Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

sábado, 20 de marzo de 2010

El papel del Estado // Enrique Pérez Olivares

* Conferencia dictada en el marco del curso “Persona y bien común”, organizado por la Asociación Civil FORMA en las instalaciones de la Universidad Monteávila, el día 16 de diciembre de 2003.



Introducción

La palabra Estado es multívoca por lo cual me detengo un momento para precisar el contexto en el cual hago los comentarios siguientes:

Hoy se entiende en el lenguaje usual por Estado la comunidad de personas políticamente organizada con carácter independiente (algunos dicen “soberano”) y se puede referir, sea al grupo social organizado que convive políticamente, sea al conjunto de instituciones que dan sentido y garantizan la unidad de esa convivencia. Es, en este segundo sentido y en palabras de Jacques Maritain, “una parte especializada en los intereses del todo” (El hombre y el Estado. Ediciones Encuentro Madrid. Julio 1983. p.26).

Me apresuro a recordar que un grupo social que desea convivir requiere entre otros, dos elementos que hacen posible la unidad de y en la pluralidad de personas y sociedades: se trata de la autoridad y el poder. Estos dos elementos no son suficientes para poder calificar de “político” el carácter de esa unidad. Así lo constatamos en el caso de la familia, aún en el sentido extremo de clanes nómadas, etc.

En el mundo, en la cultura que calificamos como occidental y a lo largo de la historia, las formas de convivencia política con carácter de independencia han sido varias: la polis, la civitas, la república, imperio, reino. En la Italia del renacimiento surge la palabra stato para referirse a las ciudades dotadas de gobierno propio. A partir de esta última realidad se genera una forma de convivencia política, organizada de tal manera que se distingue de las anteriores y se perfila lo que se reconoce hoy como el Estado Moderno (GER. Voz Estado. T.9 p.250 y s.s. Delgado Pinto, J.).

Los estudios sobre el Estado adoptan distintos puntos de vista, algunos de los cuales expongo muy brevemente: Un primer problema se refiere al objeto de análisis y en este tema encontramos dos posiciones: el objeto es la comunidad política en general, por tanto sus formas a lo largo de la historia, o por el contrario, el Estado en el sentido moderno del término, es decir, aquella forma que se configura desde finales de la Edad Media y que se plasma en Europa desde el siglo XVI y en América desde fines del siglo XVIII. La primera posición implicará, como bien señala el profesor Manuel García Pelayo, “proyectar sobre realidades muy distintas, ideas y representaciones adheridas al concepto de Estado moderno, con lo cual además se desnaturaliza la significación de éste y se le arrebata su significación histórica” (Las formas políticas en el antiguo oriente. Monte Ávila Editores, Caracas 1969 p.58).

Aún delimitando el objeto de análisis a este último, es frecuente que los autores e incluso corrientes de pensamiento, reduzcan la perspectiva de sus estudios a una de las características o elementos constitutivos de la noción de Estado que consideran más generalizada y comprensiva. Así, quienes privilegian el Derecho suelen afirmar que el Estado es una “persona jurídica” peculiar, o una relación o conjunto de relaciones jurídicas, o identifican el Estado con el ordenamiento jurídico unitario (Kelsen). Desde el punto de vista sociológico se suele afirmar que es una forma de organización social o asociación, especificada por la calidad de su poder: es un poder de dominación propio, soberano (no hay otro poder que se le imponga) o excluyente de otro poder, sobre un ámbito territorial y quienes están en éste. Otros asumen la perspectiva teológica y ética desde la cual definen al Estado como organización social autosuficiente (“perfecta”), titular de los poderes y medios que le permitan lograr su fin, o lo hacen en función del fin mismo: sea éste el bien común, sea la libertad de las personas individuales o la consolidación y plenitud de la comunidad que califican con el término “nación”.

Debo escapar de una controversia que oscurece nuestro tema. Me refiero a la discusión sobre si el Estado es una forma política necesaria, “natural”, o es sólo un “producto” o creación histórico cultural “artificial”. En verdad la sociabilidad, el carácter relacional de la persona humana, es una condición de su existencia y ello comporta algún tipo de autoridad y poder, si bien no necesariamente “político”, pues como lo constatamos a lo largo de la historia de las culturas, las formas y modos en los que se expresa son variados y dinámicos.

