* Conferencia dictada en el marco del curso “Comprender la política”, organizado por la Asociación Civil FORMA en las instalaciones de la Universidad Monteávila, el día 14 de junio de 2003.
El Problema
El tema de la primacía del bien común encierra uno de los problemas centrales de la filosofía política: ¿es la sociedad para cada uno de nosotros, o somos cada uno de nosotros para la sociedad? Aún sin habernos detenido a reflexionar sobre este problema, inmediatamente constatamos que se trata de una pregunta que refleja dos realidades no necesariamente opuestas entre sí. Por una parte, reconocemos que la persona no puede ser un instrumento para la realización de los fines del Estado. Es una aberración el que un gobernante nos diga que los fines de su proyecto político deben cumplirse aún a costa del hambre y del sufrimiento de la gente. Sin embargo, al mismo tiempo admitimos que un ciudadano debe ser capaz de sacrificarse, e incluso de morir por su patria. Dice el adagio latino: dulce y decoroso es morir por la patria. ¿En qué sentido, entonces, es la sociedad para cada uno de nosotros, y cuándo somos cada uno de nosotros para la sociedad? Frente a ésta disyuntiva, ¿nos dice el concepto de la primacía del bien común que, en definitiva, el bien de la sociedad es superior al bien de las personas que la conforman?
No es raro encontrar aproximaciones a este problema que intentan resolverlo desde una perspectiva simplemente cuantitativa. De acuerdo con ese enfoque, el concepto de bien común no es más que una regla para la toma de decisiones del gobernante. Si el objetivo es construir una nueva carretera, por ejemplo, para lo cual es necesario afectar las viviendas de un conjunto de personas, el gobernante debe limitarse a sacar cuentas. ¿Cuántas personas se benefician y cuántas se ven perjudicadas? Si a > b, la decisión se justifica pues el bien de la mayoría, se afirma, debe privar sobre el bien de unos pocos. Y así, el tema del bien común se reduce a un criterio cuantitativo como guía para el gobernante. Si acaso se quiere revestir esta interpretación con un lenguaje más acorde con la gravedad del problema, se puede decir algo como “la regla de oro de la mayoría como criterio de gobernabilidad”.
Reducir el tema sobre la primacía del bien común a un problema de números no nos conduce muy lejos. Al evadir las consideraciones de fondo que este tema trae implícitas, nos hacemos incapaces de responder a las dos grandes alternativas al problema en cuestión. Por una parte, tenemos las doctrinas individualistas que niegan el concepto mismo de bien común. Para ellas, el bien común no es más que la suma de los bienes individuales y el objeto del gobernante, por tanto, no es otro que procurar el mayor bien para la mayor suma de personas posible. Para las doctrinas colectivistas, por otra parte, sólo importa el bien del conjunto. El bien individual sólo encuentra su realización en el bien del todo, con lo cual el valor de la parte se mide en relación con su contribución al bien colectivo. Frente a estas alternativas, ¿debe el gobernante sacar cuentas para procurar el bien del mayor número de personas, de acuerdo con la tesis individualista, o debe hacerlo para garantizar el bien del conjunto, subordinando a este bien colectivo los intereses particulares de los individuos que forman parte de él, tal y como afirman las tesis colectivistas? Evidentemente, la solución cuantitativa no nos proporciona criterios para decidir. El problema es más complejo, pero además es fundamental.
En la Encíclica Pacem in Terris, nos recuerda el Papa Juan XXIII una afirmación que desde el primer libro de “La Política” de Aristóteles es una constante en la tradición de la filosofía política: “la razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común”. (Pacem in Terris Nº 54). El problema, por tanto, no sólo es complejo sino ineludible para cualquiera que decida dedicarse realmente a la política. Vale la pena insistir: en el bien común radica por completo la razón de ser de cuantos gobiernan. Un verdadero político, por tanto, no puede eludir el tema del bien común ni abordarlo de manera superficial. Se trata, en definitiva, de la verdadera razón de ser de su actividad.
