Democracia como forma de vida

La permanencia del orden republicano no es una gratuidad histórica. Tampoco es consecuencia de una declaración formal, de una vivencia aparencial de principios. Por el contrario, es fruto de una aceptación honda y sincera de los principios de la democracia constitucional por parte de todos los componentes sociales, pero especialmente de aquellos en quienes recae la responsabilidad directa de crear las condiciones existenciales de la vida republicana. Son principios que nada tienen que ver con la ideología ni con la voluntad autocrática de poder. O dicho de otro modo: son principios que sólo pueden subsistir si la ideología se ahoga en la verdad y la voluntad autocrática de poder en la razón.







Juan Germán Roscio

Juan Germán Roscio

Reivindicar la historia

Debemos hacer resonar las campanas de la historia para recordarnos que alguna vez (1958-1998) el pueblo de Venezuela existió como una República civil, en la cual la justicia, la razón y la amistad cívica fueron los pilares de nuestra convivencia pacífica.

Firma del Pacto de Puntofijo (Caracas, 31 de octubre de 1958)

sábado, 20 de marzo de 2010

Entrega y plenitud de la persona // Rafael Tomás Caldera

* Tomado de Revista Humanitas, Caracas, Tercera Etapa, Número 2, Mayo-Agosto, 1988.




Oyendo las exposiciones de esta mañana, aparte de lo que me gustaron y conmo-vieron, me vino el pensamiento de que a más de uno, al oír todo aquello, le pare-cería quizá muy bonito, muy hermoso, pero que en realidad no era practicable. Esa es probablemente la peor tentación que tiene la juventud en este momento: la de creer que el bien no es posible. Todas las voces como que insisten en decir-les eso. Las voces de la dirigencia nacional, las voces de algunos pensadores, las voces de los parlamentarios a través de los medios de comunicación. Pero, si el bien no fuera posible estaríamos perdiendo el tiempo aquí esta tarde. Porque el problema no es hacer política o hacer negocios o vivir de alguna manera. El pro-blema es hacerlo bien. En particular, si uno siente la ilusión y el llamado y el compromiso –como dijera Víctor Giménez Landínez– de hacer algo distinto.

Justamente, se trata de hacer algo distinto. El problema es tratar de hacer una mejor política, una economía mejor, una vida más plena. Para los iniciadores del socialcristianismo en Venezuela el punto era realizar una forma diferente de polí-tica, tarea en la cual no tenían precedentes. Aquellos jóvenes no estaban siguien-do rumbos prefijados, sino intentando hacer algo en gran medida inédito en la historia del país. Y, con ese empeño, abrieron un camino.

Tal es el reto que plantea el título de este seminario: la política como servicio. No todo el mundo la entiende así. Contaba en una de estas reuniones la impresión que me causó, una vez en el despacho de un Ministro, oír a un funcionario im-portante de ese Ministerio exclamar, mientras miraba por una ventana: “¡Qué sa-broso es el poder!”. Esa es ciertamente una concepción y una vivencia de la polí-tica, de eso están llenos los libros de historia. Pero lo importante es tratar de hacer otra cosa, lo cual, como explicaba Pedro Paúl Bello esta mañana, tiene condiciones concretas –objetivas y subjetivas– para poder darse. Es allí donde el veneno del escepticismo mina la posibilidad de una política socialcristiana, pues mina las energías y la calidad de la persona. No se puede entender ni practicar la política como servicio sin una cierta calidad de persona.

Al oír esto alguien podría preguntar: ¿Está acaso diciendo que no se puede ser socialcristiano sin ser buena persona? Es obvio que no se pueden plantear las co-sas en esos términos. Pero sí se puede decir que no se podría ser un político so-cialcristiano, o algo parecido, sin que el núcleo de la organización esté constituido por hombres que intentan ser rectos. Después habrá un programa político, que se plantea al país y al cual se adhiere la gente por razones muy diversas. Pero las personas que liderizan el grupo tienen que levantar la curva hacia arriba y para ello tienen que esforzarse en ser buenas personas. Bolívar lo supo decir con mu-cha claridad: “hombres virtuosos constituyen las Repúblicas”. Hay por cierto un problema constitucional de distribución y equilibrio de poderes en toda Repúbli-ca; Bolívar hizo varios proyectos de constitución, en los cuales consideró el pro-blema. Sin embargo, afirma: “hombres virtuosos constituyen las Repúblicas”. ¿Qué va a preservar el modo de vida democrático en Venezuela? ¿Las reformas y la elección directa de los Gobernadores? –No, la calidad de los dirigentes. Y si desaparece la calidad de los dirigentes, va a desaparecer el modo de vida demo-crático, porque la democracia no es en primer lugar un problema de (meras) insti-tuciones constitucionales, sino un problema de personas rectas.

Este planteamiento está en la raíz de la comprensión socialcristiana de la política y esto es lo que nosotros tenemos que considerar ahora de nuevo.

ÉTICA Y VISIÓN DEL HOMBRE

En particular, nos toca examinar el tema “entrega y plenitud de la persona”, que es una forma de plantear los fines de la vida humana y, con ello, los fines de la política. Podría uno decirlo de otra manera: ¿En qué consiste el bien humano? ¿Cómo se alcanza? En verdad, si uno no ha meditado sobre esto hasta llegar a convicciones profundas, ¿cómo va a ser diferente su conducta política? Alguna vez por lo menos tiene que haber una reflexión sistemática sobre los principios, para que los principios moldeen las intenciones y, mediante la consideración de las circunstancias concretas, puedan ser llevados a conclusiones prácticas. Con-clusiones variables que serán el programa político, el programa social, el progra-ma económico que se presenta al país.

