"Los dos riesgos actuales del derecho: el fin de la metafísica y la disolución del derecho por presión de la utopía".
Palabras de agradecimiento pronunciadas por el Cardenal Ratzinger el 10 de Noviembre de 1999 con ocasión de serle conferido el grado de doctor honoris causa en derecho por la Facultad de Derecho de la universidad italiana LUMSA].
Quiero expresar mi profundo y sentido agradecimiento a la Facultad de Derecho de la LUMSA por el gran honor que me hace al concederme el grado de doctor honoris causa en derecho. Iglesia y derecho, fe y derecho, están unidos por un lazo profundo y articulado de distintos modos. Baste recordar que la parte fundamental del canon viejotestamentario está recopilada bajo el título de “Torah” (ley). La liberación de Israel no se acababa con el éxodo, sino que el éxodo era sólo su inicio. Esa liberación sólo se convierte en realidad plena cuando Israel recibe de Dios un ordenamiento jurídico que regulaba la relación con Dios, relación de los particulares con la comunidad del pueblo, y la relación de los particulares entre sí, así como la relación con los extraños; un derecho común es una condición de la libertad humana. En consecuencia, el ideal viejotestamentario de la persona pía era el zaddik, el justo, el hombre que vive rectamente y que actúa rectamente conforme al orden del derecho dado por Dios. En el Nuevo Testamento la denominación de zaddik queda de hecho sustituida por el término “pistos” (hombre de fe): la actitud esencial del cristiano es la fe, la fe que lo convierte en “justo”. Pero, ¿ha disminuido con ello la importancia del derecho? ¿Ha quedado quizá con ello expulsado el ordenamiento jurídico del ámbito de lo sacro y se ha convertido simplemente en profano? Éste es un problema que sobre todo desde la Reforma del siglo XVI en adelante se ha discutido con pasión. Y ha venido agudizado por el hecho de que el concepto de ley (torah) aparece en los escritos paulinos con acentos problemáticos y después en Lutero se consideró directamente y sin rodeos como lo contrapuesto al Evangelio. El desarrollo del derecho en la época moderna ha estado profundamente marcado por estas contraposiciones.
Pero no es éste el lugar para desarrollar con más detalle este problema. Pese a eso, quiero referirme brevemente a dos riesgos actuales del derecho, que tienen ambos también una componente teológica y conciernen, por tanto, no sólo a los juristas sino también a los teólogos. El “final de la metafísica” que en amplios sectores de la filosofía moderna se viene dando como un hecho irreversible, ha conducido al positivismo jurídico que hoy ha cobrado sobre todo la forma de teoría del consenso: como fuente del derecho, si la razón no está ya en situación de encontrar el camino a la metafísica, sólo quedan para el Estado las convicciones comunes de los ciudadanos, concernientes a valores, la cuales convicciones se reflejan en el consenso democrático. No es la verdad la que crea el consenso, sino que es el consenso el que crea no tanto la verdad cuanto los ordenamientos comunes. La mayoría determina qué es lo que debe valer (estar vigente) como verdadero y como justo. Y eso significa que el derecho queda expuesto al juego de las mayorías y depende de la conciencia de los poderes de la sociedad del momento, la cual conciencia viene determinada a su vez por múltiples factores. Y en concreto, esto se manifiesta en una progresiva desaparición de los fundamentos del derecho inspirados en la tradición cristiana. Matrimonio y familia son cada vez menos las formas sustentadoras de la comunidad estatal, y quedan sustituidas por múltiples formas de convivencia, a menudo lábiles y problemáticas. El orden cristiano del tiempo se disuelve; el domingo desaparece y cada vez queda más sustituido por formas móviles del tiempo libre. El sentido de lo sacro casi ya no tiene significado alguno para el derecho. El respeto por Dios o por aquello que para otros es sagrado difícilmente tiene ya valor jurídico alguno; sobre ello prevalece el valor de una libertad sin límites en lo tocante a hablar y a hacer juicios, dándose por supuesto que ese valor es mucho más importante. También la vida humana es algo de lo que se puede disponer: el aborto y la eutanasia no están excluidos en los ordenamientos jurídicos. En el ámbito de los experimentos con embriones y de la medicina de los trasplantes asoman en el horizonte formas de manipulación de la vida humana en las que el hombre se arroga no solamente el derecho de poder disponer de la vida y de la muerte, sino también el poder de disponer de su devenir y de su ser. Y así, recientemente, se ha llegado a reclamar la selección y educación programadas para un continuo desarrollo del género humano, y ha quedado puesta en cuestión la esencial diversidad del hombre respecto a los animales. Así pues, como en los Estados modernos la metafísica y con ella el derecho natural parecen carecer definitivamente de importancia, está en curso una transformación del derecho, cuyos pasos ulteriores no son todavía previsibles; el concepto mismo de derecho pierde sus contornos precisos.