Si admitimos la complejidad del tema, hacemos bien en recurrir a la tradición filosófica para encontrar las claves que nos permitan una mejor aproximación. Mencionamos a Aristóteles y, en efecto, nos dice el filósofo que el bien del todo es más noble y divino que el bien de la parte. Santo Tomas de Aquino confirma esta posición de manera reiterada y afirma que “cada persona individual es a la comunidad como la parte al todo.” En consecuencia, podríamos deducir que la persona pertenece y se ordena al bien común de la sociedad. Sin embargo, esta otra frase de Santo Tomás equilibra la afirmación anterior: “el hombre no está ordenado a la sociedad política en su totalidad y en todas sus características”. El hombre pues, aún cuando pertenece a la sociedad política, a la que a veces, incluso, debe sacrificar su vida, no es parte de la sociedad en virtud de todo lo que él es, en virtud de su totalidad. Con ello, nos hace ver Santo Tomás que algunas de las características del hombre están por encima de la sociedad. Si entendemos bien su posición, vemos que el hombre efectivamente pertenece a la sociedad política en virtud de ciertas cosas que hay en él, pero no en virtud de todo lo que él es. Inmediatamente, reconocemos que esta posición es distinta a las alternativas individualista y colectivista. La tesis individualista niega que el hombre pertenezca a la sociedad, ni siquiera en virtud de ciertas cosas que hay en él. La posición colectivista afirma que el hombre pertenece todo entero a la sociedad, en virtud de todo lo que él es. Jacques Maritain, a cuya obra sobre la “Persona y el Bien común” nos remitiremos enseguida para intentar aclarar estos asuntos, nos propone una imagen que nos ayuda a comprender la distinción de Santo Tomás: “un corredor se lanza con todo su ser a la carrera, mas no según todas las funciones y finalidades de su ser; lanzarse todo entero a la carrera, más sólo según el complejo neuromuscular de su cuerpo, y no según sus conocimiento, por ejemplo, de la Biblia, o de astronomía.” (La Persona y el Bien Común, p.78).
Las dos afirmaciones de Santo Tomás nos permiten ver que tenemos ante nosotros un problema de doble aspecto. En efecto, el Doctor Angélico niega tanto la solución que coloca la supremacía en el individuo como también aquella que supone una concepción exclusivamente comunitaria de la sociedad. Para Santo Tomás, repetimos, el hombre, en virtud de ciertas cosas que hay en él, pertenece todo a la sociedad. Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre está por encima de la sociedad, también en virtud de ciertas otras cosas que hay en él ¿Cuáles son esas cosas que hay en el hombre que le hacen ser parte subordinada de un todo social y cuáles son aquellas que le hacen estar por encima de la sociedad? ¿Es que acaso el hombre es simultáneamente parte y todo? Ésta es precisamente la gran paradoja a la que está vinculado el problema de la primacía del bien común. Planteado en estos términos, comprendemos mejor la tesis reiterada de la Doctrina Social de la Iglesia cuando nos advierte que el bien común está íntimamente ligado a la naturaleza humana y que, por tanto, sólo puede mantener su total integridad teniendo siempre en cuenta el concepto de la persona humana. [Ver, eg., Mater et Magistra Nº 226; Gaudium et Spes, Nº 26, Centessimus Annus, Nº 47). De allí que para poder avanzar en el análisis de nuestro tema, debemos partir de la propia persona humana. En otras palabras, de lo que se trata es de edificar el concepto de bien común sobre la dignidad de la persona humana.
Individualidad y Personalidad
La doctrina personalista de Santo Tomás recoge la distinción clásica entre individualidad y personalidad. Según nos la explica Maritain, el hombre está situado entre dos polos: uno material, en virtud del cual posee el estado concreto de unidad o de indivisión necesario para existir; otro espiritual, que le hace capaz de rodearse a sí misma de inteligencia y de libertad, y de sobreexistir en conocimiento y en amor. La raíz ontológica de nuestra individualidad es la materia. Toda materia, nos enseña la metafísica, es “una especie de no ser, simple potencia de receptividad y de mutabilidad sustancial, como una tendencia o avidez de ser.” (La Persona y el Bien Común, p.39). La individualidad es aquello en mí que excluye todo lo que son los otros. Siempre ávida de tomar para sí, tiende a caer en la multiplicidad y por naturaleza a desintegrarse. En cuanto a individuos, por tanto, “cada uno de nosotros es un fragmento de una especie, una parte de este universo, un puntito de la inmensa red de fuerzas y de influencias cósmicas, étnicas, históricas, por cuyas leyes está regido: punto sometido al determinismo del mundo físico.” [Ibid., 41].