Por supuesto, toda actividad política, aun la de quienes no buscan explícitamente hacer de la política una forma de servicio, se rige por una concepción del bien humano. Por algo muy sencillo: cada vez que decidimos, decidiendo preferimos, y al preferir estamos diciendo –al menos de modo tácito–: “esto (que yo prefiero ahora) es lo mejor”. Examinen cualquiera de sus decisiones y verán que es eso lo que está en la raíz del acto. Será quizá “lo mejor” relativamente al momento y al lugar en que tomen la decisión; pero siempre “lo mejor”, lo que en ese momento estiman bueno. Igual ocurre a todo el que se dedica a la actividad política, aunque quizá de modo poco reflexivo. Justamente, lo que tenemos que hacer ahora es tratar de traerlo al foco de la conciencia para verlo con claridad. Esto es lo que se suele llamar ética: un conocimiento reflexivo acerca de los principios que han de conducir la acción. Pero, los principios que conducen la acción son precisamente los fines de la acción, es decir, la comprensión del bien del hombre así como de la manera de alcanzarlo. Y puesto que el bien humano es la perfección o la pleni-tud de la persona, una ética no puede estar divorciada de una antropología. Toda ética corresponde a una visión del hombre.

Es muy importante captar esto en sus derivaciones. Antes hablaba de escepticis-mo. Pues bien, hay que darse cuenta de que cuando se dice “en política no es po-sible tal cosa”, se está definiendo al ser humano. Si dijera, por ejemplo, “en reali-dad, no es posible no mentir”, resulta que o la mentira ha de ser un bien o tengo que aceptar la otra conclusión, que el hombre es un ser radicalmente pervertido.

LA MANIPULACIÓN

Pedro Paúl recordaba esta mañana algo muy importante: que el contenido de las campañas electorales no son meros slogans. Porque cuando digo ciertas cosas en una campaña electoral, cuando antepongo unas a otras, estoy definiendo mi mo-do de ver lo humano, a menos que tenga el cinismo de pensar que puedo cambiar por unos meses y tratar a la gente de cierta manera mientras pienso que en reali-dad lo bueno es otra cosa. Eso se llama manipulación. Pero, la manipulación es contraria a la comprensión del hombre de la Democracia Cristiana. Si un demó-crata cristiano manipula, tiene que saber que está destruyendo –digamos así– el material con el cual tiene que trabajar. De tal manera que si al final tiene éxito en su manipulación, habría fracasado en su política. Todo el mundo le dio la razón porque manipuló bien; de acuerdo, pero manipulando echó a perder a la gente y, por tanto, fracasó en su política. Mientras más manipule, peor pondrá las cosas. Al cabo habrían desaparecido, por su desacertada acción, las condiciones objeti-vas en las cuales es posible una política demócrata-cristiana.

Hay una gran diferencia entre hacer política y manipular como entre educar y manipular. Creo que la forma más clara de presentarlo es la que ha dado el autor inglés C. S. Lewis cuando dice: manipula, por ejemplo, el propietario que tiene un corral de gallinas; manipula a sus gallinas. ¿En qué consiste el que las manipule? En que aplica a las gallinas una ley distinta de la que se aplica a sí mismo: las en-gorda, las ceba aceleradamente para beneficiarlas... No se le ocurre ni por un momento que las gallinas deban ser tratadas como él se trata a sí mismo. En cambio, en la educación, en la transmisión de valores, en la política, la persona que está educando o que está gobernando se aplica la misma ley que aplica a los otros seres humanos. De tal manera que –dice Lewis– cuando un romano enseña a su hijo que es dulce y hermoso morir por la patria –dulce et decorum est pro patria mori–, lo hace porque él así lo cree y a ese principio se somete. Por tanto, si hay que morir por la patria, él precederá a su hijo en el sacrificio. Eso distingue esen-cialmente al educar y gobernar del manipular.

Se trata, pues, de una ética y una antropología. Y es necesaria la reflexión sobre ello, hasta sus consecuencias prácticas, porque en esto se define nuestro modo de comprender al hombre.

UNA EXPERIENCIA Y UNA TRADICIÓN

Ahora bien, evidentemente, se parte siempre de una tradición. ¿De dónde saca-mos nosotros lo que pensamos acerca del bien humano? De experiencias propias, desde luego; pero de experiencias propias que parten de un contexto anterior, al menos de ese primer contexto de la vida que es la familia en cuyo seno vinimos al mundo. Tampoco tiene sentido entonces colocarse, en términos generales, en ruptura con la tradición. De la tradición vivimos. Si veo, por ejemplo, escrito en un anuncio “Dile no al pasado”, me detengo y me pregunto: ¿Qué puede signifi-car esto? ¿A qué pasado he de decir no? Porque quien me incita a decir eso, lo dice en nombre del pasado, puesto que él también tiene un pasado por el cual ha llegado a ser lo que es. ¿No será entonces que quiere decir más bien: “dile no a parte del presente”? Pero, si es así, ¿en nombre de qué otra parte he de hacerlo? Y si no lo aclara, ¿no está al menos sembrando una grave ambigüedad?

Partimos de una tradición. Todos tenemos padre y madre, familia, patria. Todos tenemos unos ideales, es decir, un modo de comprender la vida, una manera de concebir lo que significa el bien del hombre. Eso no se puede suprimir de un plumazo. A la tradición entonces me voy a remitir en este somero recorrido, más o menos práctico, acerca de lo que constituye el bien humano.

Para facilitar la tarea, dividamos la exposición en dos partes, la primera de las cuales se dividiría a su vez en otras dos, de desigual extensión: vamos a examinar primero, siguiendo la tradición occidental (como se expresa, por ejemplo, en Boecio), los posibles bienes que se presentan al hombre, para ver por qué, sí o no, son bienes del hombre y en qué medida; luego, muy brevemente, lo que signi-fica la virtud. Después, en la segunda parte, para referirnos al modo de realizar el bien, vamos a hablar de la entrega de la persona lo cual, además de señalar una dirección, indica la fuente del dinamismo que se requiere para alcanzar la pleni-tud.


