Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

sábado, 20 de marzo de 2010

Sensatez ante todo // F. J. Sheed

SHEED, F. J.
Sociedad y sensatez.
Editorial Herder. Barcelona. 1963. p.p. 7 a 18 (Introducción)

I. SENSATEZ ANTE TODO

Nuestro modo de tratar una cosa depende en última instancia del juicio que nos hayamos formado sobre ella. De distinta manera tratamos, por ejemplo, a las personas y a los gatos, porque es diferente la idea que tenemos de lo que es una persona y de lo que es un gato. Todas nuestras instituciones —la familia, la escuela, los sindicatos, el gobierno, las leyes, las costumbres y todo lo demás— brotaron de la idea que tenían del hombre los que las crearon. Si queremos comprenderlas profundamente, debemos penetrar en la idea que expresan del hombre. En la historia humana hay períodos en los que no hay necesidad inmediata y obvia de hacer esta clase de investigación profunda. Cuando las instituciones profundamente arraigadas funcionan normalmente y contribuyen a la felicidad, la gran masa de los hombres puede limitarse a vivir sencillamente con ellas sin plantearse ningún problema. Pero cuando algo no está en regla en alguna institución —de modo que se tenga que considerar la oportunidad de corregirla (y, dado que sí, en qué forma) o si debe suprimirse (y, en tal caso, con qué se ha de sustituir)—, entonces la pregunta acerca de lo que es el hombre resulta no sólo práctica, sino más práctica que ninguna otra.
Y esto por dos razones. Una de ellas es vital, aunque muy negada en nuestros días; la otra vital también pero no tan fácil de negar. La primera razón es que todos los órdenes sociales han sido hechos por los hombres y deben examinarse en función de su aptitud para los hombres. No faltarán quienes sonrían ante esta razón. Por el momento no queremos discutirla con ellos. Preferimos pasar directamente a la segunda, a saber, que todos los órdenes sociales están constituidos por hombres. Los que fabrican máquinas estudian el acero, los que fabrican estatuas estudian el mármol, los que ordenan sistemas sociales han de estudiar al hombre, puesto que el hombre es la materia prima de los sistemas sociales, como el acero es la materia prima de las máquinas y el mármol lo es de las estatuas. Ahora bien, mientras no todos nos dedicamos a hacer máquinas o estatuas, todos estamos implicados en la construcción de sistemas sociales, desde los más pequeños, como la familia, hasta los más grandes, como el Estado al que pertenecemos.
Toda nuestra vida consiste en tratar con otros seres humanos. Por eso, en nuestras relaciones personales todo el problema está en saber cómo se han de tratar los hombres; en el orden político la cuestión es exactamente la misma. Pero no es posible decidir inteligentemente cómo se debe tratar una cosa antes de haber visto claramente qué es la cosa. No podremos saber cómo se ha de tratar a los hombres sin haber visto con toda claridad qué es el hombre.
Esta es la razón por la que hemos puesto la palabra sensatez en el titulo del libro. Sensatez significa ver las cosas como son, vivir en la realidad de las cosas. Si uno ve lo que no es —si ve culebras serpenteando por el empapelado de su habitación, por ejemplo, o se considera a sí mismo como Napoleón—, no es sensato. La dificultad está en que no siempre sabemos sí la gente ve lo que no es o no ve lo que es. Esto puede suceder en forma menos patente que en los ejemplos que acabamos de aducir, pero el principio es siempre el mismo: tomar lo que no es por lo que es, es señal de insensatez. Por ejemplo, hacerse ilusiones afectivamente, tomando los propios deseos por realidades, es un defecto mental; lo mismo se diga de tomar las propias aprensiones por realidad, en una palabra, tomar por realidad lo que no lo es. Hacerse ilusiones es la cosa más corriente; en sociología y en política es un fenómeno casi universal. Es la cosa más fácil del mundo. Nos concentramos en la cosa que deseamos— una organización particular de la sociedad, por ejemplo—, de modo que el asunto va tomando más y más cuerpo en nuestra mente; consideramos, naturalmente, los obstáculos con desazón e impaciencia, no experimentamos ningún gusto en mirarlos, cada vez los miramos menos y al fin acabamos por no mirarlos: los obstáculos siguen estando presentes, pero ya no lo están para nosotros: sólo nuestro deseo es real. Es posible que todavía hagamos alusión a los obstáculos, pero sólo lo hacemos para asegurar a nuestros oyentes, para confirmarnos a nosotros mismos de lo sólidamente que estamos apoyados en la realidad. Quienes se hacen ilusiones son muy aficionados a emplear, los slogans más realistas. Sí oímos a un orador que exclama: «Los hechos, señores, los hechos son inexorables», ya podemos prepararnos para hacer una gira por el reino de Utopía.
