las actuales circunstancias se ha desnaturalizado la concepción que he esbozado anteriormente y se la ha sustituido por otra –existencialista o maquiavélica según se prefiera– que hace del político un agente del orden social desvinculado del orden moral, capaz de actuar de cualquier modo para conseguir lo que erróneamente es considerado como el éxito: el poder.
La cuestión cobra una peculiar importancia porque desdibujando la figura del político y envileciendo su vocación se coloca en jaque la convivencia humana. Siguiendo la cita inicial de Juan Pablo II, debe señalarse que cuando se obvia o manipula deliberadamente la verdad, la conciencia no puede guiar hacia el bien y se impone la irracionalidad de la fuerza como medida y contenido de lo humano. “Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno [cada persona] tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus Annus en el centenario de la Rerum Novarum, n. 44).
Los totalitarismos del siglo XX evidencian una grave pérdida de perspectivas por parte de los políticos. Son una negación de la primacía de la verdad sobre el poder. Y cuando digo primacía de la verdad sobre el poder me refiero, por supuesto, a la verdad moral, a la ley moral que sustenta el recto orden de la conducta humana. Por eso, para rescatar la dignidad del oficio del político es necesario reconducirlo a su sentido originario. Hay que lograr que –tanto en la teoría como en la práctica– el quehacer del político sea adecuar la convivencia humana al orden moral y procurar las condiciones que permitan a la persona acceder a su fin trascendente, a esa felicidad eterna que va más allá del bien común de la ciudad terrena.
Para tratar el tema del político dividiré la exposición en tres partes. En la primera de ellas trataré la cuestión de la formación del político (lo que debe saber). La segunda parte de la exposición versará sobre las virtudes del político (lo que debe vivir). Finalmente, en la tercera de ellas, comentaré la relación que hay entre el político y la educación.
Comencemos, entonces, por la formación del político, por “lo que debe saber”. El primero de los pilares de la formación del político es la antropología filosófica. Ya en los orígenes de la filosofía clásica se reconoce a la política como un arte humano, quizás el más noble por procurar la plenitud del hombre. En este contexto, el político de profesión, el magistrado –entendido en sentido clásico– debe ser un profundo conocedor de lo humano: su principal problema es el hombre y consiste en lograr en la vida de la sociedad política las condiciones concretas que permitan hacerlo feliz.
El político es un ordenador social, un arquitecto de la vida humana buena en sociedad. Por eso no puede prescindir del hombre y de su complejidad. Los órdenes sociales “son hechos por los hombres y deben examinarse en función de su aptitud para los hombres” (F.S. SHEED, Sociedad y Sensatez, Editorial Herder, Barcelona, 1963, p. 7) , entendiendo por aptitud para los hombres su adecuación con la naturaleza humana para que sean justos.
Sin ánimo de incurrir en excesos prácticos, quiero señalar que el político debe examinar todas sus acciones por el bien común a la luz de tres preguntas sobre el hombre. La primera concierne a su esencia, que a manera de ejemplo podría ser formulada así: ¿Estoy respetando la esencia del hombre, o estoy inventando un “hombre nuevo”, ficticio, que se aleja de la realidad? El examen resulta fundamental. Hitler y Stalin quisieron inventar un hombre nuevo. Sus planteamientos y sus hechos prácticos nos permiten colocarlos en el nefasto grupo de los que “inventan” lo humano, diametralmente distante del grupo de los que “comprenden” lo humano. Y digo nefasto grupo de “inventores de lo humano” porque inventando al hombre se le hace violencia, se le condena a la infelicidad.
Tanto en Hitler como en Stalin estaba presente un reduccionismo antropológico, entrelazado con voluntarismo, que les hacía pensar que en su forma de entender al hombre se agotaba la verdad. Y como consecuencia de esta situación la humanidad sufrió la crueldad de unos políticos fanatizados y fundamentalistas que, “en nombre de una ideología, con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus Annus en el centenario de la Rerum Novarum, n. 46) , aun por la vía de la fuerza y a pesar de estar en el error.