Frente a esta realidad de la individualidad, tenemos la noción de personalidad, que tiene por raíz el espíritu y que se basa en las dimensiones más profundas del ser. Capaz de conocer y de amar, tiene el hombre como principio de vida un alma espiritual que lo coloca “en estado de poseer su existencia y de completarse libremente y de darse libremente”. El espíritu tiene un movimiento contrario a la avidez que caracteriza la materia. Más bien exige expansión y la comunicación de la inteligencia y del amor. En virtud de su espiritualidad, el hombre es un “centro, en cierto modo inagotable, de existencia, de bondad y de acción, capaz de dar y de darse.” Por eso el hombre, como persona, deja de estar sometida a los astros y “subsiste todo entero por la subsistencia misma del alma espiritual, y ésta es en cada uno un principio de unidad creadora, de independencia y de libertad.” [Ibid., 41] Cuando hablamos de dos polos, cabe resaltar, no se trata de dos cosas separadas. No soy yo como individuo y yo como persona. El alma y la materia son dos co-principios sustanciales de una única realidad que se llama hombre. El hombre todo es individuo en razón de lo que posee por la materia, y todo entero persona por lo que le viene del espíritu. Tampoco debemos concluir que aquello que me hace individuo es cosa mala, pues se trata de la condición misma de nuestra existencia. Sin embargo, la individualidad es buena en orden a la persona, en tanto que tiende a la personalidad. Tiene el hombre dos tendencias opuestas: sus actos pueden seguir el camino de la personalidad, o bien el camino de la individualidad material. Cuando va en el camino de la individualidad, el ser humano tiende en la dirección del yo cuya ley es tomar, por lo que la personalidad tenderá a alterase y disolverse. Si, por el contrario, toma el sentido de la personalidad espiritual, el hombre se encauza por la senda de la generosidad. “El hombre no será verdaderamente una persona sino en la medida en que la vida del espíritu triunfen en él sobre la de los sentidos y de las pasiones.” [Ibid., 48].
El Bien Común: Definición
Esta distinción entre individualidad y personalidad nos proporciona la clave para la comprensión del concepto de bien común. La realidad más íntima que nos define como seres humanos es la entrega como condición para la plena realización humana. “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. (Gaudium et Spes, Nº 24) Por tanto, cuando Aristóteles define al hombre como animal político no sólo se refiere a la necesidad que como individuos tenemos de la sociedad para satisfacer nuestros requerimientos materiales para la subsistencia. En efecto, estamos acostumbrados a pensar en los beneficios de la sociedad desde el punto de vista de nuestras necesidades materiales. Sin embargo, en virtud de nuestra realidad como personas, la sociedad también responde a las necesidades del espíritu. La sociedad es necesaria para el desarrollo de la razón y para la formación de la virtud. Y, más allá todavía, la sociedad responde a las necesidades de trascendencia de la persona, a su vocación de entrega, al aspecto de generosidad radical que está escrita n lo más profundo del ser, de la vida, de la inteligencia y del amor. Dice el Papa Juan Pablo II: “Es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial capacidad de trascendencia de la persona humana... Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana... Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad humana.” (Centessimus Annus, Nº 41).
Esta realidad nos abre una perspectiva mucho más amplia: en cuanto persona, el hombre exige por naturaleza vivir en sociedad en virtud de las perfecciones mismas que le son propias, y no sólo en virtud de sus necesidades. Vive en sociedad como condición para alcanzar su plenitud tanto espiritual como material. Entendemos así la definición de Bien Común que se nos ofrece en la Encíclica Mater et Magistra: “todo un conjunto de condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección.” (Mater et Magistra, Nº 65).
Expuesto el concepto de bien común en estos términos, podemos referirnos a los diversos aspectos que lo determinan.
El Bien Común se realiza en las personas
Es importante la siguiente distinción para comprender un rasgo fundamental del concepto de bien común. Tomemos, por ejemplo, el caso de una asociación entre un comerciante y un inversionista. El primero convence al segundo sobre la bondad de un determinado negocio y llegan entonces a un acuerdo. El comerciante recibe el dinero y comienza a trabajar mientras que el inversionista espera que al cabo de un tiempo determinado su inversión se traduzca en ganancia. Estas dos personas no constituyen una comunidad pues donde no hay acción común no existe bien común. Existe sólo un interés común que es de hecho la suma de intereses privados que se encuentran en situación de interdependencia. Pero vayamos un poco más allá y contrastemos esta asociación con actividades de grupo humanos que sí tienen carácter comunitario, como un equipo de fútbol o una orquesta, por ejemplo. En la asociación entre inversionista y comerciante, todas las actividades que se llevan a cabo pueden ser atribuidas a alguna de las dos partes en el acuerdo. El inversionista aporta el dinero, el comerciante importa unos productos, los vende, distribuye sus ganancias con el inversionista, etc. En una comunidad, existe acción común y en ellas ocurren acciones de carácter transitivo, es decir, acciones que no necesariamente pueden ser atribuidas a algún individuo en particular sino a todo el conjunto: actitud defensiva del equipo, espíritu aguerrido, sentido de compromiso, etc. En la acción común, un acto ejecutado por cualquiera de los miembros de la comunidad se mantiene como un acto del todo. En el caso de la asociación entre comerciante e inversionista, todo el trabajo de comercio es tarea del comerciante, y toda la actividad de financiamiento corresponde al inversionista. No existe ninguna actividad que pueda ser atribuida a la asociación en su conjunto.