Jacques Maritain, filósofo francés fallecido en 1973, en varias de sus obras trata este tema, y con profundidad lo hace en El Hombre y El Estado, cuya primera edición fue en ingles el año 1951, traducido al francés en 1953, luego revisado y ampliado en su reedición de 1954 en Londres, cuyo texto definitivo es el incluido en las obras completas de Jacques y Räissa Maritain Vol. IX. Editions Universitaires Fribourg Suisse. Edition Saint-Paul Paris, en francés. A mi juicio, su análisis es acertado y esclarecedor, del cual paso a presentar algunos aspectos:

Antes de entrar en este análisis me permito establecer una noción descriptiva del Estado que puede ser útil para el resto de la presentación.

El Estado Moderno es parte de una realidad (se suele calificar de “estructura”) político territorial y consiste básicamente en un conjunto de instituciones.

Una institución es una realidad social que, aún cuando sea originada por iniciativa de una o más personas, cumple funciones objetivas al servicio de fines estables que son reconocidos como necesarios o altamente convenientes a una sociedad y es por tanto respaldada por los miembros de dicha sociedad, tanto en su existencia, como en su funcionamiento y en el suministro de los medios que son requeridos para su desempeño.

La institución tiene una estructura adecuada al desempeño de sus funciones y por tanto modificable en razón de ellas y del logro de sus fines. Así mismo recibe un reconocimiento jurídico y se rige por un conjunto de normas que objetivamente se ordenan al funcionamiento de ella y sus fines, de manera que se imponen a las personas humanas que desempeñan tareas o cargos en la institución. En ese sentido la institución y su régimen jurídico “no son disponibles” por las personas que la componen como titulares de sus órganos o como personal a su servicio, tampoco por el Estado sin hacer participar al pueblo en la toma de decisiones que las eliminen (por haber perdido su carácter) o afecten profundamente.

Existe en un territorio determinado con respecto a otros espacios. Ese espacio es ocupado por una población establecida en él, unida por vínculos sociales y políticos de distintos tipos, que constituye el pueblo, el cual se considera el “alma” de la sociedad políticamente organizada y es titular de la autoridad y el poder independientes.

El Estado ejerce una autoridad y poder autónomos a título vicarial, es decir, sin despojar de la titularidad de ese derecho al pueblo. Constituye un organismo independiente que ejerce tal autoridad y poder en el ámbito de su territorio y ante los otros Estados, en relaciones de igualdad con ellos y a título de representante de la sociedad política de la que es parte.

Su finalidad es la de regir esa sociedad política en la consecución del fin que la especifica, el cual es el Bien Común como fin configurador de dicha sociedad. Por ello su configuración debe adecuarse al carácter instrumental que al Estado es propio.

Para lograr mayor claridad en el tema que presento paso a explicar varios de los términos que he utilizado.

He usado la frase Sociedad políticamente organizada y debo precisar, en primer lugar, que me quiero referir a una sociedad, no a una comunidad. Es decir, estamos en una expresión de la sociabilidad cuya existencia es consecuencia de las determinaciones de la inteligencia y la voluntad. Dice Maritain: “es pues una obra de la razón, “liberada” de los instintos y que implica esencialmente un orden racional pero no es pura razón, como no lo es el hombre mismo…”. Poco antes ha dicho: “es la más perfecta de las sociedades temporales, es una realidad concreta y enteramente humana que tiende a un bien concreto y enteramente humano: el bien común” (Maritain, Jacques. El Hombre y el Estado. Ediciones Encuentro 1983. Madrid p.24). Maritain la denomina Sociedad Política o Cuerpo Político y especifica que integrado por seres humanos, en él están presentes instintos, pasiones, reflejos, dinamismos y estructuras psicológicas inconscientes, hallándose sometido en todo, si es necesario por coacción legal, al mando de una idea y de decisiones racionales. La justicia es la condición primera de la existencia del cuerpo político, mas la amistad cívica es su misma forma animadora” (ídem).