I

Nos preguntamos, pues, en qué consiste el bien del hombre, lo que, en el fondo, es el tema de la política.

Como punto de partida, tenemos una primera constatación: el hombre, tal como lo encontramos en la experiencia, no ha alcanzado su plenitud. Y una segunda constatación: la busca. Cada uno de nosotros, cada uno de quienes integran la so-ciedad está siempre buscando la plenitud. No la alcanza (al menos de este lado de la muerte), pero es claro que tiende continuamente hacia ella de una u otra forma.

Ahora bien, ante ese hombre que no está satisfecho, esto es, que no está comple-tamente hecho, y que por eso no está contento, no está contenido en sí mismo sino que sale a buscar su bien fuera de sí, aparecen unos bienes que se le propo-nen como posibles medios o modos de realizar la plenitud de su persona. Son ta-les bienes los que hemos de examinar para ver en qué medida forman parte del bien humano.

LAS RIQUEZAS

Lo primero que se presenta en escena es la riqueza. Si alguien les preguntara a us-tedes en forma directa, estoy seguro de que responderán que las riquezas no son el bien del hombre, que el dinero no hace la felicidad. Es algo que resulta fácil de decir en la juventud; ya es un poco más difícil de decir en la medida en que se va envejeciendo. Al joven parece preocuparle poco la riqueza; al hombre maduro, mucho, puesto que con la riqueza hay confort y seguridad, cosas muy deseables cuando el vigor va declinando.

Pero la pregunta que hemos de hacernos es: ¿Por qué la riqueza no es el bien del hombre?

Los clásicos comienzan por una distinción muy sencilla, muy clara: las riquezas son o artificiales o naturales. Artificiales, el dinero. Se acuña un medio de cambio que sirve para acceder con más facilidad a las riquezas naturales, bienes de con-sumo o de producción que el hombre necesita. Frente a las riquezas artificiales es fácil decir por qué no pueden ser el bien del hombre. El dinero no es un fin sino, por su propia naturaleza, un medio. En definitiva, lo que hace del dinero un bien son las cosas que puedo adquirir con él.

¿Y las riquezas naturales, que adquirimos con el dinero? Tampoco pueden ser un fin porque se ordenan a nuestro sustento y bienestar y no lo constituyen. Ningu-no de nosotros vive para comer; todos comemos para vivir. Por más importancia que se le pueda dar a la comida en un momento determinado (por más que se es-criban crónicas de gourmets en los periódicos), racionalmente nadie piensa que se viva para comer. Por otra parte, no necesitamos de las riquezas naturales en can-tidad ilimitada ni las podemos usar en forma ilimitada. Pero el deseo de perfec-ción del hombre es ilimitado: queremos una felicidad plena. De allí el que nadie ponga su felicidad en las riquezas.

Aunque debería decir más bien: de allí el que nadie deba poner su felicidad en la riqueza. Porque suele producirse un fenómeno muy curioso: que no siendo razo-nable constituirlas en fin, sin embargo de hecho encontramos gente cuyo fin son las riquezas. ¡Si hay incluso gente que entra en política para enriquecerse! Habría quizá que decir entonces que una persona no meditó suficientemente acerca de los principios de su conducta. Porque cualquiera puede ser débil y, en un mo-mento dado, incoherente con sus principios. Pero, una cosa es ser incoherente y otra ser coherente con otro principio. El que se dedica de un modo avariento a acumular riquezas en realidad se rige por otro principio. Si se tratara de una posi-bilidad muy remota, se podría decir que esto es algo tan trivial que no vale la pena ni mencionarlo. Sin embargo, al hablar del mundo en superdesarrollo, dice Juan Pablo II en su última encíclica: “...este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales (...) fácilmente hace a los hom-bres esclavos de la ‘posesión’ y del goce inmediato, sin otro horizonte que la mul-tiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros toda-vía más perfectos...” (Sollicitudo rei socialis, n. 28).

¿No estamos –literalmente– cansados de ver a muchachos y muchachas de die-ciocho años, cuya única conversación es el automóvil, la ropa, el video-clip, la playa? ¿Qué ha ocurrido con esa generación? Quizá que están siendo “educados” por los comerciales de la televisión, con lo cual ya no saben de la imagen del hombre que corresponde a la dignidad humana. Los que hacen la propaganda tratan de despertarles los deseos para utilizarlos luego como mercado para sus productos. Están creando una generación en la cual lo principal es el consumo. A lo mejor cada uno de ellos, preguntado, diría que la riqueza no es el bien del hombre. Pero viven en un consumismo. Por eso, mientras uno no supere ese “principio” de vida, no puede llevar a cabo una política de carácter socialcristia-no.

Si el presunto político, joven o menos joven, no está interiormente por encima de las riquezas, no podrá ser coherente con los principios de la Democracia Cristia-na. No es que no querrá; no podrá. Cuando llegue a un Ministerio y comiencen a pasar las comisiones por delante de su nariz, no podrá resistir. Dirá entonces que su mujer quería otra casa, o que –dada su nueva posición– él necesitaba otro au-tomóvil, más representativo; o, simplemente, que hay que prosperar. Buscará las excusas que sean. La triste verdad será que él, en el fondo, era avaro, estaba ávido de riquezas. Habría querido hacer otra cosa; como no había profundizado en las raíces de su conducta, cuando llegó el momento de la confrontación, cedió. Hablaba de la justicia, hablaba de los pobres, hablaba del compromiso con el pueblo; pero estaba dominado por el deseo de poseer y terminó enriqueciéndose a costa del pueblo.

Las riquezas no pueden ser el bien del hombre. Esto, sin embargo, hay que aprenderlo con el corazón y no sólo con la cabeza.