Las acciones transitivas de una comunidad se preparan y están intrínsicamente condicionadas por actos inmanentes de conocimiento y deseo en el que los miembros comulgan. Los miembros de un equipo de fútbol o de una orquesta siempre saben bien por qué están juntos y siempre desean alcanzar el objetivo común. Cuando se dice que los miembros comulgan, se dice que esta comunión implica, además de actos inmanentes relativos al mismo objeto, mi conocimiento de que otros conocen y deseen ese mismo objeto y que desean que sea realizado por la acción de la comunidad
Las comunicaciones son procesos interindividuales que sin duda cumplen un papel en las actividades de una asociación. Pero en las comunidades adoptan un carácter distinto, en tanto que promueven la comunión. Las comunicaciones entre los miembros de una comunidad, que por cierto no son todas a través de palabras, causan en el alma de las personas ciertas emociones y una conciencia sobre el hecho de que mis emociones son también objeto de emoción para mis compañeros. Promover estas comunicaciones que suscitan comunión entre los miembros de una comunidad es una de las principales tareas de un gobernante. Por eso decía Aristóteles que el fin de la ciudad no es el vivir sino el buen vivir de personas y familias en la amistad. En efecto, el bien común existe principalmente en la mente y corazón de los hombres: es inmanente al alma de los hombres. Nos dice Maritain: “No es solamente el conjunto de bienes y servicios de utilidad pública, ni justas leyes, costumbres o sabias instituciones, ni su historia, cultura o tradiciones. Comprende eso pero mucho más: algo más profundo, concreto y más humano: “la integración sociológica de todo lo que supone conciencia cívica, de las virtudes políticas y del sentido del derecho y de la libertad, y de todo lo que hay de actividad, de prosperidad, material y de tesoros individuales, de sabiduría tradicional inconscientemente vivida, de rectitud moral, de justicia, de amistad, de felicidad, de virtud y de heroísmo, en la vida individual de los miembros de la comunidad, en cuanto todo acto es comunicable, y se distribuye y es participado, en cierta medida, por cada uno de los individuos, ayudándoles así a perfeccionar su vida y su libertad de persona. (La Persona y el Bien Común, 58-59).
El Bien Común supone la libertad de desenvolvimiento
Como bien éticamente bueno, el bien común supone el máximo de libertad posible de la persona, independencia que es lograda por los derechos civiles, las virtudes morales y la cultura del espíritu. Implica el reconocimiento a los derechos fundamentales de la persona y encierra como valor principal el más elevado acceso posible de las personas a su vida de persona y a su libertad de desenvolvimiento, así como a las comunicaciones de bondad que de ella proceden. ¿Por qué el bien común supone la libertad? No deberían personas virtuosas coincidir siempre con lo que el bien común exige. Este es un problema complejo que nos lleva a considerar la relación entre la libertad y el bien común.
En este tema, como en tantos otros, una reflexión de Santo Tomás respecto a un problema teológico ilumina un problema de naturaleza política. Se pregunta Santo Tomás si la voluntad de un ángel siempre debe estar de acuerdo con la voluntad de Dios. Dicho esto en términos de nuestra discusión, el problema es si la voluntad de una persona honrada debe siempre coincidir con lo que reclama el bien común. ¿Debo siempre querer lo que conviene al Bien Común? Un bien que no sea el bien supremo, nos explica Santo Tomás, es atractivo en ciertos sentidos y en otros no. Una barra de chocolate es muy sabrosa pero, a ustedes los jóvenes, y a algunos de nosotros ya no tan jóvenes, nos produce acné. Imaginen la situación de una señora cuyo marido ha sido sentenciado a 30 años de presidio. ¿Debe la voluntad de la señora, preocupada por mantener el esposo a su lado, coincidir con la voluntad del juez, que ve el problema desde el punto de vista de lo que conviene a la sociedad en su conjunto? Santo Tomás distingue entre voluntad material y voluntad formal del bien común. Corresponde al juez velar por el bien común de la sociedad. Por tanto, desde un punto de vista material debe determinar lo que específicamente debe hacerse para preservar el bien común. A la señora, por su parte, no le corresponde velar por el bien común en su conjunto. No le corresponde determinar qué debe hacerse en concreto para preservarlo. Su tarea concreta es velar por el bien de su familia. Por tanto, ella está obligada a hacer cuanto sea legítimamente válido para impedir la sentencia en contra de su marido. En la medida en que se ocupa de su bien particular, aún cuando en términos materiales esté en desacuerdo con el bien común, está precisamente contribuyendo al bien común desde una perspectiva formal al hacer lo que el bien común exige de ella: que personas particulares se ocupen de los asuntos que le corresponden es de importancia decisiva para el bien común. Si yo supiera que Dios ha determinado que mi padre ha de morir mañana, rezaré, trataré de que se quede en la casa, buscaré un médico... En la medida en que haga esas cosas, estaré haciendo precisamente lo que Dios esperaría que yo haga.