Este cuerpo político es sociedad de personas y también de sociedades y comunidades de los rangos más variados, desde “los grupos familiares –cuyos derechos y libertades esenciales son anteriores a él– y a una multiplicidad de otras sociedades particulares que proceden de la libre iniciativa de los ciudadanos y que habrían de ser lo mas autónomos posibles” (cfr. Maritain cit.p.25). Con frecuencia puede ser originada la sociedad o cuerpo político a partir de ese tipo de comunidad que se conoce con el nombre de nación, pero no lo es necesariamente; más aún, el cuerpo político puede dar origen a una nueva nación.

El ser humano entero forma parte de la sociedad política, pero no en razón de toda su persona y de todo lo que posee. Tiene la persona humana una entidad, una realidad ontológica, superior a la sociedad política, (la cual es una realidad de orden), y existen en ella realidades y dimensiones de su existencia ante las cuales se inclina el poder de la sociedad o cuerpo político y sus instrumentos. Más aun, la integridad y mayor plenitud de la sociedad política requiere un ordenamiento y un conjunto de instituciones que tienen un carácter mundial, tema al cual Jacques Maritain dedica el capítulo VII de la obra citada, El Hombre y el Estado, al cual no me referiré.

He usado antes el término Nación y siento el deber, siguiendo el pensamiento de Maritain, de hacer algunas consideraciones breves. Es un término que ha originado confusiones no sólo en el orden del pensamiento sino en el orden de la acción, dando origen a verdaderas hecatombes humanas en la historia moderna, y aún en estos inicios del tercer milenio. Ello hace necesario distinguir la Nación de la Sociedad Política y también del Estado.

A esos efectos debemos reconocer que la nación pertenece a la realidad convivencial que se denomina comunidad, mientras la sociedad política pertenece a la realidad que se denomina sociedad en sentido estricto, como lo he señalado. Si bien pueden usarse como sinónimos, la realidad histórica reclama su distinción, pues siendo ambas “realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no sólo biológicas, la comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización” (Maritain ob.cit.p.16).

Si bien en toda forma de vida social las personas humanas se unen en torno a un objeto material, espiritual o mixto, en la comunidad “el objeto es un hecho que precede las determinaciones de la inteligencia y de la voluntad humana y que actúa independiente de ellas para crear una psiquis común inconsciente, estructuras psicológicas y sentimientos comunes, costumbres comunes” (cit.p.17).

“La comunidad es un producto del instinto y de la herencia en unas circunstancias y en un marco histórico dado…” (cit.p.18). Así los grupos lingüísticos, étnicos, regionales, las clases sociales, la tribu o el clan, preparan y anuncian la llegada de la sociedad política.

En una sociedad el objeto aglutinador “es una tarea que cumplir, o un fin que lograr, que dependen de las determinaciones de la inteligencia y de la voluntad humana (ya lo expresé antes), van precedidos por la actividad (decisión o, por lo menos consentimiento) de la razón de los individuos; así, en el caso de la sociedad el elemento objetivo y racional de la vida social emerge de manera explícita y asume el papel director” (cit.p.17). “La sociedad es un producto de la razón y de la fuerza moral; lo que los antiguos denominaban “virtud” (cit.p.18).

La nación, insisto, es una comunidad, referida etimológicamente a la noción de nacimiento, pero es algo ético-social y por tanto nacimiento y ascendencia tienen todas las connotaciones ético-culturales de esos términos y comprenden manifestaciones de las tradiciones, de las instituciones, herencia cultural, recuerdos históricos y esperanzas, prejuicios y resentimientos comunes y afectos de perseverar juntos y con una cierta identidad común. Todo ello a lo largo de la historia se va haciendo consciente y si no degenera en negación de las demás y análogas realidades y se abren al dialogo con ellas, es un proceso bueno y deseable. Pueden, sin embargo, degenerar y tomar la forma y el impulso de los nacionalismos y entonces es un azote que pretende hacer desaparecer las otras naciones y, por así decirlo, “copa” e instrumentaliza el Estado para reducirlo a ser una terrible expresión de la voluntad de poder.

El Estado

Debo ahora hacer otra última precisión cuyo contenido ya he insinuado. Me refiero al significado de la palabra Estado.