En todos los terrenos el test de sensatez consiste en preguntar: ¿Qué es?; en las relaciones humanas será preguntar: ¿Qué es el hombre? Aquí es donde efectivamente debe tener sus raíces la sociología. De otra manera, ninguna escrupulosidad de investigación ni ningún peso de pruebas científicas en las etapas subsiguientes podrá sanar este defecto radical.

I
Ahora bien, en el conjunto de nuestra vida social se pasa por alto al hombre. Se toma sencillamente al hombre como una palabra, como la etiqueta de una especie particular de seres (la especie a la que también nosotros pertenecemos) y nadie se decide a considerar en serio lo que significa el término. Pasamos inmediatamente a examinar el modo de hacer feliz a la criatura sin detenernos a preguntar qué es la criatura. Sin embargo, habría que seguir exactamente el camino contrario. Al proyectarse un nuevo plan que afecte la vida de los hombres, nuestra primera reacción es siempre preguntar: ¿Hará a los hombres más felices? Sin embargo, ésta debiera ser la segunda pregunta, no la primera. La primera deberla ser: ¿Responde esto a la naturaleza del hombre? La vida moderna se ha olvidado totalmente de este problema. En la educación tenemos un ejemplo tan perfecto que resulta casi ridículo. En casi todo el mundo occidental se considera al Estado como el educador nato. Las escuelas no dirigidas por el Estado se miran como algo anormal y en la mayoría de los países llevan sólo una existencia precaria. Esta situación parece la cosa más natural, siendo así que en realidad no deja de ser grotesca. Hay centenares de definiciones de la educación. Pero tomemos como definición un mínimum que sea aceptado prácticamente por todos, por ejemplo, que la educación consiste en preparar al hombre para la vida. Supongamos ahora que uno escribe al ministerio de educación de su propio país poco más o menos en estos términos: «Veo que ustedes se ocupan de preparar al hombre para la vida. ¿Podrían decirme qué es el hombre?» La única respuesta que posiblemente nos dieran sería: que vivimos en una democracia liberal: cada cual tiene derecho a profesar la religión o la filosofía que más le guste y conforme a sus enseñanzas mantener sus propios puntos de vista: que el hombre es materia o espíritu, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas. Eso no le interesa al Estado, que es completamente neutral, no sabe lo que es el hombre. Si se les volviera a escribir preguntando: «Veo que en cuanto Estado no saben ustedes qué es el hombre. ¿ Podrían decirme para que se vive?», la respuesta sería exactamente la misma: que eso es asunto de cada ciudadano, que el Estado es neutral y no sabe nada de eso. He llamado a esto grotesco y todavía he sido demasiado indulgente. Preparar a los hombres para la vida no sólo sin saber lo que es el hombre ni lo que es la vida, sino incluso sin dar importancia a estas cuestiones, en realidad sin habérselas planteado nunca, es la cosa más extraña que se pueda imaginar. Sin embargo, a la gente no le impresiona. El que hasta tal punto deje de extrañarles indica lo poco que se piensa en las cosas más fundamentales.
Pero la gente no sólo no ve lo extraño que es esto, sino que ni siquiera hay manera de podérselo mostrar. Si se insiste en este punto, sencillamente se cambia la definición de la educación. Las escuelas, dicen, dan a sus alumnos una cantidad de informaciones útiles y los adiestran en ciertas técnicas de modo que puedan ganarse la vida, integrarse con sus semejantes y hacer las cosas que el Estado exige de los ciudadanos. Pero esto es sencillamente tomar lo extraño del problema del sistema escolar y trasladarlo a la vida de la sociedad entera mostrando cuán sólidamente arraigado está en ella.