EL PODER

Junto a las riquezas, está el poder ¿Qué engrandece tanto como el poder? Aristó-teles, que vio de cerca la vida política, dice: no, el poder no puede ser fin porque es un principio. Propiamente, es una capacidad de actuar. Si hago del poder un fin, estoy en un contrasentido. Si, como ocurre con algunos, mi única meta es lle-gar a la Presidencia de la República y en verdad no he meditado ni sé bien lo que voy a hacer una vez que la alcance, soy un insensato e insensatos quienes me acompañen. Porque eso sería como decir “yo lo que quiero es que me den la po-sibilidad de actuar, de hacer cosas” y al preguntarnos alguien para qué, tuviéra-mos que responder: ya se verá. No me he preparado, no he pensado, no tengo proyectos, no tengo capacidad de decisión; pero yo quiero ser Presidente de la República...

El poder es sólo un principio de acción. Se justifica por el fin al cual sirve. El po-der por el poder –como lo vio Maquiavelo– es una deformación. Alguno dirá que muy frecuente. Y tendría razón: es muy frecuente, igual que son muy frecuentes las enfermedades. Pero la frecuencia de las enfermedades no nos ha llevado a la conclusión de que lo que hay que hacer es favorecerlas. Por supuesto que si des-aparecen las condiciones objetivas o subjetivas de una política socialcristiana, no habrá una política socialcristiana: habrá una dictadura: habrá un régimen oligár-quico; habrá una tecnocracia o lo que sea. Si alguno de ustedes quisiera tener éxi-to entonces, en unas condiciones así, tendría que transformarse en dictador, oli-garca o tecnócrata. Pero el reto es otro: es poner el poder al servicio del bien humano.

El poder no es un fin aunque algunos lo erijan en fin. Por eso, cuando encuen-tren a alguien que les diga otra cosa, aparte de comprenderlo –porque estar equi-vocado es siempre comprensible– por favor señálenle que eso no tiene nada que ver con el socialcristianismo ni con la idea del hombre que estamos tratando de realizar. Me dirán: nadie va a hablar así, en forma tan explícita. Pero, sí, sí hay quienes lo dicen de modo bastante claro. Dicen por ejemplo: “ahora lo que nos interesa es ganar las elecciones; después veremos”. Desde luego que si participa-mos en un proceso electoral nos interesa ganar las elecciones, pero de la misma manera que actuaremos después. Si no, ¿quiénes somos? Keynes dice –según cita Schumacher en su libro Lo pequeño es hermoso, para mostrar la desviación que ello significa– que en economía por un tiempo, mientras no se alcance la prosperidad universal, habrá que llamar a lo bueno (fair) malo (foul) y a lo malo bueno. ¿Acaso se hace así una economía humana? ¿Se levantará entonces el político a criticar al capitalismo porque el capitalismo pone las riquezas y el afán de lucro por encima de cualquiera otra consideración, y luego, provisionalmente, pondrá el poder por encima de los bienes humanos, como amparado en que él –no se sabe por qué razón– puede pasar por esta dualidad en la conducta y mantenerse sin embargo en su propio ser?

Víctor Giménez decía esta mañana que ellos temían ser fariseos; pues una de las formas de ser fariseo es pensar que uno puede hacer el mal y seguir siendo bue-no. Por ejemplo, que uno puede comprar votos y seguir manteniendo la rectitud, porque lo hizo –dice– por una causa buena. El que piense eso es un fariseo. Tie-ne una dicotomía de conducta que quizá sea comprensible porque no conoce na-da más, nada mejor.. Pero, ninguno de los que están en esto nació ayer; todos tienen la suficiente capacidad de reflexión como para ver cuáles son los motivos reales de sus acciones Cuando hacemos el mal, nos hacemos malos, cuando hacemos el bien, mejoramos. ¡Si eso es el privilegio de la libertad del hombre: que el hombre se determina a sí mismo, se autodetermina!

LA GLORIA

Con el poder, vienen el honor y la gloria. El deseo de ser aplaudido, el sueño de pasar a la historia. Como se ve enseguida, eso no puede constituir la plenitud de un ser humano: honor y gloria son bienes exteriores al sujeto, algo que los demás nos confieren, con mayor o menor justicia.

Por otra parte, no son realidades constantes. ¿No se cita a menudo aquel sic transit gloria mundi? En el centro de la atención pública (brillar allí es lo que llamamos gloria) no cabe mucha gente. Sólo uno puede ocupar el primer lugar. Es el drama de las estrellas del mundo del espectáculo: una está de moda furiosa un año; al año siguiente otra la ha desplazado.

Además, nadie tiene el poder de mantenerse en el centro de la atención. Quien ponga su meta en eso se va a frustrar. No podrá escapar a la frustración puesto que, incluso si le va bien por mucho tiempo, la suerte no le durará toda la vida. Para asegurarse de que no perderá la popularidad al año siguiente, tendría que morirse en la cúspide: y ¿cuándo la habrá alcanzado? Dirá alguno que no se suele pensar en esto cuando se está triunfando. Lamentablemente no; si se lo pensara, la gente no se engañaría tanto.

A la riqueza, el poder, el honor y la gloria, los tiene en su mano la fortuna. Nadie puede garantizarse que va a conservar la riqueza ni el poder ni la gloria de que disfrute en un momento dado. Por eso, en la posesión de estos bienes, y cuando más contento se está con ellos, brota la semilla de la inseguridad. Hay que dormir con un ojo abierto porque a uno lo pueden madrugar; se vive en tensión porque puede devaluarse la moneda o caer la bolsa y dejarnos en la calle; uno está, como los artistas, pendiente todo el tiempo de lo que pueda hacer para captar la aten-ción de los demás. Esto es, se trata de bienes radicalmente inseguros, inciertos. Pero, no hay felicidad –ni puede haberla– sin seguridad. Los bienes de fortuna son entonces en muy escasa medida buenos: en la medida en la cual podamos ponerlos al servicio de bienes humanos más personales y más duraderos.