La segunda pregunta se refiere a la libertad del hombre. El político debería decirse a sí mismo: ¿acaso estoy haciendo más libres a los ciudadanos? ¿Los estoy colocando en una mejor posición para que ejerzan responsablemente la libertad? El cuestionamiento resulta útil si se entiende la relación que existe entre el bien y la libertad, a saber: la auténtica libertad apunta al desarrollo perfectivo de la persona, a su realización en el bien.
Desde esta perspectiva, la actividad del político debe contar con la libertad de la persona para que ésta viva lo bueno. Incluso cuando una decisión prudencial es aparentemente violatoria de la libertad personal (condena a prisión por delito, represión de una revuelta que atenta en contra del orden público), lo que se pretende es encauzar la libertad e inducir al bien. En este punto hay que señalar dos aspectos referidos al político y a las libertades públicas.
Una primera guarda relación con la molestia que causa la libertad a los tiranos, los cuales, como es obvio, no deben ser considerados verdaderos políticos. Todo tirano desprecia la libertad por considerarla la fuente del mal. Y como la libertad –piensan– es la fuente del mal, hay que suprimirla para eliminar sus efectos. Por ahora basta decir que el mal no tiene su origen en la libertad sino en el mal uso de la misma, pero ya volveré sobre esto cuando trate la fortaleza como virtud del político.
La otra consideración tiene que ver con los políticos verdaderos (aquéllos que encuentran su razón de ser en el bien común), y cómo éstos conciben el ejercicio de la autoridad en relación con la libertad. Las tesis anarquistas sostienen que la autoridad es un agregado accidental a la vida social y que la mera presencia de la autoridad va en detrimento de la libertad de las personas. Se contraponen los conceptos de libertad y autoridad, es decir, siempre que se hace presente la autoridad se coarta la libertad.
El problema de fondo es que se confunde el uso arbitrario de la fuerza con el auténtico ejercicio de la autoridad, la cual encuentra su fundamento en el orden moral. Cuando la autoridad ordena –aunque sea apoyada en el ejercicio comedido y prudente de la fuerza– lo que manda la moral natural se convierte en un factor que potencia la libertad por orientar hacia el bien los actos humanos.
He querido dedicar algún tiempo a este asunto porque el político debe aspirar a ejercer la autoridad para incrementar sus posibilidades de logro del bien común. Un político no puede temer el ejercicio de la autoridad. Pero para ello tiene que saberse un instrumento al servicio de la libertad del hombre, lo cual no es algo tan claro en el ejercicio de la política de hoy. El vicio del pragmatismo engaña sobre las aspiraciones del político. Hoy los políticos no buscan la autoridad sino el poder. Reducen su tarea a ser poderosos y a hacerse sentir sobre la comunidad política y no a conducirla con rectitud.
La tercera y última pregunta es sobre la trascendencia del hombre. El político debe tener presente que el hombre es una substancia compuesta de cuerpo y alma, un ser llamado a la eternidad. Las decisiones del político deben ser revisadas para ver si ponen en juego la felicidad eterna del hombre. Una ley que atente en contra de la vida (aborto o eutanasia) o que llame matrimonio a lo que no lo es (unión entre homosexuales o concubinato) puede poner en juego el destino trascendente de la persona.
Para contrarrestar esta situación el político debe entender que el bien común no agota la vocación de bien del hombre. Es verdad que el bien común es ordinariamente condición para el gozo del bien eterno, pero éste es superado infinitamente en sus niveles de bondad por el Sumo Bien, que sólo sacia después de la muerte y fuera de la comunidad política temporal.
Este punto me lleva, entonces, a referirme brevemente a la relación del político con la religión. El político no está para hacer religión, pero sí está para reconocer que el hombre es un ser religioso por naturaleza y que en la religión encuentra la raíz el sentido más pleno de la realización de su dignidad. De este modo, el político no debe fomentar el culto desde las estructuras de poder formal del Estado, pero sí debe crear las condiciones para que los ciudadanos practiquen libremente el credo que tengan a bien profesar.