Vemos entonces que al gobernante corresponde la intención formal y material del bien común, que es distinta al bien particular tanto porque incluye la sociedad en su conjunto como porque está orientada al bien del conjunto y no a alguna de sus partes. Ésta es la clave para entender un principio fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia, que explica con enorme precisión el problema de determinar los límites de la autoridad. El principio de subsidiaridad, como por ejemplo lo encontramos en la Encíclica Quadragésimo Anno, nos dice que así como es un mal grave que se le entregue a la comunidad algo que un individuo puede hacer por su propia iniciativa e industria, asimismo es una injusticia, un mal grave y una perturbación del orden correcto asignar a una asociación mayor algo que grupos menores y subordinados pueden hacer por sí mismos. De acuerdo con este principio, corresponde al Estado asumir aquello que grupos intermedios no pueden hacer por sí mismos. “Un Estado no puede ser dueño de una compañía de electricidad”, diría alguien. En efecto, lo ideal es que grupos particulares se encarguen de esta tarea. Pero si, por ejemplo, personas particulares no pueden llevar la electricidad al sur del Estado Apure sin incurrir en graves pérdidas, es un deber del Estado asumir esta responsabilidad. No nos detendremos a pensar suficientemente sobre el principio de subsidiaridad que, al tiempo que reivindica la posibilidad de seres humanos y comunidades de desarrollarse a plenitud en libertad, previene al mismo tiempo contra formulaciones dogmáticas que poco tienen que ver con las decisiones concretas que un gobernante debe tomar para preservar el bien común a la luz de las circunstancias específicas de cada caso.
Decimos entonces que importa mucho para el bien común que personas particulares se ocupen de sus bienes particulares. Es evidente que una comunidad tendrá mayor vida y perfección en la medida en que sus partes estén llenas de iniciativa y actividad, y no que actúen simplemente como instrumentos para transmitir la iniciativa del todo. A los líderes mesiánicos les cuesta mucho aceptar esto. Creen ellos que su visión de futuro, que su amor a la patria, que sus deseos de justicia, son mejores y más elevados que la de todos los demás. Creen entonces que es su deber inmiscuirse en todo, regir todo, ordenar todo, con lo cual le quitan a las personas la posibilidad de decidir en libertad el camino para su propia plenitud. La gravedad de esta actitud la reconocemos mejor si insistimos en el hecho de que no todas las necesidades del ser humano son egoístas. Es preciso reiterar: la dimensión fundamental de generosidad define la verdadera vocación del hombre. Por tanto, el líder mesiánico roba a los individuos y a las comunidades aquellas actividades que son ocasión de entregarse los unos a los otros y, con ello, cumplir con su vocación más esencial como seres humanos. El líder totalitario y mesiánico, en su afán por ampliar el ámbito de su autoridad, castra en lo más fundamental las expresiones más genuinas y significativas del ser humano.
La paradoja del Bien Común
La persona es un todo y sin embargo decimos que formamos parte de la sociedad. Esto no significa que la persona debe estar en la sociedad como una parte ni ser tratada así por la sociedad. La sociedad debe tratar a la persona como un todo. La persona humana, como ser indigente, es un individuo lleno de necesidades. La persona humana en cuanto individuo entra como una parte cuyo bien propio es inferior al bien del todo. Al mismo tiempo, en cuanto persona, en cuanto a la totalidad espiritual subordinada y referida al Todo trascendental, está sobre todas las sociedades temporales y es superior a ellas. En este sentido, la sociedad está subordinada a la realización perfecta de la persona y de sus aspiraciones supratemporales. “Una sola alma humana vale más que todo el universo y que todo el conjunto de los bienes temporales; ninguna cosa es superior a un alma inmoral”. (La Persona y el Bien Común, p.67).