Al describir las características de la sociedad o cuerpo político, siguiendo el pensamiento de nuestro filósofo, se hace evidente que el Estado es diferente de la sociedad política.

Esa diferencia consiste, como lo establecí al inicio de estas palabras, en que él “Es una parte de ese cuerpo especializada en los intereses del todo” (Maritain, J. ob.cit.p.26), por lo que institucionalmente está revestida de la autoridad” (Pío XII Radio mensaje de Navidad 1944).

El carácter instrumental del Estado queda claro al constatar que “el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstos y no para sofocarlos” (Juan Pablo II. Centesimus Annus N° 11l).

Toda sociedad "bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país" (Beato Juan XXIII. Pacem in Terris N° 46).

León XIII afirma en la Rerum Novarum que, con independencia de “las vicisitudes en las distintas formas de gobierno” siempre existirá la diferencia entre gobernantes y gobernados. Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno, quienes legislen, quienes juzguen y finalmente, quienes con su dictamen y autoridad administren los asuntos civiles y militares” (N° 25). Cien años más tarde, Juan Pablo II, al destacar este aporte de su antecesor añade, reiterando la doctrina establecida por el Beato Juan XXIII en Pacem in Terris (N° 67 y siguientes): “es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es este el principio del “Estado de Derecho” en el cual es soberana la Ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (Juan Pablo II. Centesimus Annus N° 44).

La autoridad no es sustancialmente “una fuerza física”, ella “consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin” (Beato Juan XXIII. Pacem in Terris N° 47).

La determinación del régimen político y la selección de gobernantes se dejan “a la libre designación de los ciudadanos”, en consecuencia pueden ser diferentes la “estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia” (Concilio Vaticano II. Gaudium et Spes N° 74).

Ahora bien, el Concilio Vaticano II, recogiendo criterios ya avanzados por Pío XII en el radiomensaje de Navidad de 1942 y Juan XXIII en Pacem in Terris, reconoce conforme con la naturaleza humana “que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes" (Gaudium et Spes N° 75).

En perfecta consistencia con tal declaración, Juan Pablo II expresa con la fuerza que lo caracteriza: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por eso mismo no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos usurpan el poder del Estado”. (Centesimus Annus N° 46).

No calla aquí el Papa. Continúa en una precisión de enorme importancia: "Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad, mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad” (ídem).

Las referidas estructuras de participación son asociaciones voluntarias que pueden tener como fin específico crear opinión sobre las políticas públicas, formularlas para proponerlas, formar ciudadanos activos, participar en la lucha por el poder (partidos políticos), representar legítimos intereses sectoriales de grupos sociales específicos, defender y promover los derechos humanos, etc.

El Pontífice extrae profundas enseñanzas de los acontecimientos de 1989. Por una parte “ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no dejarse condicionar por principios morales” y por la otra “son una amonestación para cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el derecho y la moral” (Centesimus Annus N° 25).
Esto es, lo que la Iglesia aprecia de la democracia, no es una pura forma de gobierno, es un sistema de vida.

La recta concepción de la persona humana comporta reconocer en el hombre tanto su tendencia hacia el bien como su capacidad de hacer el mal.

De allí que el orden social no debe oponer el interés individual al de la sociedad sino coordinarlos y no hay un secreto para la organización social perfecta. La condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las fuerzas del mal. Hay una tarea de animación evangélica de las realidades humanas, imprescindible para corregir las desviaciones de la sociedad y para corroborar el ánimo de luchar por el bien, tarea que corresponde a los cristianos, de manera especial los seglares, junto con todos los hombres de buena voluntad (Centesimus Annus N° 25).

Hoy, continúa el Pontífice reinante, después de la caída del totalitarismo comunista y otras formas totalitarias o autoritarias (regímenes de “seguridad nacional”), junto a una positiva y predominante valoración, “no sin contraste, del ideal democrático” y “una viva atención y preocupación por los derechos humanos”, asistimos “a diversos aspectos de una crisis de los sistemas democráticos que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según el bien común" (ídem N° 47). Tal crisis deriva de que a los criterios de justicia y moralidad se anteponen “la fuerza electoral o financiera de los grupos” que sostienen determinados intereses, que forman los llamados en la politología grupos de interés y grupos de presión; esto produce en la población apatía y desconfianza “con lo cual disminuye la participación y el espíritu cívico de la población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí viene la creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común” (ídem N° 47).