El segundo pilar de la formación del político es la historia. La acción política es una acción humana en la historia, bajo unos condicionamientos especiales de espacio y tiempo. El político debe comprender que el ejercicio de la libertad humana y la búsqueda del bien tienen un carácter histórico concreto, que coincide con la dimensión histórica de la persona y con su finitud temporal.
Cuando el político vuelve sus ojos a la historia procura entender las motivaciones de la libertad humana en determinados momentos y desentraña cómo se ha ejercido la prudencia política frente a ese ejercicio de la libertad. Cuando el político vuelve sus ojos a la historia busca la identidad del grupo humano al cual dirige y asume el auténtico valor de la Nación y de la Patria como entidades vivas y dinámicas que gravitan hacia el bien común, hacia la verdad y hacia lo bello. Cuando el político vuelve sus ojos a la historia descubre el valor y la riqueza de lo humano y, en concreto, de su gente; advierte que el pasado es valioso y que el desprecio del pasado es un error grave que conlleva a la duda y a la confusión, mermando la marcha hacia la construcción de un hecho político que, por auténtico, sea reflejo del propio hecho social.
Un político con sentido de lo histórico se aproxima a esa realidad noble que es el patriotismo. Todo político debe ser un patriota y debe fomentar la vivencia del patriotismo. Un país con la llama del patriotismo apagada es un país sin vitalidad, un país en el cual, por desprecio o ignorancia de lo propio, de lo histórico, los ciudadanos no quieren o no pueden sacrificarse por el bien de la patria. Y cuando los ciudadanos no pueden o no saben poner la patria primero, y dar la vida por ella, no es posible el bien común, no es posible –en cierto sentido– la felicidad.
En el ideario de FORMA hay una referencia clara a la necesidad de sentir y conocer la propia historia para amar la patria. Dice:
“Nos inspira el amor a Venezuela, a su gente, a su cultura, y a su historia; un patriotismo sano que nos mueve a devolverle a nuestro país el digno lugar que le corresponde en la comunidad internacional y en la búsqueda del bien común universal”.
No es casual que el amor a la patria inspire a FORMA. El sentido de lo histórico y el valor de lo propio deben ser rescatados en Venezuela. Desde hace muchos años la demagogia viene falseando la verdad sobre la historia, y todo para fines de poder. Hoy Venezuela necesita políticos que busquen raíces en la historia para construir un presente y un futuro con vocación de autenticidad.
En definitiva, de lo que se trata es de que los políticos venezolanos profundicen en los anales de la historia para devolver la eficacia a la acción política.
El tercer pilar de la formación del político es su propia ideología, su forma de entender al mundo, al hombre y la política. El político debe saber de sus convicciones, debe conocerlas y aferrarse a ellas.
No es cierto que hayan muerto las ideologías, no por lo menos las que no irrespetan la dignidad humana, las que mueven a la acción política sobre la base de la verdad y de la opinión racional. No es cierto que los políticos ya no necesiten un conjunto de ideas que nutran la acción política. Un político sin ideas –sin ideas claras y bien definidas– es un hombre de acción estéril. Un político sin ideas no tiene direccionalidad, no tiene programa ni proyecto. Es un ser vacío, sin contenido, y, como advierte la experiencia práctica, es más propenso a incurrir en los vicios del pragmatismo, del oportunismo y del inmediatismo.
Un político sin ideas no tiene identidad. No tiene ilusión verdadera de implementar en el terreno de la realidad sus convicciones. Su lucha carece de sentido. Se somete a la improvisación y el atolondramiento. Un político sin ideas no tiene una fuente en la cual se renueve su acción política, es potencialmente un pragmático y un desdichado de la vida pública.
Paso entonces a referirme a las virtudes del político, lo que el político debe vivir. Enfocando el tema de las virtudes desde un punto de vista de la formación, puede decirse que se trata de la formación moral del político. Ése es el sentido de la frase del libertador, “moral y luces son nuestras primeras necesidades”, la cual, dicha en otros términos, equivale a “virtud y formación son nuestras primeras necesidades”. Y más en un político. Una persona que desee dedicarse a la búsqueda del bien común y no aspire vivir vida buena –moral– debe desistir de sus pretensiones políticas. Pecaría de irresponsable porque no sabría como buscar el bien común por no saber cómo encontrarlo en su propia vida.