De todo esto se deduce que el bien común no se mantiene en su verdadera naturaleza si no respeta aquello que es superior a él, si no se subordina al orden de los bienes eternos y a los valores supratemporales de los que depende la vida humana. Esta subordinación se refiere también a todo aquello que, al pertenecer por naturaleza al orden de lo absoluto, trasciende de por sí a la sociedad política: derecho natural, reglas de justicia, exigencias del amor fraterno, vida del espíritu, dignidad inmaterial de la verdad, conocimiento especulativo. Si la sociedad humana intenta desconocer esta subordinación y, en consecuencia, erigirse ella en bien supremo, pervierte automáticamente su naturaleza y la naturaleza misma del bien común.
En el fondo del problema de la paradoja social, vemos que el problema de la persona y el bien común no puede plantearse en términos de oposición, sino en términos de recíproca subordinación y de relación mutua. La vida política es, a la vez, personalista y comunitaria: el hombre se encuentra a si mismo al subordinarse al grupo, y el grupo no consigue su fin sino guardando y protegiendo al hombre, consciente de que el hombre encierra una realidad espiritual íntima que escapa al grupo, y una vocación que el grupo no posee. En conclusión, la persona humana como persona está por sobre la sociedad temporal. Esa misma persona, como individuo o como parte, es inferior al todo y a él está subordinada. Como órgano del todo, el individuo debe estar subordinado al servicio de la obra común. El hombre es parte e inferior a la comunidad política en razón de las cosas que, por las indigencias de su individualidad material, dependen de la comunidad política y puede servir de medios al bien común. Al mismo tiempo, el hombre está sobre la comunidad política en aquello que concierne estrictamente al perfeccionamiento supratemporal de la persona en cuanto es persona.
El político y el Bien Común
Quisiera terminar esta charla con algunas consideraciones sobre las consecuencias de estos conceptos sobre la actividad de quien escoge la política como vocación. Le debemos a Rousseau la perversión moderna del concepto de autoridad. Para el filósofo de Ginebra, la obediencia es simplemente una ilusión pues en una democracia sólo nos obedecemos a nosotros mismos. De acuerdo con esta teoría, el papel de un político es similar a la de un taxista quien nos lleva adonde nosotros le decimos, por el camino que nosotros le indicamos y de la forma como nosotros le exigimos. Es entonces el político que siente que sus posiciones deben estar determinadas por lo que dicen las encuestas, por lo que exige la opinión pública. Si hemos entendido bien la responsabilidad del gobernante en la promoción del auténtico bien común, nos damos cuenta que la visión del político como taxista es una perversión radical de su actividad. El político busca el poder para ejercer legítimamente la autoridad. Una vez allí, es su obligación aplicar la autoridad, tanto para procurar la unidad de acción frente a las diversas alternativas para lograr el bien común, como para ocuparse del Bien Común tanto desde el punto de vista material como formal. Es él quien debe tener la visión de conjunto. Es a él a quien corresponde orientar a su pueblo correcta y adecuadamente al bien común. Cuando no me formo, tanto en lo intelectual como en lo moral, para estar en capacidad de ejercer esta función, traiciono la vocación que he elegido. Cuando en lugar de sostener mis convicciones, así no sean compartidas por la mayoría en un momento determinado, me dejo llevar por lo que la opinión pública demanda, privo a la comunidad de aquella verdadera autoridad que, como vimos antes, es esencial para el desarrollo de la libertad y la promoción del bien común. El líder no puede ver la política como un juego de ajedrez, de movimientos hábiles y de posiciones astutas. En Venezuela, desgraciadamente, hoy en día nos hemos quedado con politólogos, es decir quienes describen lo que sucede, y con operadores políticos, es decir, quienes son hábiles en la maniobra. Nos quedamos entonces sin políticos, aquellos que ni describen ni maniobran sino que señalan rumbos, que orientan, que abren caminos, que procuran la unidad de voluntades en torno a objetivos comunes, y que sobre todo, fundamentan sus posiciones en principios, conscientes del rol esencial que el político tiene en la defensa y promoción del bien común.
(Las referencias en el texto son tomadas de Jacques Maritain, La Persona y el Bien Común, Club de Lectores, Buenos Aires 1968).
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