Debe precisarse, como lo hace el Papa reinante reiterando criterios formulados desde el inicio en la Doctrina Social de la Iglesia, que ésta respeta la “legítima autonomía del orden democrático, pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional” (ídem).

Es obvio que, al ser el Estado una parte de la sociedad política y si bien tiene funciones de regir y ordenar el conjunto hacia la búsqueda del bien común, aún precisando, por ejemplo, las cargas que en virtud de su función social gravan a la propiedad privada, (Cuadragésimo Anno N° 49), se plantean delicados problemas de relaciones entre las personas, las sociedades de base y diversos grupos intermedios, y el Estado. Ante ellos la Doctrina Social de la Iglesia ha precisado varios principios orientadores. Ellos se aplican al conjunto del Cuerpo Político y también al Estado en tanto conjunto diferenciado de instituciones que tiene a su cargo velar para que todo este cuerpo concurra al logro del Bien Común. Por esta razón conviene recordarlos sintéticamente.

El primero es el de Participación, que hemos ya analizado suficientemente es los párrafos anteriores. Este principio procura asegurar que el hombre no pierda su condición de sujeto, de autor libre y responsable de su propia historia y de los aportes que hace a la humanidad en el desarrollo de su vida; también pretende garantizar que las formas de vida asociada en las que la persona humana despliega su dar y recibir constantes, preserven a su vez aquella misma condición, que el actual Papa ha denominado la “subjetividad de la sociedad”. Ya el Beato Juan XXIII había señalado que estas formas de vida asociada deben llenar los siguientes requisitos: (que) “sean autónomas y tiendan a sus fines específicos, con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del bien común. Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados en ellos como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes” (Mater et Magistra. No. 65).

El segundo es el principio de Solidaridad, según el cual la autoridad pública debe intervenir en apoyo y cuidado de los individuos más indefensos y en la medida en que esta indefensión es mayor, mayor debe ser esa intervención, la cual no excluye por cierto el deber de los demás hombres de acudir en apoyo y cuidado de estos sectores débiles (Centesimus Annus N° 10).

Tal defensa de los débiles da base a la acción directa del Estado poniendo algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo y asegurando en todo caso, por ejemplo, un mínimo vital al trabajador en paro (Laborem Exercens, 8; Centesimus Annus N° 15).

Así mismo, en el terreno de la economía le corresponden una serie de tareas de armonización y dirección del desarrollo. Debe garantizar la existencia de un conjunto institucional jurídico y político que brinde seguridad en la garantía de la libertad individual, la propiedad, un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes, desterrar la corrupción de los poderes públicos e impedir la proliferación de fuentes impropias de enriquecimientos y beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o en la pura especulación. Debe intervenir para erradicar situaciones de monopolio que crean obstáculos o demoras al desarrollo (Centesimus Annus N° 48).

El tercero es el de Subsidiaridad, expresado de modo preciso por Pío XI en Quadragésimo Anno y calificado como “gravísimo principio inamovible e inmutable” de la filosofía social, que a pesar de los cambios operados en las condiciones sociales “sigue firme y en pie”. Oigamos su formulación: “como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas puedan hacer y proporcionar, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absolverlos” (N° 79).

De seguidas el Papa aplica el principio al Estado, advirtiendo además, que de respetarse tal principio el Estado ahorraría mucho tiempo que de lo contrario perdería en cuestiones de menor importancia, y lograría más firmeza, eficacia y libertad en la atención de los asuntos de su exclusiva competencia, concluyendo su exposición sobre este punto de la siguiente manera: ..." tengan muy presentes los gobernantes que mientras mas vigorosamente reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación” (N° 80) .

Este principio es recogido por Juan XXIII en la Mater et Magistra (N° 53) al establecer “como tesis inicial” que la economía debe ser obra, ante todo de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen por si solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes” (N° 51).

La subsidiaridad no excluye sin embargo la acción del Estado: “es necesaria también la presencia activa del poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los ciudadanos” (N° 52). Esto es, “la acción del estado que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria” (N° 53).