El asunto podría sintetizarse en dos premisas: (i) el político es una persona de bien y (ii) el ejercicio de la política es el ejercicio de la virtud. Y esto a pesar de lo que se observa en la cultura política de hoy, en la cual se percibe al político como lo peor de la sociedad, como un corrupto en potencia o en acto, como un destemplado en la bebida, la comida y, por supuesto, en otros tipos de deleites.
En su opúsculo sobre el gobierno de los príncipes Santo Tomás hace una progresión que es clásica para ilustrar las exigencias de virtud que tienen los políticos. Dice:
“(…) se requiere mayor virtud para gobernar a la familia o sociedad doméstica que para gobernarse a sí mismo, requiriéndose mucha mayor para gobernar una ciudad o un reino; por consiguiente se requiere una virtud excelsa para ejercer debidamente los oficios o deberes que impone el gobierno” (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, Editorial Poblet, Buenos Aires, 1947, p.562).
Gobernar exige ejercer la virtud. Allí está la clave para entender el tema. Esto significa que en un auténtico político no hay disociación entre el plano de su vida personal o privada y el plano de su vida pública. Porque desde el momento en que una persona decide ejercer la política ha consagrado su vida a la vivencia de la verdad y del bien por amor a los demás. Desde el momento en que un hombre o una mujer decide incursionar en la política ha empeñado su existencia, ha decidido ponerse de espaldas al mal y a lo vicioso y tiene la obligación moral de vivir una coherencia plena y absoluta entre su actuación pública y su actuación privada, sabiendo que –como nos enseña Santo Tomás– ser bueno en lo público pasa necesariamente por ser bueno en lo privado.
Y es por eso que los ciudadanos tienen el derecho de conocer cómo es la vida privada de los gobernantes y políticos. Es evidente que nadie confiaría en un gobernante del cual se conoce públicamente que es un borracho o un adúltero. Nadie querría ser gobernado por una persona que no es libre, en el sentido de que es esclava de sus pasiones, de lo más bajo que hay en ella.
Digo que los ciudadanos tienen el derecho de saber cómo viven las virtudes los políticos en su vida privada, en un triple sentido. Primero por el ejemplo que dan esos políticos. Con el ejemplo también se educa a las personas. Con el ejemplo también se ordenan las sociedades. Si el ejemplo es bueno mueve al bien, pero si es malo modela a los ciudadanos en el mal. Y esto es más que evidente. Eso ocurre en todo grupo humano, desde los más sencillos como la familia, hasta los más complejos como el Estado.
En segundo lugar, por lo que significa propiamente el arte de gobernar. Aunque haya pericia técnica, aunque haya buena intención, un político sin virtud ve atemperada su capacidad de bien; como ya he señalado, no puede conducirse ni a él ni a nadie hacia el bien.
La tercera razón es quizás la más definitiva y se relaciona estrechamente con los sistemas democráticos. Un sistema democrático sano y vigoroso es aquél en el cual es posible que los mejores, los más virtuosos, ésos que en sentido clásico conforman la Aristocracia, lleguen a los máximos cargos de ejercicio de la autoridad. Pero desgraciadamente, por nuestra cultura política, por ese empeño de separar lo público y lo privado en un político, la virtud ha dejado de ser una de las condiciones de elegibilidad de los gobernantes.
Los ciudadanos, quizás por su propia falta de virtud, no saben distinguir a los políticos virtuosos de los viciosos. Y se podría hacer el siguiente cuestionamiento: ¿cómo saber con certeza el grado de virtud que viven los políticos? La respuesta es que, obviamente, muchas veces no conocemos las virtudes que vive un político, por lo menos no lo conocemos de manera directa. Pero sí sabemos lo que ha hecho antes en la vida pública y sabemos lo que nos dice en sus discursos. Y para votar a conciencia debemos ponderar primero lo que han hecho esos políticos y lo que dicen sus discursos, porque de lo contrario firmamos un cheque en blanco y nos colocamos a las puertas de la tiranía de la mayoría o de los relativismos democráticos.
