SHEED, F. J.
Sociedad y sensatez.
Editorial Herder. Barcelona. 1963.
Capítulo 2
EL HOMBRE ESENCIAL
I
Nuestra civilización, que solía llamarse cristiana y que ahora se llama occidental, se basa en la idea que nuestros antepasados tenían de lo que es el hombre. Esta idea era clara, vigorosa y universalmente aceptada. Se llegó a ella escuchando a Dios más que considerando al mismo hombre.
En suma era ésta:
El hombre es una criatura de Dios, que vive en un universo creado por Dios. Pero se diferencia de todos los otros seres del mundo porque Dios lo hizo a su propia imagen.
Esta especial semejanza del hombre con Dios no reside en el cuerpo, por el que se asemeja a los animales, sino en su alma, que es espiritual, inmortal y está destinada a la unión eterna con Dios.
El hombre, oponiendo su voluntad a la de Dios, se dañó a sí mismo y perdió la unión con Dios. Dios se hizo hombre y murió para salvar a todos los hombres de aquella condición desesperada.
En estas tres ideas — imagen de Dios, espíritu inmortal, redi¬mido por Cristo — tenemos los elementos dominantes del concepto del hombre, que vino a construir nuestra civilización.
A muchos les podrá parecer esto pura fantasía, residuo de un mito de aquel mundo más sencillo, que en forma curiosa ha lo¬grado sobrevivir o, mejor dicho, no ha podido morir completa¬mente en un mundo que ya no lo necesita. Y aun entre los mismos que todavía consideran esta concepción del hombre como vale¬dera, en todo, o por lo menos en gran parte, muchos pensarán que no se puede aducir’ en una discusión práctica sobre los pro¬blemas actuales, que no es ésta la manera de pensar de los soció¬logos modernos. Pero, si bien se mira, esto no es un argumento contra ella. Teniendo en cuenta la tremenda confusión en que se halla el mundo — dos hecatombes sangrientas en medio siglo y otra que amenaza siniestramente en el horizonte —, no se puede prestar homenaje de reverencia ciega al modo de pensar de los sociólogos modernos. El que una teoría discrepe del modo de pensar de los tiempos modernos, difícilmente será un argumento contra ella. Pero por el momento no quiero urgir esta antigua concepción del hombre, como algo inmediatamente práctico y uti¬lizable, si bien creo, y trataré de mostrarlo más adelante, que es la única que tiene estos dos caracteres. Lo único que digo es que sobre ella se basó una gran civilización, que esta civilización está ahora en agonía — dolores de muerte quizás o quizá dolores de parto, pero dolores sin género de duda —, que para hacer algo por esta civilización es necesario comprenderla y que no se la puede comprender prescindiendo de la idea del hombre que tra¬taba de expresar. Vamos, pues, a examinarla un poco más en detalle. Nunca una idea ha sido tan dinámica, tan revolucionaria y tan poderosa para construir una forma de vida. Incluso quien no la profese debe reconocer que es menester intentar compren¬derla.
II
Comencemos por la primera frase: el hombre fue hecho a imagen de Dios. Esto puede tener muy diferente sentido según la idea de Dios que implique. Un hombre hecho a imagen del dios Moloc, al que los cartagineses sacrificaban los niños, sería una criatura horrible, y de hecho bastantes hombres han tratado de rehacerse a sí mismos según esta imagen. Pero nuestros ante¬pasados cristianos conocían la verdad acerca de Dios. Dios es omnipotente, omnisciente y todo amor. El hombre, hecho a su imagen, tiene también estos atributos, pero en forma limitada. El hombre tiene poder, pero no todo el poder, tiene conocimiento, pero no todo el conocimiento, tiene amor, pero no un amor infi¬nito. Dios es el absoluto, el hombre es la imagen. Pero la imagen no ha de ser necesariamente estática. Puede deteriorarse hasta quedar apenas inidentificable. Pero también puede desarrollarse. El hombre puede crecer en poder, en conocimiento y en amor; en otras palabras, en semejanza con Dios. Dios no teme que sus criaturas le igualen, el infinito no puede temer a lo finito: es totalmente conforme con la voluntad de Dios que en todo hombre vaya creciendo más y más la semejanza original.
La clave para comprender a Dios y al hombre es el concepto de espíritu. Dios es espíritu infinito y uno de los elementos del hombre es espíritu también, y precisamente en esto consiste la semejanza. Lo que constituye la esencia del espíritu es la per¬manencia, sin lo cual no sería espíritu, y, por eso, debe estar presente, tanto en el espíritu infinito como en el finito, cuales¬quiera que sean las diferencias en el modo. El espíritu no está com¬puesto de partes como la materia, y por lo tanto no puede disgre¬garse ni se lo puede descomponer o recomponer interiormente. Un ser espiritual sólo puede ser él mismo, no se lo puede convertir en otro, su característica es la inmortalidad. Como la permanencia es la característica de la existencia del espíritu, así la libertad es la característica de su actividad vital: en sus dobles funciones de conocimiento y de amor consiste su vida; lo que ame es decisivo para esta vida, y la facultad con la que ama, la voluntad, es libre.