El sentido de la intervención del Estado en materia social, económica y cultural es el de crear condiciones más favorables para ayudar a las personas y a “los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre” no entorpeciendo las asociaciones familiares, sociales, o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias” y no privándolas “de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada" los gobernantes (Gaudium et Spes N° 75). El Concilio Vaticano II en el texto citado reconoce que, dada la diversidad entre las regiones y la evolución de los pueblos, las relaciones entre la socialización y la autonomía, y el desarrollo de la persona" debe entenderse de modo diverso". Alerta además el Concilio que las restricciones temporales a los derechos que pudieren exigir razones de bien común, deben cesar cuanto antes, “una vez que hayan cambiado las circunstancias”.

Tal principio no entra en contradicción, me permito reiterar, con el ejercicio de las funciones propias del Estado a las que antes se aludió, ni con el desarrollo de adecuados servicios públicos, o de políticas sociales y culturales, en particular para atender los estratos más débiles de la población (opción preferencial por los pobres). Tampoco contradice que "el Estado y las demás instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuando éstos llevan consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro del bien común” (cit. Quadragésimo Anno), como bien asienta la Mater et Magistra (N° 116).

Además, y sin lesión del principio de subsidiaridad, "el Estado puede ejercer funciones de suplencia, en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de empresas, y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil” (Centesimus Annus N° 48).

El anterior texto, al tiempo que recoge en la última encíclica citada la expansión de la intervención del Estado hasta el punto de configurar el llamado Estado de bienestar, como evolución que en algunos países se ha dado “para responder a formas de pobreza y de privación indignas de la persona humana” (ídem), señala los excesos y abusos que han convertido a esta forma de Estado en lo que se ha calificado como “Estado asistencial”, el cual “provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos” (ídem).

Juan Pablo II subraya que también en este ámbito “debe ser respetado el principio de subsidiaridad” y en un señalamiento a mi juicio de gran actualidad e importancia, expresa: “El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado... mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí mismo un valor singular a cuyo servicio deben estar el mercado y el Estado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras” (N° 49).

También el principio de subsidiaridad tiene aplicación en el ámbito internacional y es aplicable a la acción de la autoridad política mundial que el Papa Juan XXIII proclamaba ya en 1963 como una exigencia de orden moral del proceso de interdependencia creciente entre las naciones, en razón de viabilizar el bien común de los pueblos, (Pacem in terris N° 137). Ella debe constituirse con el consentimiento de todas las naciones (N° 138) y a semejanza de lo que debe suceder en el interior de cada Estado, “es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio” (N° 140). “Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual, no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos (como ya indicaba Pío XII en su alocución a los jóvenes de la Acción Católica Italiana el 12 de septiembre de 1942)” (N° 141).

El Bien Común

La última precisión fundamental que debo hacer es la referida al Bien Común y su primacía.

Un elemento sustancial de lo político es el denominado Bien Común en el pensamiento cristiano (ya en Tomás de Aquino y más precisamente en la Doctrina Social de la iglesia). Esa frase expresa el fin de las sociedades políticas.

¿Qué es el bien? En una noción muy antigua se dice que el bien es lo que todos apetecen o desean y por lo tanto que nos atrae y hacia el cual tendemos.

Se afirma que el bien, en consecuencia, es “difusivo”; en términos no técnicos quiere expresarse que el bien tiene como característica estar al servicio de todos, mas precisamente ser participado por todos. Esta característica se da en grado eminente en el Bien Común.

Se dice del bien que es “común” cuando es apto para ser participado por todos y cada uno de los miembros de una comunidad o sociedad de personas humanas. En grado absoluto ello se da sólo respecto de Dios.

Referido a la sociedad humana temporal debe advertirse que no se requiere que todos participen de hecho, pero si, que el bien común sea participable. En realidad puesto que la humanidad es una, puede hablarse de un Bien Común Universal, sólo que hasta este momento no existe la sociedad política supranacional mundial, ni el conjunto institucional dotado de autoridad y poder para conducir esta sociedad a su logro.