¿Para qué sirve la información? ¿Cómo podemos integrarnos con nuestros semejantes si ellos mismos no están integrados? Y ¿cómo sabemos que lo están? Y, vistas las cosas tan raras que algunos Estados exigen a sus ciudadanos, ¿cómo sabemos que nuestro propio Estado no nos exige cosas que nos perjudican como a hombres? Ninguno de estos interrogantes se puede responder sin saber de antemano qué es el hombre. Una información es útil si nos ayuda a alcanzar mayor plenitud y riqueza humana; un hombre está integrado si todos los elementos de su naturaleza están debidamente relacionados entre sí y con el fin de la vida; el Estado no puede exigir a sus ciudadanos nada que, por mucho que aumente la eficiencia o el bienestar material, los ha de disminuir como hombres. En tales circunstancias, no sólo en la educación, sino en toda la vida de la sociedad, el trato que se dan los hombres entre sí y que les da el Estado, debe examinarse en función de la pregunta: ¿qué es el hombre? Pero esto nunca se pregunta. El Estado no sabe qué es el hombre y cada día ejerce más control sobre la vida humana.
En Karl Marx se observa esta ignorancia del hombre en su estado puro. Las democracias occidentales no saben lo que es el hombre, o no se cuidan de ello. Con todo, tienen alguna noción de lo que desean los hombres y de cuáles serán probablemente sus reacciones. Marx, no. Tanto los que están de acuerdo con él como los que discrepan convienen en llamarle sociólogo. Pero Marx no era de ninguna manera un sociólogo. Era sencillamente un matemático. Examinemos este problema de aritmética: si un muchacho puede segar un campo en dos horas, ¿en cuánto tiempo lo segarán dos? La respuesta es, naturalmente, en una hora, pues dos muchachos emplearán la mitad del tiempo que emplea uno. Pero esto son matemáticas. En realidad los dos muchachos comenzarán a charlar, a discutir, hasta se pelearán; dejarán irremediablemente enredadas las segadoras y se marcharán a nadar, y ya no volverán. Esto es sociología. Y este es el sentido en el que decía yo que Marx era un matemático y no un sociólogo. Resolvía todos los problemas sociales sin tener en cuenta el elemento humano. Le hubiera bastado observar al primer hombre que encontrara para convencerse de que la sociedad sin clases no podía formarse con seres humanos. Pero no observó. Tenía su propia teoría sobre lo que es el hombre y ¡ no tenía necesidad de mirar más!
Su más célebre seguidor, Lenin, se tomó por lo menos la molestia de mirar: vio que la sociedad sin clases no se adaptaba al hombre, pero eso no le preocupó: «Los grandes socialistas, al prever el advenimiento [de la sociedad sin clases] presuponen un ser distinto del hombre corriente actual» . En otras palabras, en esa época los hombres serán diferentes. El hombre es, naturalmente, la pesadilla del sociólogo. Le gustaría poder elegantemente prescindir de él. Le estaba reservado a Bernard Shaw, en esto, como en otras muchas cosas, ir hasta el extremo del asunto. También él vio lo que vio Lenin y que no habla visto Marx. Su solución tiene un especial encanto: «Si la raza humana no sirve, la naturaleza tiene que intentar otra experiencia». En otras palabras, la sociedad sin clases es un fin en sí: si el hombre no es apropiado para ella, la naturaleza misma debe descubrir alguna criatura que lo sea. Pero nuestro problema consiste en construir instituciones sociales para nosotros, no para alguna raza desconocida que todavía no ha asomado en el horizonte, y con el material disponible, es decir, con los hombres tal como son en realidad, con sus reales posibilidades de mejoramiento, aunque un sociólogo sensato nunca exagerará esas posibilidades. Esto es precisamente sensatez, negarse constantemente a perder el contacto con la realidad.

II
La cuestión ignorada surge todos los días, respecto al comportamiento del hombre consigo mismo y a su modo de proceder con los demás, en los más pequeños asuntos personales, como en los nacionales de mayor envergadura.
Supongamos un asunto en el que discrepan las opiniones. ¿Es admisible el divorcio o el amor libre? Las golondrinas no se juntan —macho y hembra— para toda la vida; los gatos callejeros viven promiscuamente. El puritano más rígido no lo ve mal ni en las golondrinas ni en los gatos. Pero evidentemente volvemos a la pregunta sobre qué es el hombre. Tenemos que dejar esto bien sentado antes de dar una respuesta a esta o a otras cuestiones de moralidad personal. Sería una extraña coincidencia si las respuestas fueran las mismas en el caso en que el hombre fuera un ser afín a los ángeles o un animal que ha hecho mejor uso de sus oportunidades que los otros animales, o sencillamente una colección de electrones y protones, una fórmula química, una cosa para que el doctor pueda expedir una receta.