LOS PLACERES

Lo último que aparece en este primer recorrido es el placer. Sin embargo, tampo-co el placer constituye la plenitud del hombre. Es verdad que no hay bien huma-no sin disfrute, sin goce; pero también es verdad que el disfrute a secas –el pla-cer– no es una medida propia de lo bueno.

Ante todo, porque el placer puede acompañar a las cosas malas, en los distintos planos de nuestra vida. Una comida muy sabrosa, por ejemplo, puede caernos mal, producirnos un efecto indeseable para la salud. En un caso así tenemos algo que nos gustó, que nos causó placer, pero que nos hizo daño. Concluimos enton-ces que el placer que tuvimos al comer no era una medida adecuada del bien. De tal manera que si tomáramos el placer como regla, nos equivocaríamos con fre-cuencia, quizá gravemente. Pero igual ocurre en el plano de la relación social, donde el placer como principio –simpatías y antipatías en el trato, por ejemplo– nos puede conducir a cometer injusticias. Es algo muy frecuente, demasiado fre-cuente.

Aristóteles tuvo que profundizar en el tema del placer porque muchos en su tiempo lo buscaban como fin. Es patente que si no se tiene una visión trascen-dente de la vida humana; es decir, si se piensa que la vida acaba en la tumba, la perspectiva cambia y el sujeto puede llegar a decirse “vamos a tratar de pasar esto lo mejor posible”. Entre los contemporáneos de Aristóteles muchos pensaban que la vida en el más allá era un remedo, vida de sombras sedientas como las que se aparecen a Ulises en la Odisea. Pero, cuando el filósofo hace su análisis, llega a la conclusión de que el placer no es propiamente lo bueno, sino algo que lo acompaña. Tengo placer cuando alcanzo una cierta plenitud, que es el bien. El placer –dice– sigue al bien como la belleza a la juventud; no es algo constitutivo del bien, sino algo concomitante suyo que, de esa manera, lo hace más pleno. No puede por lo tanto ser el fin del hombre.

Hagamos otra digresión: si no son el bien del hombre la riqueza ni el poder ni los honores ni el placer, ¿se dan cuenta de la civilización que estamos creando con lo que se presenta a diario por la televisión? Dije “creando”, pero en realidad esta-mos destruyendo la civilización, porque civilizar en definitiva es humanizar al hombre, y todo eso es su negación.

Si al educar a un hijo, ustedes siguieran las orientaciones; sobre todo, si fomenta-ran las experiencias que provocan en ellos lo que se les presenta por televisión, ¿creen que podrían decir en conciencia que están educando a un ser humano? Antes hablábamos de la manipulación y de cómo el que cría pollos trata de en-gordarlos lo más rápidamente posible. Pues –perdóneseme la comparación– pa-reciera que los anunciantes de dulces y comidas intentaran hacer lo mismo con nosotros: despertarnos el deseo para que consumamos sus productos en la mayor cantidad y con la mayor frecuencia posible. Si el destinatario del anuncio es un niño pequeño, más. ¿Cómo nos ven entonces los anunciantes? Y podríamos se-guir, haciendo el inventario completo de las pasiones que intentan despertar en nosotros a través de la propaganda, pero no parece que sea necesario.

Estamos destruyendo la civilización. Literalmente, socavando sus bases, negando su contenido. Si aparecen formas de vida cada vez más bárbaras, más agresivas, más inclinadas a la droga, menos respetuosas de la justicia y de los derechos, in-cluso del derecho a la vida, no podremos sorprendernos. Es el resultado neto de lo que se está sembrando. A la especie humana le ha costado mucho lograr, a lo largo de los siglos, formas de vida en las cuales se respeten los valores, las liberta-des, la justicia. Y ahora todos los días, impunemente, se está socavando de un modo sistemático esa base, tanto que a veces pareciera que ya no queda sino una capa muy delgada. ¿No es dramático oírle decir al Presidente de los Estados Uni-dos de América que tienen que entenderse todas las fuerzas de ese país para ver cómo hacen para remediar el alto consumo de drogas?

LAS VIRTUDES

Si los bienes externos, si el placer, no son la medida propia o adecuada del bien del hombre, ¿cuál es entonces ese bien, en qué consiste y cómo se alcanza? Por lo pronto, el mismo recorrido que hemos hecho pone de manifiesto que el bien humano tiene que ser verdadero o de acuerdo con la verdad. No fue otra cosa lo que hicimos al someter a crítica cada una de las distintas categorías de bienes que se nos presentaron. No es otra cosa lo que uno hace cuando dice que el placer no es la medida propia o adecuada del bien, juicio en el cual separamos lo que pare-cía bueno de lo que en verdad lo es. Más aún, podría decirse que esa pregunta –la pregunta por el bien verdadero– es el umbral de la libertad. Porque en ese mo-mento lo que dirige nuestra conducta es la comprensión racional que podemos tener de la realidad de las cosas y es entonces cuando podemos decidir racional-mente sobre el contenido de nuestras acciones.

El bien del hombre ha de ser verdadero o según verdad. Por lo tanto, todos los bienes externos o el placer sólo son buenos cuando cumplen con una cierta me-dida. Por ejemplo, cuando sirven a la salud, a la preservación de la vida, a la reali-zación de la justicia. Cuando se pierde la medida, por exceso o por defecto, se transforman en males o fuente de males.

En definitiva, como puede verse, se trata de lograr la plenitud del hombre, habiendo ya descartado esos bienes externos o concomitantes como bienes se-cundarios o imperfectos.