Pero hay aún una segunda amenaza del derecho que parece menos actual de lo que era hace unos diez años, pero que en todo momento puede volver a emerger, encontrando conexión con la teoría del consenso. Me refiero a la disolución del derecho a causa del empuje de la utopía, tal como ello había tomado forma sistemática y práctica en el pensamiento marxista. El punto de partida era aquí la convicción de que como el mundo presente es un mundo malo, un mundo malvado, un mundo de opresión y de falta de libertad, ese mundo tenía que ser sustituido por un mundo mejor que, por tanto, había que planificar y realizar. En verdadera fuente del derecho, y en definitiva en fuente única del derecho, se convierte ahora la imagen de la nueva sociedad; moral y con importancia jurídica es aquello que sirve al advenimiento del mundo futuro. Y con base en este criterio se ha venido elaborando el terrorismo, que se consideraba plenamente como un proyecto moral; el homicidio y la violencia aparecían como acciones morales porque estaban al servicio de la gran revolución, al servicio de la destrucción del mundo malo y servían al gran ideal de la nueva sociedad. También aquí se ha dado por descontado el “fin de la metafísica”, y lo que quedaba en lugar de ella era en este caso no el consenso de los contemporáneos, sino el modelo ideal que representaba el mundo futuro.
Hay también un origen criptoteológico de esta negación del derecho. A partir de ese origen se entiende por qué vastas corrientes de la teología (incluyendo las diversas formas de teología de la liberación) estaban tan expuestas a esta tentación. Pero tampoco me es posible presentar aquí estas conexiones con suficiente detalle. Me habré de contentar con indicar el hecho de que un paulinismo malentendido ha dado apresuradamente ocasión para interpretaciones del cristianismo radicales e incluso anárquicas. Por no hablar ya de los movimientos gnósticos, en los cuales inicialmente se desarrollaron estas tendencias, que junto con el No al Dios creador, incluían un No a la metafísica, y al derecho natural y al derecho divino. No voy a entrar aquí en las inquietudes y agitaciones sociales del siglo XVI, en el contexto de las cuales las corrientes radicales de la Reforma dieron vida a movimientos revolucionarios o utópicos. Me voy a detener más bien en un fenómeno aparentemente mucho más inocuo, en una forma de interpretación del cristianismo que desde el punto de vista científico aparece como totalmente respetable y que el gran jurista evangélico Rudolph Sohm desarrolló el siglo pasado. Esa forma de interpretación propone la tesis de que el cristianismo como Evangelio, como ruptura de la ley, no habría podido ni querido incluir originalmente derecho alguno, sino que la Iglesia habría nacido inicialmente como “anarquía espiritual”, que después, ciertamente, partiendo de las necesidades externas de la existencia eclesial, ya hacia fines del siglo primero, habría sido sustituida por un derecho sacramental. El puesto de este derecho que, por así decir, estaba fundado sobre la carne de Cristo, sobre el cuerpo de Cristo, y era de naturaleza sacramental, habría sido ocupado después en el la Edad Media por un derecho, que ya no era derecho del cuerpo de Cristo, sino de la corporación de los cristianos, precisamente por el derecho eclesial que es el que ahora conocemos. El verdadero modelo era para Sohm la anarquía espiritual: en realidad en la condición ideal de la Iglesia no habría de ser menester derecho alguno. En nuestro siglo, a partir de estas posiciones, se convierte en moda la contraposición entre Iglesia del derecho e Iglesia del amor: el derecho es presentado como lo contrapuesto al amor. Y un contraste de ese tipo puede, ciertamente, emerger en la concreta aplicación del derecho: pero elevar tal cosa a principio, trastorna la esencia del derecho, así como la esencial del amor. Estas concepciones, en última instancia alejadas de la realidad, que no llegan al espíritu de la utopía, pero que le son afines, están actualmente difundidas en nuestra sociedad. El hecho de que en los años cincuenta la expresión “Law and Order” (ley y orden) llegara a convertirse en una especie de insulto u ofensa, o que la idea de “ley y orden” incluso se la hiciera pasar por algo casi fascistoide, depende de esas concepciones. Por lo demás, la ironización y difamación del derecho fue ingrediente típico del Nacionalsocialismo alemán (no conozco suficientemente la situación en lo referente al fascismo italiano). En los llamados “años de lucha” el derecho fue concienzudamente difamado y contrapuesto a lo que se consideraba el sano sentimiento popular. Posteriormente, al llegar al poder, el “Führer” fue declarado única fuente del derecho, y con ello la arbitrariedad vino a ocupar el puesto del derecho. La denigración del derecho no está nunca ni de ningún modo al servicio de la libertad, sino que siempre es un instrumento de la dictadura. La eliminación del derecho significa el desprecio del hombre; y donde no hay derecho no hay libertad.