El hombre fue hecho por Dios para la unión con Él mismo. El espíritu finito está destinado a la unión total con el espíritu infinito, en el que la facultad humana de conocimiento estará en contacto inmediato, indestructible, con la verdad infinita, y la facultad humana de amor estará en contacto no’ menos íntimo con la bondad infinita. Y en este contacto seguirá siendo él mismo, sin perder su identidad en la realidad más potente, sino permane¬ciendo consciente de Dios y consciente de sí mismo, una vez que por fin haya llegado a ser su perfecta imagen.
Ninguna de las religiones que se centran tan totalmente en el espíritu que llegan hasta despreciar la materia nunca ha glorificado tanto el espíritu del hombre, ya que todas ellas consideran como su fin supremo únicamente la extinción, o en todo caso la extin¬ción de la conciencia personal. Y como ninguna de las religiones del espíritu puro glorifica al espíritu tanto como el cristianismo, que ve en el hombre un espíritu unido a la materia, de la misma manera ninguna de las filosofías que desechan el espíritu y afincan totalmente en la materia glorifica tanto al cuerpo como el cristia¬nismo. Para el cristianismo el cuerpo es sagrado, ya que por su íntima unión con el alma es elevado por encima de la condición puramente terrestre y participa en el destino eterno del hombre. Difícilmente se le puede reprochar al materialista el que no reco¬nozca el carácter sagrado del cuerpo, ya que el materialismo carece de este concepto por no conocer sino lo profano. Pero tampoco puede otorgarle al cuerpo todas aquellas cosas que el mismo cuer¬po puede concebir y aun desear ardientemente, como el dominio sobre la muerte o algún fundamento para asegurar la dignidad humana. Para el cristiano el cuerpo, tras la disolución total por la muerte, volverá a reunirse con el alma del hombre y participará en su destino para siempre. Entre todas las religiones, sólo el cristianismo acepta el cuerpo plenamente y de buena gana. Lo coloca en los lugares más sagrados de la religión, incluso en el santo de los santos, la Eucaristía misma, en la que Cristo entra en el hombre para ser el alimento de su vida y el lazo de unión entre los que se nutren de este alimento. Es una fórmula básica de sociología cristiana que si el espíritu tiene la primacía, el cuerpo tiene su propio carácter sagrado. Si se pierde uno de los elementos de esta fórmula, queda destruido el equilibrio total.
El hombre, imagen de Dios — juntando por su propia natura¬leza espiritual y material las esferas opuestas del espíritu y la materia en la unión de un universo que a pesar de esa unión mantiene siempre sus partes distintas —, vive bajo una ley. El mundo material tiene sus leyes dadas por Dios, y la salud corporal del hombre consiste en descubrirlas y en vivir conforme a ellas. Pero también el mundo espiritual tiene sus leyes dadas por el mismo Dios, y la salud espiritual del hombre consiste en descu¬brirlas y en vivir conforme a ellas.
Esto nos lleva a un elemento que todavía hay que considerar en la imagen cristiana del hombre. La voluntad del hombre es libre, libre para aceptar, pero libre también para rehusar la co¬operación con la voluntad de Dios en general o con algún detalle de la ley de Dios en particular. El hombre, tanto la humanidad en general como cada hombre en particular, ha rehusado parcial o totalmente esa cooperación. El hombre se lanzó contra las leyes de Dios y fue herido por ellas. La mayor herida, resultante de la negativa del hombre como humanidad total, fue sanada por Cristo, que murió por los hombres e hizo posible para todos los hombres la unión total y definitiva con Dios. Pero todo hombre debe operar su propia salvación, para lo cual cuenta con una naturaleza bas¬tante deteriorada por el pecado. En definitiva, a él le toca hacer la elección. Puede elegir a Dios o a sí mismo sin Dios, el cielo o el infierno. Lo que elija al final de su vida en la tierra, lo elige para toda la eternidad. En otras palabras, el destino eterno del hombre depende de su propia elección. La responsabilidad forma parte de la esencia del hombre.
III
Hemos dicho que nuestros antepasados llegaron a esta con¬cepción del hombre escuchando a Dios más que analizando al hombre. Sin embargo, a mi parecer, se pueden alcanzar muchos de los elementos de esta concepción, y toda ella se puede con¬firmar, analizando al hombre. En otras palabras, la razón puede trazar las líneas principales de esta concepción y la experiencia puede verificarlas.