Es obvio que el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios como unidad de cuerpo y alma, tiene una pluralidad de fines y reconoce en sí mismo y en la creación que le rodea una serie de bienes, muchos de los cuales se le presentan como fines para alcanzar. Es también evidente que el ser humano tiene diversas dimensiones en su existencia. La primera de ellas deriva de lo que es él y su relación con Dios, es decir, la dimensión trascendental, en la cual se funda su dignidad inconmensurable. Tiene una dimensión social que se inicia en la familia y se extiende además a las variadísimas formas de relacionarse con sus semejantes en una multiplicidad de lazos asociativos. El Papa Juan XXIII, en su Encíclica Mater et Magistra (Nª 59), denomina “Socialización” este proceso de multiplicación de formas de vida asociada. Ellas son de muy diversa índole y en las personas que las integran buscan fines que les son comunes y que responden a esa curiosa situación de menesterosidad y sobreabundancia que es propia de su naturaleza, por la cual el ser humano da y recibe, no sólo en bienes y servicios, sino se entrega a sí mismo y recibe a los otros. Se habla entonces de bienes comunes de cada sociedad los cuales son parte del Bien Común de la Sociedad Política.

El hombre por su naturaleza, es sujeto de sus obras, es coautor de su transcurrir vital en el tiempo y el espacio y por ello se puede afirmar que su existencia tiene una dimensión histórica, la cual no se reduce a su ser personal sino que incorpora a la de los demás seres humanos, incluidos los que le han antecedido, para, junto a sus coetáneos, transmitirla a los que le sucederán.

Aún debemos añadir otra dimensión de la existencia humana: la dimensión cultural, la cual es manifestación y fruto de su esfuerzo por alcanzar mayor plenitud en su humanidad, esfuerzo que se entrecruza o intercambia en el seno de sus dimensiones trascendental, social e histórica con el esfuerzo de los demás, al punto de poder afirmar que cada persona humana es padre e hijo de la cultura. (Juan Pablo II).

A lo largo de este complejo proceso, los seres humanos han creado formas asociativas que estructuran sociedades de sociedades a diversos niveles (Sociedad o Cuerpo Político) y se dotan de los conjuntos institucionales comunes (hoy conocidos como “Estado”) que ejercen vicariamente la autoridad y el poder, denominado autoridad y poder “públicos”, requeridos para que el conjunto de personas y sociedades logren el bien del Cuerpo Político.

La tarea principal del Estado, parte instrumental y “situado” en la cúspide del conjunto, es conducir, gobernar, ordenar a la Sociedad o Cuerpo Político al logro del Bien Común mediante el ejercicio de la autoridad y poder vicarios que recibe del pueblo. Ello no quiere decir que el Estado sustituye o suplanta a la Sociedad Política en el logro de ese Bien Común, sino que ordena sus contribuciones y aportes, promueve y exige los esfuerzos sociales requeridos para lograr los Bienes Comunes de cada sociedad menor, asume y realiza las actividades institucionales que hemos descrito, pues ellos son necesarios para configurar el Bien Común General o Público. Es decir, como lo expresamos antes, es el Estado, instrumento y parte de la Sociedad Política al servicio del logro del Bien Común General, actúa como una especie de gerente de la Sociedad Política aplicando los principios ordenadores ya expuestos.

Ese Bien Común Público es bien humano, integra los bienes de las personas individuales, de las sociedades, comenzando por la familia y la vida vecinal, hasta las sociedades más complejas en su integración (que son con frecuencia, lo hemos dicho, sociedades de sociedades); también a las que tienen fines especializados: sean estos económicos, educativos, de bellas artes, recreativos, de conservación y cuido de la naturaleza, de investigación, de comunicación. Procura, como uno de los objetivos centrales de las tareas a su cargo, que cada persona y todas las personas sean reconocidas y respetadas en su eminente dignidad, les sean reconocidos, realmente protegidos y promovidos, así como facilitados el ejercicio y cumplimiento, con libertad responsable, de sus derechos y correlativos deberes humanos fundamentales.

Jacques Maritain ha precisado que el Bien Común consiste en la vida humana buena de la multitud, sin exclusiones y en ejercicio de su libertad responsable: tanto en el campo de lo material como en el de la cultura; en el logro de las virtudes humanas y en la búsqueda esforzada de la más plena relación con los demás hombres de todos los pueblos y culturas, y con Dios.