Y en este punto, a la verdadera pregunta de fondo a la que me estoy dirigiendo con estas reflexiones, sólo puedo darle una respuesta (a mi pesar) que habrá de ser demasiado sintética, pues a la cuestión a la que me estoy dirigiendo es a la de qué pueden hacer la fe y la teología en esta situación por la defensa del derecho. De modo muy sumario y, ciertamente, insuficiente, trataré de bosquejar una respuesta proponiendo las dos tesis siguientes:
1.- La elaboración y la estructuración del derecho no es inmediatamente un problema teológico, sino un problema de la “recta ratio”, de la recta razón. Esta recta razón debe tratar de discernir (más allá de las opiniones de moda y de las corrientes de pensamiento de moda) qué es lo justo, el derecho en sí mismo, lo que es conforme a la exigencia interna del ser humano de todos los lugares, y que lo distingue de aquello que es destructivo para el hombre. Tarea de la Iglesia y de la fe es contribuir a la sanidad de la “ratio” y por medio de una justa educación del hombre conservar a esa razón del hombre la capacidad de ver y de percibir. Si a ese derecho en sí se lo quiere llamar derecho natural, o de cualquier otra manera, eso es un problema secundario. Pero allí donde esta exigencia interior del ser humano, el cual está orientado como tal al derecho, allí donde esta instancia que va más allá de las corrientes mudables, no puede ser ya percibida, y, por tanto, el “fin de la metafísica” es total, el ser humano se ve amenazado en su dignidad y en su esencia.
2.- La Iglesia debe hacer un examen de conciencia acerca de golpes destructivos que ha sufrido el derecho, que han tenido su origen en la interpretación unilateral de la fe de la Iglesia y han contribuido a determinar la historia de este siglo. El mensaje de la Iglesia supera el ámbito de la simple razón y remite a nuevas dimensiones de la libertad y de la comunión. Pero la fe en el Creador y en su creación va inseparablemente implícita en la fe en el redentor y en la redención. La redención no disuelve la creación ni el orden de la creación, sino que por el contrario nos restituye la posibilidad de percibir la voz del Creador en su creación y, por tanto, de comprender mejor el fundamento del derecho. Metafísica y fe, naturaleza y gracia, ley y evangelio, no se oponen, sino que están íntimamente ligados. El amor cristiano, tal como lo propone el Sermón de la Montaña, nunca puede convertirse en fundamento de un derecho estatutario, y sólo es realizable (siquiera embrionariamente) en la fe. Pero ello no va ni contra la creación ni contra su derecho, sino que se funda sobre ellos. Donde no hay un derecho, incluso el amor pierde su ambiente vital. La fe cristiana respeta la naturaleza propia del Estado, sobre todo del Estado de una sociedad pluralista, pero siente también su propia corresponsabilidad en lo tocante a que los fundamentos del derecho continúen resultando visibles y a que el Estado, privado de orientaciones, no se vea expuesto solamente al juego de corrientes mudables. Y porque en este sentido, pese a todas las distinciones entre fe y razón, la fe cristiana tiene derecho estatutario que ella tiene que elaborar con ayuda de la razón y de la estructura vital de la Iglesia, y porque, por tanto, pese a todas las distinciones, ambos ordenamientos están en una relación recíproca y tienen una responsabilidad el uno por el otro, este doctorado honorífico es para mí al mismo tiempo ocasión de gratitud y llamada para un ulterior empeño en mi trabajo
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
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