¿En qué consiste pues la plenitud humana? Para responder a la pregunta hay que examinar en qué consisten o cuál es el objeto de las actividades más propias del hombre. En pocas palabras, cuál es el objeto de la inteligencia y el objeto de la voluntad; cuál el objeto del conocer y cuál el del querer. Situados allí, podemos hacer ahora una referencia muy breve a la virtud, tema que fue muy bien tratado y con gran detalle esta mañana.

Porque virtud significa –en particular, las virtudes cardinales– plenitud del hom-bre, que usa los bienes que le están sometidos para mantenerse en su propio ser y para desarrollarse. Por eso la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia son modos de ser más humanos, más plenamente humanos, y de no permitir que la insensatez, el deseo de poseer, el miedo o la injusticia nos esclavicen. Las virtudes son el camino para afirmar nuestra humanidad. Pero, baste con esta anotación y pasemos a la segunda parte de nuestro tema.


II

Nos hemos preguntado por el bien del hombre y hemos visto que tiene relación inmediata con la verdad. Karol Wojtyla había escrito: “La dignidad propia del hombre, esa que se le ofrece al mismo tiempo como don y como tarea que reali-zar, se halla estrechamente vinculada con la referencia a la verdad. El pensar en la verdad y el vivir en la verdad son sus componentes indispensables y esenciales (...). Por consiguiente, el hombre es hombre a través de la verdad”. Así, si vemos en escala creciente los bienes del hombre, encontramos primero todo lo que se refiere a la preservación de la vida de cada uno y su seguridad personal; luego, en un nivel superior está lo que se refiere a la preservación de la especie: la repro-ducción, el cuido de la prole, y el placer que acompaña a esas actividades. Pero, en tercer lugar y como más propio del hombre, está lo que pertenece a la vida ín-tima de cada ser humano, el conocimiento y el amor. A eso se refiere el texto ci-tado cuando dice que “el pensar en la verdad y el vivir en la verdad” son los componentes indispensables y esenciales de la tarea del hombre.

El bien del hombre no consiste en un conjunto de cosas. Consiste en un modo de ser. Un modo de ser que se realiza ahora entre las cosas, pero que en definitiva las trasciende. Esto está directamente vinculado a la verdad; necesito pensar en la verdad, vivir en ella, para poder vivir plenamente como hombre.

Detallemos, pues, brevemente, lo que ello significa.

CONOCER LA VERDAD

Primero que nada, supone conocer la verdad. Si no conocemos la verdad, no nos abrimos al universo. Pero lo característico nuestro, a diferencia de los animales, es que podernos abrirnos a todo lo que existe. Más aún, por eso (propiamente) estamos en el universo. Pero, dirá alguno, ¿acaso los gatos o los perros no están también en el universo? Lo que ellos perciben es un medio ambiente, estrecho, un mundo definido –por así decirlo– por el interés vital de la comida y de la re-producción. Un medio que no tiene toda la amplitud de lo universal. Sobre todo, que no tiene (como el nuestro) la dimensión de realidad, del conocimiento de los otros seres, esencial para poder realizar el amor. Si nosotros viéramos el mundo como un animal inferior, nos veríamos unos a otros, por ejemplo, como objetos de deseo o causas de temor. No alcanzaríamos a ver en el otro un ser –con todo el peso de la palabra– como nosotros; por tanto, con el mismo valor que noso-tros.

Así pues, en primer lugar, conocer la verdad es poder abrirse al universo. Por ello el hombre es el mejor de los seres de la creación visible (eso es lo que significa la dignidad de la persona).

AMOR Y LIBERTAD

Al abrirnos al universo y conocerlo, podemos distinguir lo que es bueno. Y, al discernirlo, podemos amarlo, donde amarlo quiere decir ante todo prestarle nues-tro asentimiento, afirmar que es verdaderamente bueno. En la práctica muchas veces confundimos amar con desear. En realidad es a la inversa: no se desea sino lo que se ama. Como analizaron muy bien los antiguos, se desea aquello que se ama y no se tiene todavía, así como se disfruta aquello que se ama y ya se tiene. El deseo es el sentimiento o el movimiento afectivo que corresponde al amor del bien ausente; pero si no hay amor, no hay deseo.

El amor es un acto espiritual en el cual afirmamos la bondad de los otros seres. Si se puede hablar así, amar es en definitiva decir: “¡qué bueno que tú existas!”. Y esta capacidad la tenemos porque podemos darnos cuenta de la realidad del otro, de que existe y de lo que es. Si no, tendríamos a lo sumo deseos al modo animal, deseos preordenados por la naturaleza.

Por supuesto, el conocimiento que permite el amor, permite y es la condición de la libertad con la cual determinamos nuestro ser. Se comienza a ver entonces que el verdadero bien humano es una plenitud de actividad íntima; que lo que realiza al hombre es la plenitud del conocer y del querer.

¿Qué les parecería si hacemos ahora un programa de gobierno en el cual se pro-meta a los venezolanos que van a conocer y querer más y que por eso van a tener una vida más plena y más satisfactoria? La gente, como mínimo, nos miraría con sorpresa. Algunos dirán: con eso no se puede hacer política. Pero, ¿será verdad que no se puede hacer política con eso? Presentado así, quizá no. Pero ése es el fondo de la política. Si uno no logra que en la comunidad en la cual vive, de la cual participa, la gente conozca más y ame más, la gente no será mejor. Por tanto, si hizo un acueducto y tres calles, muy bien; pero no fue suficiente. Si, además, la gente se hizo peor por la mayor abundancia de recursos materiales, habría fraca-sado en el propósito de la política.

La plenitud de la persona es una plenitud de conocimiento y de amor. A la cultu-ra, la educación y la política les toca ir en la dirección de humanizar. Por tanto, de permitir a todos los hombres que aumenten su participación en los bienes espiri-tuales y que aumente con ello su actividad interna de conocimiento y de amor.