Sólo quien tenga muy poco conocimiento del mundo podrá decir que los asuntos como el divorcio o el amor libre son personales y se pueden dejar sin dificultad para que el individuo en particular los resuelva como le plazca. Tomemos alguna cuestión más general que no se pueda despachar como ésta. ¿Es justo tratar a los hombres únicamente según nuestro propio interés? A los animales los ponemos a nuestro servicio pensando únicamente en nuestras necesidades, no considerando para nada sus preferencias. Nuestros médicos se sirven de los animales para sus experimentos, inoculándoles enfermedades espantosas, practicando su vivisección. ¿Está mal convertir a los hombres en esclavos o en conejillos de Indias y en hacerles la vivisección? «Ciertamente está mal», se responderá. «No se puede tratar a los hombres como a los animales». Personalmente estoy de acuerdo en que no se puede, pero sólo porque sabiendo lo que es el hombre sé en qué difiere de los otros animales y qué diferencia constituyen esas diferencias. Lo cual sólo quiere decir que para responder inteligentemente a la pregunta formulada hay que dejar asentado qué es el hombre. No basta decir que el hombre sufriría al verse esclavizado o contagiado con enfermedades o cortado en lonjas. Tampoco a los animales les gusta ninguna de estas cosas. Pues, ¿por qué hemos de tener consideración con los sentimientos de un hombre y no con los de un potro o los de un perro? Naturalmente esto depende de la idea que tenemos de lo que es el hombre. Se pensará que mis ejemplos son imaginarios, que bastará con responder a este tipo de preguntas cuando se presenten. Pues, ¿quién piensa en tratar así a los hombres? Quien así hablara habría olvidado los campos de trabajos forzados en la Rusia de hoy, los experimentos científicos en hombres vivos realizados en los campos de concentración de los nazis hace unos años. Personalmente es posible que no encontremos nunca a un solo individuo que defienda estas cosas, aunque nuestra civilización esté amenazada por un sistema semejante. Pero si nos encontráramos con tal persona, no nos hallaremos en condiciones de refutar sus argumentos a no ser que podamos establecer, y demostrar, una idea del hombre que las haga insostenibles.
No quiero detenerme en multiplicar ejemplos a cual más evidente. Si nos damos cuenta de lo que supone esta línea de pensamiento nos parecerá claro que toda sociología inteligente tenga que atenerse a ella. Atribuimos, por ejemplo, inmenso valor a la igualdad humana. Todos los hombres, decimos, son iguales. Pero iguales ¿en qué? No hay ni una sola cualidad en la que todos los hombres sean iguales, ni siquiera hay una en la que dos hombres sean iguales. ¿La frase carece de sentido? Sólo tiene sentido con una condición, una condición que no cumplen la mayoría de los que la usan. Todos los hombres son iguales en cuanto que son igualmente hombres, de la misma manera que todos los triángulos son triángulos o que todos los elefantes son elefantes. Es decir, que todos los hombres son iguales entre sí en todo lo que implica el hecho de ser hombres. Pero no sabremos qué es lo que implica el hecho de ser hombres mientras no sepamos qué es el hombre.
En realidad, lo que entra en juego es, más que la igualdad de los hombres, una cosa mucho más práctica, a saber, los derechos humanos. La expresión «derechos del hombre» significa con mucha frecuencia lo que es bueno, humano o sencillamente útil concederle. Pero las concesiones, por muy liberales que sean, no son todavía derechos. Derechos son lo que corresponde legítimamente al hombre, no lo que la sociedad está dispuesta a otorgarle. Corresponden al hombre porque es hombre y son valederos a pesar de la sociedad y aun contra la sociedad. Si no son esto, no son derechos en modo alguno, sino algo que se puede esperar de la benevolencia de la sociedad. Pero ¿tiene el hombre derechos? La respuesta depende, naturalmente, de lo que es el hombre.