Pareciera que al elegir a un gobernante sólo nos interesa si el candidato vive la virtud de la honestidad, entendida como recto manejo de los bienes públicos. Dicho más simple, sólo nos interesa saber si un político es ladrón o no. Pues eso es importante pero no es lo que más importa porque la deshonestidad no es la única forma de corrupción de un político.
La corrupción más grande de un político, su mayor vicio, consiste en la imprudencia –y quiero hacer hincapié en esta palabra sobre la cual volveré inmediatamente– de perder de vista que su trabajo es gobernar grupos humanos conformados por personas concretas, no masas. El mayor vicio de un político es perder de vista la dignidad humana y dar rienda suelta a la manipulación y a la mentira.
La demagogia y el populismo son una muestra clarísima de cómo los políticos, generalmente por fines de poder, dejan de lado que la persona humana está llamada a vivir la verdad y el bien, y deliberadamente la condenan a vivir en la mentira y en la miseria moral, instrumentalizando a los hombres y atendiéndoles sólo en cuanto pueden obtener de ellos poder o satisfacción de sus intereses egoístas, lo cual es dramático porque cuando un político sólo ve en las personas posibilidades de poder se desvincula de la búsqueda del bien común y pierde su razón de ser.
Llegados aquí quiero hablar –por el contexto en el cual estoy, por este auditorio– sobre la exigencia de virtud en los políticos humano-cristianos. La cuestión es la siguiente. Como ya he señalado, en la política contemporánea no se cree en la necesidad de políticos virtuosos. La moral pública es laxa y los ciudadanos, salvo contadas excepciones, no piden cuenta a los políticos de su vida moral. Pero, paradójicamente, sí hay un grupo de políticos a los cuales la gente examina moralmente. Ésos son los políticos humano-cristianos.
En la vida pública se exige mayor coherencia a los políticos que son inspirados por el humanismo cristiano. Pareciera que el adjetivo “cristiano” hace que las personas sean más sensibles a las inmoralidades y a las faltas de virtud de esta clase de políticos. Y en ello hay algo de razón. Es lógico esperar más de quien se ha exigido más a sí mismo, al comprometerse con unas ideas como las del humanismo cristiano. Aunque todos los políticos tienen que ser virtuosos y educar con el ejemplo, los políticos humano-cristianos deben hacer mayores esfuerzos por hacer vida sus ideales, por actuar de acuerdo a ellos. No se puede llamar humano-cristiano a un político que no lucha por tener coherencia entre lo que piensa y dice y lo que hace. Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones ni excepciones (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre la participación de los católicos en la vida pública, n° 4, noviembre de 2003) , se hace mayor la responsabilidad. Cuando se lucha por instaurar en el orden social las exigencias de la moral objetiva, que no es relajable por posiciones subjetivistas o relativistas, se hace mayor la responsabilidad porque por la incoherencia entre la palabra y los hechos se puede inducir a pensar que la ética social-cristiana no es realizable en el terreno de la práctica, que es una utopía o, lo que es peor, que carece de sentido y en ella no consiste la felicidad del hombre.
Paso, entonces, a referirme a las tres virtudes que considero esenciales en la vida del político: humildad, prudencia y fortaleza. De la esperanza hablaré en la última parte de la exposición.
Por la humildad el político es capaz de someterse al recto orden de las cosas. Por la humildad el político puede y debe someterse a la ley moral natural, entendiendo que a él no le corresponde ser la medida de la moralidad, de lo bueno y de lo malo. Cuando el político es humilde reconoce que la creación visible –y en ella la persona humana– tiene un fundamento y fin trascendentes y, en consecuencia, no tiene otra opción válida distinta que adecuar su actividad a ese fundamento y a ese fin.