¿Utopía? Están los libros llenos de admiración por el milagro ateniense. ¿Por qué sorprende la Atenas de la edad clásica? Porque en una población reducida y rela-tivamente atrasada desde el punto de vista material, se produjo un arte escultóri-co muy hermoso; se produjo una literatura, en particular las tragedias, que consti-tuye una cima; se produjo la filosofía. Vemos hacia allá y decimos que allá hubo, por un momento, una plenitud de vida. Es a eso a la que aspiramos: a una calidad de personas, a una calidad de vida.

Se trata, pues, de una plenitud de conocimiento y de amor. Conocimiento de la verdad, amor del bien. Sobre todo, conocimiento de la verdad suma y amor del bien supremo, conocimiento y amor de Dios.

Si conocer la verdad fuera simplemente saber cómo hacer algunas cosas útiles o conocer realidades pasajeras, sería muy triste. Es lo que le podría ocurrir a quien quisiera jactarse de conocer los nombres de las calles de Caracas y, más aún, el emplazamiento de sus estatuas... Como las cambian continuamente, en poco tiempo todo su saber se habría evaporado. Recuerdo de cuando estudiaba Dere-cho una de esas frases rotundas que escriben a veces los autores: una reforma de un código, decía aquel autor, y bibliotecas enteras se derrumban... Pero, igual ocurre cuando se trata de algo puramente procedimental o mecánico. Además, si todo mi saber es un saber para el hacer, como el hacer está ordenado a la conser-vación de la vida, mi saber estaría ordenado a mi parte inferior; sería –digamos– un saber para comer.

Al plantearse pues que conocer la verdad y amar el bien son las metas del hom-bre, hay que encontrar en la realidad objetos perfectos, absolutos, duraderos, que permitan gozar con la mera contemplación de ellos. Todos hemos experimentado algo de eso en un momento dado, al menos en la contemplación de un paisaje. Al hacerlo, ganamos en plenitud de vida. ¡Qué sería de la vida si uno tuviera todas las riquezas o todos los recursos de la técnica y no pudiera ver nunca un paisaje hermoso! De modo que si en la contemplación de la verdad no podemos llegar a una verdad plena, permanente; si no podemos elevarnos hasta lo Absoluto, la contemplación sería para nosotros como una sombra de la verdadera actividad. No es así. Pero para ello hay que proyectar la línea hasta el conocimiento y el amor de Dios, último término absoluto donde anclan las actividades del hombre y que les otorga su valor definitivo.

Además, cuando uno contempla las realidades superiores, se une a ellas. Es cu-rioso ver como a veces se piensa que la proximidad entre los seres humanos es algo físico; que para poder estar cerca de la gente hay que estar al lado de la gen-te. Los medios de comunicación han facilitado muchísimo el que la gente se acerque, se reúna, no necesariamente el que la gente se comprenda. Y, como se puede constatar, poner juntos a quienes no se comprenden puede ser peor, puede llevar a que se alejen más. El acercamiento y la compenetración de los seres humanos no es un problema físico sino un problema espiritual. Con ello entra-mos en la última parte del tema.

ENTREGA Y PLENITUD

¿Cómo alcanzamos la verdad y cómo realizamos el amor? Con los demás y en el contexto de una comunidad. Esto ya se inicia con que las primeras verdades que poseemos son una opinión compartida. No arrancamos de cero, partimos de una instrucción, que vamos recibiendo de un modo progresivo. Si acaso no de otra manera, al menos cuando aprendemos la lengua materna. Adquirir vocabulario, por ejemplo, es ya diferenciar enormemente entre las cosas y categorizarlas. No-sotros entrarnos en el mundo, por lo tanto, a través del conocimiento que reci-bimos de la comunidad, que aprendemos de los demás y gracias a los demás. So-los no llegaríamos quizá ni siquiera al pleno uso de la razón.

Pero no solamente aprendemos. En el seno de la comunidad familiar somos que-ridos y queremos. El primer contacto con el valor de la realidad, lo primero que nos certifica de la bondad del ser humano es el amor de nuestros padres. Porque fuimos queridos desde el comienzo, aprendimos a querer y pudimos crecer en el amor.

Sin embargo, no se trata simplemente de recibir. Si detuviéramos la exposición en este punto, podría parecer que alcanzar el bien humano es recibir bienes de los demás. Lo paradójico y lo crucial para nosotros es ver que sólo se recibe plena-mente cuando se da.

Esta verdad la recuerda al mundo el Evangelio: “el que pierda su vida, la hallará, y el que quiera salvar su vida, la perderá”. Y San Pablo dice que él aprendió del Maestro que “es mejor dar que recibir”. Hay en esto una ley de la existencia humana, que podemos considerar tanto respecto del conocimiento como respec-to del amor.

La experiencia nos dice que cuando hemos intentado comunicar lo aprendido o cuando intentamos expresar lo que hemos sentido para transmitírselo a otra per-sona, es cuando lo vemos con mayor claridad. Mientras no hemos hecho el es-fuerzo de expresarlo, como que no lo entendemos suficientemente bien. Aquello se queda medio visto o entrevisto y se olvida pronto. Adquirimos la plena pose-sión de la verdad cuando decimos la verdad; cuando intentamos que los demás conozcan la verdad que hemos alcanzado; cuando manifestamos la verdad. Con ello, uno cae en cuenta de que decir la verdad es un compromiso de plenitud humana, un compromiso también con uno mismo. Asumido y ejercido como compromiso –el compromiso de no callar la verdad–, ayudará a liberar a la socie-dad de tanta contaminación intelectual (y moral) como ahora padecemos, para que la convivencia humana sea una convivencia en la verdad.

Piensen por un momento que todos y cada uno de ustedes comprendan y sientan el compromiso de decir la verdad y de exigir la verdad. ¿No sería distinto el am-biente? Ciertamente, en poco tiempo ustedes mismos serían diferentes. Seríamos mejores, nos iríamos haciendo mejores.