Vuelvo a repetir que en tiempos tranquilos, en los que las costumbres arraigadas siguen su camino sin perturbaciones, cuestiones como ésta pueden dejarse sin dificultad a los filósofos. Pero en nuestros días no hay ni una sola institución humana que no esté en tela de juicio. Todo problema en disensión, toda idea revolucionaria y toda reacción conservadora, todo se condensa en la pregunta sobre el modo cómo se ha de tratar al hombre y sólo podremos contestarla conforme a la idea que tengamos de lo que es el hombre. Ninguna sociedad se puede unificar si no está unida acerca de esta idea fundamental. De este modo no están unidos ni el Reino Unido, ni los Estados Unidos ni las Naciones Unidas. La cosa no es tan grave en los dos primeros casos, puesto que las dos naciones han heredado ciertos modos de vida y de acción en común establecidos por antepasados que estaban de acuerdo acerca de lo que es el hombre. Las Naciones Unidas no tienen tal pasado común. No hay ni un acuerdo actual en los principios acerca de cómo se debe tratar al hombre ni ningún acuerdo en la práctica que provenga de un pasado remoto, ya que las Naciones Unidas no tienen pasado y los miembros que las constituyen no han heredado ninguna actitud común con respecto al hombre. Pero tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos la situación es sólo ligeramente mejor. No podremos estar indefinidamente de acuerdo en la acción práctica si llega a desaparecer todo acuerdo acerca de la realidad implicada en ella.

III
Mi experiencia personal me ha enseñado que es sumamente difícil inducir a alguien a sujetarse a estas líneas de pensamiento. La primera reacción es generalmente de tipo rudo y sincero. Quizá se cite incluso la famosa frase de Robert Burns. A man‘s a man for a’ that. Este verso en dialecto escocés no contribuye a aclarar nada, pues viene a decir que un hombre es un hombre. ¡Fantástico! Pero ¿qué es un hombre? Persistir en tales argumentos resulta irritante. El interlocutor nos dice que todo el mundo sabe lo que es el hombre y que es una necedad perder el tiempo en cosas que todo el mundo sabe. Pero de hecho no todos lo saben, puesto que no todos están de acuerdo, y en esta materia son tan graves las divergencias que, en el mejor de los casos, habrá uno que tenga razón, pero los demás estarán equivocados.
Ante esta salvedad, nuestro hombre jugará su última carta. En un esfuerzo desesperado por evitar el tormento de tener que pensar en el problema, se acogerá al expediente práctico de cómo debe tratarse al hombre, acerca de lo cual nuestros antepasados, más inteligentes, ya se pusieron de acuerdo. Dirá que hemos llegado a una idea sumamente práctica de cómo debe tratarse a las personas y que no necesitamos perder el tiempo en construir teorías. Todo el mundo, dirá —caldeándose con este tema —, sabe perfectamente cuál es el modo bueno y el malo de tratar a los hombres. Lo malo es, aunque tenemos pocas esperanzas de hacérselo ver a nuestro hombre, que lo que todos saben, nadie lo sabe verdaderamente a fondo. Como todos lo saben, todos lo dan por supuesto, lo cual quiere decir que no se piensa en ello. Existe una absoluta inercia sobre esas cuestiones que nadie se plantea porque todos saben la respuesta, pero que si se plantean, nadie tiene una respuesta pronta. Lo único que se puede hacer es ruborizarse.
Esto es precisamente lo que está sucediendo ahora que nos hallamos en pugna con los dirigentes soviéticos de Rusia, que tratan a los hombres en una forma que nos parece intolerable. Somos absolutamente incapaces de tener una discusión razonada con ellos sobre el particular. Porque esto equivaldría a mostrarles que nuestro modo de tratar a los hombres es correcto y que el de ellos no lo es, lo cual sólo se puede hacer mostrándoles que nuestra idea del hombre es verdadera y que la de ellos es falsa. Pero esto no lo podemos hacer porque no sabemos cuál es nuestra idea del hombre. Todo lo que podemos hacer en estas desdichadas circunstancias es decir a los rusos que desaprobamos y hallamos de hecho indignante su modo de tratar a los hombres. Pero esto no es un argumento. Ellos establecen el género de trato que creen ser conveniente y nosotros respondemos con el género de trato que nosotros tenemos por bueno. En otras palabras, les informamos sencillamente de nuestro prejuicio o reacción emocional en este particular. No es posible allanar las diferencias con una discusión, dado que no tocamos el problema fundamental, sin lo cual es imposible la discusión. Todas las frases que empleamos muestran que no nos hemos hecho cargo de nuestra insuficiencia. Recuerdo que una vez se me urgía para que votase por un partido determinado porque se había de entender bien con los Soviets: «hablamos su lenguaje». La verdad es que no hablamos ningún lenguaje. Lo que hacemos es irritamos y parlotear. Nuestra falta de claridad acerca de la palabra elemental «hombre» muestra que ninguna de las palabras sucesivas tiene un significado claro.