Escúchese bien: la verdadera humildad de un político consiste en adecuar su acción a la inteligencia del Creador para así participar en el plan de felicidad que Éste –como Señor de la historia– tiene reservado a los hombres. Cuando el político es humilde sabe reconocer que su autoridad es participada en la autoridad de Dios y que su derecho a mandar es una cualidad más moral que física, que deriva de los designios de Ése que es Suma Bondad, Suma Verdad, Suma Belleza y Suma Unidad.
Cuando el político no es humilde violenta la Creación y en ella, repito, al hombre. Cuando el político no es humilde irrespeta la dignidad de los hombres, dañando en ellos la imagen del Creador. Cuando el político no es humilde se convierte en un tirano por creerse a sí mismo y a su poder el fin de la persona humana. Y vale la pena traer a colación los totalitarismos nuevamente porque ellos son la mejor muestra de la falta de humildad en un político.
La segunda virtud a la cual me referiré es la prudencia. Desde los clásicos es sabido que la prudencia es la virtud propia del político. La prudencia tiene la primacía entre las virtudes cardinales: justicia, fortaleza y templanza. Por la prudencia encontramos cuáles son los medios adecuados para la realización de un fin. Por la prudencia el político encuentra cuáles son los medios adecuados para la realización del bien común.
En este sentido, la importancia de la prudencia se manifiesta de dos maneras. La primera guarda relación con la eficacia de la acción política. La política pertenece al plano de lo práctico, y el ejercicio de la prudencia es la condición que permite la realización de dicho orden.
Dentro del plano de lo opinable, de lo que es propio de la verdad práctica, el político puede enfocar su acción en diversas direcciones, dependiendo de circunstancias de espacio, tiempo, etc. Por ejemplo: comprar aviones de guerra a Rusia o a Estados Unidos es una cuestión propiamente de prudencia política, es un asunto de verdad práctica. Puede ser de un modo u otro, y el tino de la decisión dependerá del conocimiento que el político tenga del contexto en el cual se da la decisión. En este sentido, la decisión siempre debe ser moral y se corresponde con la adecuación que hay entre la recta inclinación de la voluntad y el asunto concreto. La razón para comprar los aviones a los rusos y no a los norteamericanos no puede ser que los rusos premien la compra con una comisión, con un porcentaje de la ganancia y los norteamericanos no.
La segunda manifestación de la prudencia tiene que ver con la dimensión moral de la política. Por la prudencia es posible la acción política moral, anclada en principios. El ejercicio de la prudencia en la política no sólo consiste en ubicar los medios requeridos por el bien común. Consiste, fundamentalmente, en encontrar los medios moralmente lícitos para realizar el bien común. No es ni política ni moralmente correcto, por ejemplo, mantenerse en el poder aniquilando adversarios, o ganar elecciones robando votos.
La recta prudencia es la condición necesaria para erradicar del ejercicio de la política esa desgracia llamada maquiavelismo, realismo político, neo-realismo político o como quieran llamarle para significar –erróneamente por supuesto– que la política es una actividad divorciada de la moral. Así, el cultivo de la prudencia conlleva a que el político opte siempre por medios buenos o, excepcionalmente y en determinadas circunstancias, por los medios que conducen a eso que se denomina “mal menor”.
Por otra parte, la prudencia guarda alguna vinculación con el amor. Cuando un político actúa debe hacerlo siempre por amor, por desear el bien de las personas concretas sobre las cuales incide. Una decisión política que no esté orientada por el amor carece de humanidad y es propensa a la esterilidad.
Finalmente la fortaleza. La vida del político es una lucha perenne contra la existencia del mal. La fortaleza –dice San Agustín– es testigo irrefutable de la existencia del mal. El político se dedica a la búsqueda del bien y eso, dicho de otro modo, equivale a decir que el político se dedica a combatir el mal. La fortaleza está, entonces, en relación directa con la tarea del político que es cambiar lo malo por lo bueno o preservar lo bueno de lo malo.
Pero para que el político sea auténticamente fuerte debe buscar la raíz del mal en el corazón del hombre. Debe saber cuál es la fuente del mal. Debe tener plena certeza de que el hombre está llamado al bien, pero que por esa realidad singular de la caída de origen, del pecado original, es capaz del mal. Y cuando el político advierte que la caída de origen es la fuente del mal, puede ser fuerte porque entiende que hay realidades más elevadas –las de la gracia– que curan al hombre, que marginan la existencia del mal y no permiten que éste prevalezca en la historia de la humanidad.