E igualmente con el amor. Amar verdaderamente requiere entregarse por entero. Cuando abrimos nuestra intimidad a un amigo, a una persona que nos quiere, es-peramos encontrar en esa persona alguien que nos oiga, no como una grabadora sino como quien comprende lo que decimos. ¿Qué significa ese oír compren-diendo? Significa que el otro ha dispuesto su intimidad para que podamos entrar. Nos ha abierto, también él, su intimidad: nos ha acogido. Al mismo tiempo que nos recibe, por tanto, se está dando a nosotros. No es que nos esté dando de su tiempo, como a veces decimos; nos está entregando lo que él es, y eso no se hace sin amar. Alguno querrá añadir: sí, y tampoco se comunica la intimidad, lo que llevamos dentro sin amar. Luego en la relación de amor mutuamente se da y se recibe. Y se recibe porque se da. De tal modo que en el momento en que una de las partes se dedicara solamente a recibir, en ese momento recibiría menos. No podría recibir la comunicación plena del otro y, no recibiéndola, no podría él a su vez actuar el don mayor de su propia persona: no se habría dado del todo. Pero, al no haberse dado del todo, no habría amado completamente.

Pensemos entonces en la calidad de persona y en la calidad de vida que se sigue de tomar como compromiso el llegar a la plenitud en el conocimiento y en el amor. Esa calidad de vida y de persona es lo que Juan Pablo II llama –en su encí-clica sobre El Redentor del Hombre– una humanidad madura: “Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza”. Ese pleno uso se realiza en la entrega completa a los demás por amor.

De nuevo, alguno podrá pensar que todo lo que vamos diciendo suena como muy alejado de la política. Sí, en el sentido en el cual la política tiene que tomar en cuenta a la gente no sólo cuando trata de ser buena, sino también cuando pa-reciera que trata de ser mala. Una persona que llegue al gobierno no puede decir: “déjenme a los buenos; los malos que se vayan”. Muchas veces gran parte de su acción de gobierno consistirá en impedir que los malos le hagan demasiado daño a los buenos. Por tanto, quien desarrolle una acción política tiene que tomar en cuenta factores que no dependen de su voluntad. Por eso la política no es una mera aplicación de la ética; la ética está entrañada en la política, que ha de consi-derar también ciertos resultados exteriores. Pero no es posible una determinada calidad de política sin hombres que intenten llegar a una humanidad madura. Es-te es el punto concreto que he tratado de subrayar desde el comienzo y a todo lo largo de la exposición.

JESUCRISTO

¿Qué hace posible concebir la vida de esta manera? Más aún, ¿qué hace posible vivir de esta manera? Si pudiéramos hacerle la pregunta a Juan Pablo II, cuyas pa-labras nos proponen el ideal de una humanidad madura, pienso que seguramente nos diría una sola palabra: Jesucristo.

¿Estaríamos acaso confundiendo ahora religión y política? No. Al decir eso, es-tamos diciendo simplemente que un determinado modo de vivir la vida humana sólo es posible gracias a Dios y que sin Dios no es posible. Algunos dirán: pero la política es otra cosa. Justamente, la política es otra cosa, como considerábamos hace unos momentos; pero el corazón del político es uno solo. Y que un hombre pueda poner, de modo efectivo, real, la justicia por encima del egoísmo, el des-prendimiento sobre la riqueza y la avaricia, el servicio a los demás sobre el deseo de poder y de gloria, eso se alcanza por la gracia de Dios. Eso no se tiene por mi-litar en un partido, ni siquiera ideológico, y reunirse de vez en cuando a deliberar sobre los problemas del país.

Introduzco el planteamiento porque ésta es la clave última de un cierto modo de ser humano. Quien en definitiva civilizó Occidente fue el cristianismo. Eviden-temente, en el Occidente que se cristianizó hubo formas de gobierno y de orga-nización social diferentes. Del mismo modo, personas que intenten vivir vida cristiana darán lugar a programas políticos de un tipo o de otro, según el tiempo y el lugar y según sus capacidades personales. El valor de sus programas no estará determinado por su vida cristiana; el valor político de los programas estará dado por su congruencia con el bien humano y con lo que sea factible de ser realizado en el aquí y el ahora en el cual les haya tocado actuar, así como por la capacidad que tengan de movilizar las energías sociales. Pero, el que ellos sean quienes son y el que encuentren fuerza para enfrentar los obstáculos e imprimir un rumbo dis-tinto a los acontecimientos y al proceso social depende de su vida en Cristo.

UNA CONDUCTA HEROICA

Esta mañana, Víctor Giménez Landínez, con ese modo tan sencillo de las perso-nas que han vivido una experiencia honda y significativa, nos transmitía una cosa muy cierta y extraordinaria. Si uno piensa en aquel grupo de muchachos de die-ciocho a veinte años, que se esforzaban en ser los mejores estudiantes, que saca-ban un periódico semanal, fundaron un liceo, tenían una cooperativa, etc., y se pregunta de dónde salió la vitalidad de esos muchachos, tendrá que responderse: de la vida personal de cada uno de ellos, de la calidad de personas que eran. Eso no viene de fuera, viene de dentro.

Volviendo a nuestro punto de partida: hay que rechazar el escepticismo. El bien es posible. Aun en política. Ese es el reto. Pero este reto pasa por el esfuerzo concreto que pongamos en tratar de ser mejores, dándonos a los demás, en un servicio desinteresado y completo. Podremos entonces elevar las condiciones ob-jetivas y crear para todos un ambiente en el cual la vida en su conjunto pueda ser más humana.

Por dos veces se usó aquí esta mañana una expresión que no se oye hoy a menu-do. Se dijo: una cierta conducta heroica. Desde luego, el precio del heroísmo es la vida. Pero el premio del heroísmo es la plenitud por haber hecho la vida más humana para los demás.

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