Los dirigentes rusos, nótese bien, no se hallan en este atolladero. Ellos saben lo que entienden por hombre. Se equivocan, habiendo tomado su idea del hombre de Marx, que no prestó atención al hombre; pero son perfectamente claros en su idea y con ello pueden justificar el trato que dan al hombre. Esto les da una enorme ventaja en toda discusión con Occidente. Ningún ruso ha alegado nunca como titulo para algún cargo que hablaba nuestro propio lenguaje. De hecho todo buen comunista se desdeñaría de hacer valer tal título. En efecto, él habla un lenguaje, cosa que no hacen nuestros hombres representativos. Por eso es tan humillante todo intercambio entre nosotros y los dirigentes rusos. Por ejemplo, durante la guerra existía la pretensión de que ellos y nosotros estábamos asociados en una cruzada, una pretensión que, para hacerles justicia, apenas si se permitieron formular ellos: nos dejaron mentir, pues sabían que ni éramos ni podíamos ser asociados, precisamente porque no teníamos las mismas ideas acerca de lo que es el hombre ni podíamos tener las mismas ideas acerca de cómo hay que tratar al hombre. La disparidad durará mientras no aprendamos a ser tan claros acerca de nuestros fundamentos como lo son ellos acerca de los suyos. Sólo entonces podríamos entablar con ellos una discusión sería. Mientras no lo hagamos no habrá en definitiva más que una salida. En la imposibilidad de discutir, sólo seremos capaces de lanzarnos mutuamente poderosos explosivos. El que haya guardado para el final el más poderoso explosivo ese habrá ganado la guerra; pero no habremos ganado la discusión ni siquiera habrá habido discusión: un intercambio de prejuicios no es más razón que un intercambio de poderosos explosivos.
Así que nuestro acuerdo práctico dentro de nuestra propia nación acerca de cómo hemos de tratar a los hombres —a saber, que se les debe tratar amablemente— no nos lleva a ninguna parte cuando nos enfrentamos con quien no piensa como nosotros. ¿Hasta qué punto nos sirve dentro de nuestra propia sociedad nacional? La tendencia entre nosotros es: 1) a no inquirir acerca de lo que es el hombre, 2) a no imponer al hombre nada contra lo que sabemos por experiencia que ha de reaccionar violentamente, y así a ocultar a nuestros ojos los resultados ciertamente desastrosos de no haber hecho esta investigación inicial. Nuestra norma de ser con todos tan amables como lo permiten las circunstancias, es una norma bien intencionada que nos acredita, aunque acredita más a nuestros corazones que a nuestras cabezas, puesto que es una norma ciega. El primero de los derechos del hombre no es el derecho a ser tratado amablemente, sino el derecho a ser tratado justamente, a ser tratado como lo que es. La amabilidad puede destruir a un hombre no menos que la crueldad. La Revolución Francesa nos ofrece una anécdota significativa. El ministro del rey, Foulon, al oír que el pueblo no tenía pan, replicó: «¡Que coma hierba!»; la esposa del rey, María Antonieta, dijo: «¿Por qué no comen pasteles?» Foulon era cruel y María Antonieta amable . La Revolución Francesa los mató a ambos, lo cual fue una tremenda forma de justicia, que lo mismo se puede morir de un régimen de pasteles que de un régimen de hierba. La cuestión principal no es de amabilidad o de crueldad, sino de justicia o de injusticia. Cuando un doctor trata el cuerpo humano, la amabilidad no sustituye a la rectitud. Esto se puede decir de cualquiera y de cualquier cosa que haga, pero sobre todo se aplica al orden social. El primero de todos los derechos del hombre es el derecho a ser tratado como lo que es. ¿Qué es, pues, el hombre?

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