En este sentido, el político, para ser fuerte, no puede ser ingenuo, debe entender que el mal sí existe y que, tal como señala la Gaudium et spes: “(…) el hombre, al observar su corazón, echa de ver que también está inclinado hacia el mal y sumergido en una multitud de maldades que no pueden venir de su Creador, que es bueno (…) toda la vida de los hombres, individual o colectivamente, se presenta como una lucha dramática entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 13).
Pero, insisto, el mal no prevalece en la vida del hombre porque es ausencia del bien debido y como tal tiene un límite Divino. Y cuando el político concibe que el mal tiene un límite Divino en la historia humana, halla el sentido de su actividad y puede mover su conciencia a hacer lo que está moralmente obligado a hacer para el triunfo del bien sobre el mal, para que la justicia Divina incida en la historia de la humanidad.
Habiendo tratado la formación del político y sus virtudes paso a referirme brevemente a la relación que hay entre el político y la educación. Para Platón y Aristóteles era muy claro que todo político es en su esencia un educador, una persona que por amor pretende hacer buenos a los ciudadanos y aptos para la convivencia civil, para ejercer las virtudes ciudadanas que guardan relación con el recto orden de las relaciones humanas, en las cuales debe estar siempre presente la amistad cívica, entendida como la conciencia que tiene la persona de saberse vinculada al bien y a la felicidad de los demás.
El tema de fondo de la educación política es el tema de la ciudadanía, que consiste en hacer virtuosos a los ciudadanos. Con ciudadanos virtuosos son posibles sociedades virtuosas. Ése es el sentido de la expresión de Platón en su obra La República, al señalar que “la ciudad es el hombre en caracteres gruesos”.
¿Y cuál será, pues, el instrumento que tiene el político para hacer virtuosos a los ciudadanos? La respuesta es sencilla pero radical: las leyes. Como se advertirá, es obvio que los clásicos se refieren a las leyes justas, es decir, aquellas que respetan la dignidad humana. Lamentablemente, el relativismo moral y el relativismo democrático propio de nuestros días, no nos permiten presumir que todas las leyes sean justas y promuevan la virtud de los ciudadanos. Antes bien, se podría presumir que hoy hay muchas leyes injustas que van en desmedro de la virtud de los ciudadanos.
Quiero detenerme en un aspecto crucial para nuestro tema del día de hoy, el del político. Un buen político es aquel que hace humana la convivencia y que fomenta la virtud porque es capaz de ordenar la sociedad con leyes justas. No es posible hablar de un buen político, en el sentido de educador cívico, cuando no hace buenas leyes. Escuchemos a Aristóteles en su Ética a Nicómaco para entender mejor este tópico:
“Los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen yerran; y en esto se distingue un régimen político de otro, el bueno del malo. Además, las mismas causas, los mismos medios producen la virtud y la destruyen”
Como se observa, un político que no induce a la virtud con leyes justas es un político que promueve, quizás consciente o inconscientemente, lo que atenta en contra la virtud. Es por ello que en el libro tercero de su Política Aristóteles afirma que una ciudad sólo puede ser considerada como tal si en ella hay virtud, y si las leyes apuntan a la virtud. Dice:
Todos los que se preocupan por la buena legislación indagan acerca de la virtud y de la maldad cívicas. Así también es manifiesto que la ciudad que verdaderamente lo es, y no sólo de nombre, debe preocuparse por la virtud; porque, si no, la comunidad se reduce a una alianza militar (…) y la ley resulta un convenio, pero no es capaz de hacer buenos a los ciudadanos (ÉTICA A NICÓMACO, II,1,1103 b 1-11) .