Es necesario, para la cabal percepción del contenido del Bien Común General y de los esfuerzos que su logro comporta, reconocer que la criatura humana en su condición temporal está afectada por un desorden en su naturaleza que da origen al drama misterioso del mal: la persona puede, en ejercicio desordenado de su libertad, privar del bien a su conducta, dañar a los demás seres humanos y al resto de la creación. Este desorden en las potencias de la persona humana, que las oscurece y las debilita, origina una constante ambivalencia de los procesos humanos. Sólo acudir al Redentor como Camino, Verdad y Vida permite encontrar en su misericordia infinita la fuerza purificadora que nos permite recomenzar constantemente la tarea de lograr la plenitud humana; ello es posible sólo con el Amor de Dios. Esta dimensión del ser humano no pertenece al ámbito de lo político ni al Estado compete definirla, por el contrario, ante sus legítimas expresiones debe adoptar una respetuosa actitud de reconocimiento a su plena libertad, debe sin embargo, asumir la responsabilidad que le atañe en el proceso de educación integral de su población, en la adquisición de las virtudes, en el de practicar la amistad cívica, condiciones todas exigidas para la convivencia pacífica de la humanidad.

Debo, antes de concluir esta breve presentación recordar que se suele señalar algunas características del Bien Común General:
1. La universalidad: se extiende a todas las personas humanas sin excepción y por el hecho de ser tales.
2. La comunicabilidad: su contenido revierte sobre cada miembro de la sociedad, apoyándolo en su perfeccionamiento.
3. La proporcionalidad: se comunica a cada persona y sociedad según su aptitud y necesidad, así como exige de cada uno según su capacidad y potencialidad.
4. La plasticidad: su contenido se modifica en razón de los cambios que se producen como consecuencia de la creatividad humana y del esfuerzo que las personas hacen para comprender mejor la realidad, lograr mayor dominio sobre ella, así como por la variedad dinámica que la naturaleza presenta.

Para finalizar es preciso afirmar que el Bien Común General, entendido como se ha definido, es decir “conjunto de condiciones concretas que permiten a las personas humanas el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección” tiene primacía sobre el bien de la persona individual o de una sociedad particular, en razón de que estos bienes, si son tales, están integrados y asumidos en el Bien Común General, pero también porque este Bien Común es por definición el que posibilita mayor plenitud al bien de la persona y por tanto no puede negarlo o lesionarlo, simplemente lo ordena al bien del conjunto de las personas humanas y lo integra en él. Desde el punto de vista práctico ha de tenerse en cuenta que, como bien ha expresado Santo Tomás de Aquino, y lo he ya recordado, la persona humana es parte de la Sociedad pero no lo es en su totalidad y por tanto no está sometida a ella en todos sus aspectos. El motivo de tal situación radica en la sublime dignidad humana, derivada de ser imagen y semejanza de Dios, llamada a participar del Ser Supremo en condición de hijo de Dios y hermano de Cristo, en consecuencia de la cual, la promoción, respeto y protección de los derechos y deberes humanos fundamentales, que son anteriores a toda sociedad humana (no los “otorga” la sociedad ni ninguno de sus instrumentos, tampoco el Estado), se impone a toda sociedad humana y está en la raíz misma del Bien Común General, en consecuencia de lo cual la Sociedad o Cuerpo Político se debe configurar para lograrlo. En otros términos la primacía del Bien Común, esto es la subordinación al Bien Común, es la única forma de respetar, sin excepciones, la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad o cuerpo político. La mayor expresión ética de la dignidad de la persona humana encuentra su realización en el deber de ordenarse o de sobreelevarse (dice el filósofo español Millán Puelles en GER. Vol.11 p.225 y s.s.) al logro del Bien Común General.

Los caminos de la historia hoy nos asoman a la exigencia de responder a las exigencias del Bien Común Universal, pero no se vislumbran todavía formas orgánicas e institucionales para lograrlo cuando ya el Estado Moderno (“nacional” y “soberano”) evidencia su caducidad, particularmente perceptible ante los retos del llamado proceso de globalización.

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