La cita de Aristóteles nos coloca ante una gran verdad. Cuando el político no se sabe a sí mismo un educador, cuando no se preocupa por hacer de las leyes instrumentos de educación cívica, entonces decae el amor a la virtud y con él se extingue la posibilidad de dar plenitud a la humanidad del hombre. Cuando no está presente la virtud y la ley no ordena la convivencia civil, la comunidad política está a merced de la fuerza y la paz se hace ilusoria.
El tema de la educación política debe ser contextualizado dentro de la democracia. Debemos ubicar al político, en cuanto educador, en la democracia. Leo Strauss nos dejó dicho que la democracia es una “aristocracia ensanchada, una aristocracia universal” (LEO STRAUSS, ¿Qué es la educación liberal?, en Rafael Tomás Caldera y Miguel Ángel González Diestro, La formación intelectual, Editorial Senderos, Caracas, 1971, p. 112) , es decir, una forma de convivir en paz y con justicia en la cual todos o la mayor parte de los ciudadanos son capaces de ejercer la virtud. Y son capaces de ejercer la virtud porque los gobernantes democráticos son los custodios de la moral pública, son personas dedicadas a educar, a enseñar lo bueno y distinguirlo de lo malo.
Me aproximo al final con una consideración que pienso es fundamental. La política –y la democracia en cuanto manifestación suya– encuentran su sentido último en la plenitud humana. Y así debe concebirlo el político. La política es parte de la ética, se subordina a la ética, y por eso es un arte que coloca al político ante la posibilidad de hacer del hombre una criatura feliz.
En este sentido, el político, en cuanto educador, debe dedicarse a educar para la felicidad, mostrando el camino de la moral, que es el único que libera definitivamente a la persona humana. Ése es el sentido pleno y auténtico de su tarea, dar las herramientas a los ciudadanos para que sean partícipes de esa realidad moral que es el bien común y se perfeccionen en él. Y en esto nada tienen que ver las fuerzas de las mayorías ni el consenso democrático en torno a antivalores.
Termino con una cita de Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, quien comenta la necesidad de que los políticos reivindiquen el orden moral para hacer más pleno al hombre, procurando que el respeto de un sustrato humano fundamental y la promoción de la libertad sean los pilares de la democracia. Dice:
“Sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto. Pero las convicciones no derivan de la mera razón empírica. Las decisiones mayoritarias no pierden su condición verdaderamente humana y razonable cuando presuponen un substrato básico de humanidad y lo respetan como verdadero bien común y condición de todos los demás bienes. Esas condiciones reclaman actitudes humanas correspondientes, y las actitudes no pueden prosperar cuando no se respeta el fundamento moral de la cultura ni las evidencias religioso-morales custodiadas por ellas. Apartarse de las grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio de una cultura y de una nación. Cultivar las evidencias morales esenciales, defenderlas y protegerlas como un bien común, sin imponerlas por la fuerza, constituye a mi parecer una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias” (JOSEPH RATZINGER, Verdad, Valores, Poder, Ediciones Rialp, Madrid, 1998, p. 38).
Hoy la civilización necesita políticos que estén dispuestos a defender la libertad frente a las formas vacías de los totalitarismos morales y políticos. Para eso hay que hacer que el político mantenga la esperanza en la libertad como don irrenunciable que, si se ejerce con responsabilidad y con conciencia de los demás, conduce por la senda del bien. Tenemos que lograr que los políticos cultiven la esperanza y no se desalienten por la existencia del mal. Es Dios quien gobierna el mundo y Éste, en Su infinita sabiduría, permite el mal para hacer el bien a los hombres. Ésa ha de ser, además, una esperanza responsable, que mueve a trabajar y a sacrificarse por el bien del género humano: Dios limita el mal, pero aspira virtud heroica y los medios humanos necesarios para la derrota del mal. Nosotros no somos la esperanza por ser jóvenes, somos esperanza porque en nosotros está potencialmente el germen de ser el político que he descrito hoy en esta exposición; políticos cristianos que anclan su accionar en las fuerzas provenientes del cielo y no en las bajezas de las miserias de lo humano. No dejemos pasar la oportunidad, seamos parte de la construcción de una nueva sociedad, más humana, cristiana.
Muchas gracias.
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