Vamos, pues, a analizar al hombre. Este método es mucho mas desalentador que el otro, pues Dios ve los elementos de nobleza que hay en su criatura con mucha más facilidad que nosotros, con nuestra perspectiva trastornada y nuestro hábito inveterado de considerar como más grande lo que está más cerca. Y a la vez este segundo método es también más arduo porque el hombre pasa fácilmente por alto algunos elementos existentes en él mismo, cosa que no hace su Creador.
En realidad los hombres no se han distinguido nunca por ver al hombre como conviene, y, repito, esto no porque no estén de acuerdo con mi modo de ver, sino porque no lo están entre sí, de tal manera que si uno tuviera razón la mayoría estaría equi¬vocada. Las personas a que hemos aludido en el capítulo primero, que piensan que nuestra investigación es ociosa porque todos los hombres están de acuerdo en la práctica acerca de lo que es el hombre, no parece que hayan viajado mucho en la actualidad ni que hayan leído mucho del pasado. En esta materia es evidente que no podemos lograr nada con un plebiscito general. Dejando a un lado — aunque en un plebiscito no habría derecho a ha¬cerlo — a los que defienden (o por lo menos dicen) que no existe nada en absoluto, a los que sostienen (o por lo menos dicen) que no existe nada más que ellos mismos y a los que no han pensado nunca en el asunto ni es posible inducirlos a ello, aún nos quedan grandes diferencias.
Existen tres grandes grupos: los que reconocen al hombre como un compuesto de materia y espíritu, los que piensan que el hombre es sólo su cuerpo y los que piensan que el hombre es esencialmente sólo su alma. Éstos últimos se pueden subdividir todavía en ‘los que sostienen que el cuerpo no existe en absoluto y que nuestra percepción del cuerpo no es sino una especie de ilusión psicológica de la que hay que curarse, y los que piensan que el cuerpo existe realmente, pero que no debe existir y que el modo de desarrollar la personalidad consiste en liberarse del cuerpo. Éstos a su vez se subdividen según las razones que aducen para explicar el que el hombre esté agobiado con la desdichada herencia del cuerpo. Los que admiten el alma difieren sobre si es libre o no y sobre si el entendimiento conoce con certeza y sobre si la expresión «conocer con certeza» tiene sentido o no y si lo tiene, cuál es. Los que niegan o rebajan el cuerpo dis¬crepan en las consecuencias prácticas de su opinión: algunos dicen que al cuerpo se le debe ignorar, creyendo que si no se le hace casó desaparecerá; otros dicen que se lo debe maltratar con ex¬tremo ascetismo para aniquilarlo; otros que, como el cuerpo no tiene importancia, tampoco tiene importancia lo que hagamos con él y así puede permitirse el hombre toda suerte de deleites corporales sin detrimento de su pureza.
Sería insensato pensar que hombres tan divididos respecto a lo que es el hombre sean capaces de ponerse de acuerdo en las líneas generales sobre el modo como se debe tratar al hombre. El que sostenga que tal acuerdo es posible, es porque piensa que los hom¬bres estarán dispuestos a aceptar la opinión que él mismo defiende.
Pero sí los hombres discrepan tan grandemente unos de otros sobre la interpretación de lo que es tan evidente en el hombre, por lo menos no discrepan sobre los mismos datos evidentes. Todos los hombres ven que los hombres hacen las mismas cosas, sufren las mismas cosas y reaccionan de la misma manera. Pero en la interpretación de esto que es evidente, todos cometen práctica¬mente el mismo error: tratan separadamente la parte que les parece más accesible, como si esta parte fuera el todo. Todo lo demás, menos accesible, lo dejan de lado. Esto equivale a des¬cartar numerosas experiencias humanas considerándolas ilusorias: una práctica que se insinúa por pereza y acaba por paralizar. El materialista explica como ilusión toda la universal experiencia espiritual, por no hablar de la mística; el idealista descarta como ilusoria toda la evidencia sensible. Únicamente el cristianismo no descarta ninguna experiencia humana. Acepta la evidencia total.
Como acabamos de decir, no hay discrepancia acerca, de lo que es evidente. Comoquiera que expliquen el hecho, todos ven que el hombre tiene cuerpo, que el cuerpo ocupa espacio, todos ven las múltiples formas de sus relaciones con el universo material, in¬cluso el hecho de su transitoriedad, es decir, que las cosas mate¬riales poseen su propia naturaleza precariamente, inseguramente, siempre en peligro de cesar de ser lo que son y de convertirse en otra cosa. Todos ven que la materia es así y que también el cuerpo humano es así.
Y de la misma manera todos los hombres, comoquiera que expliquen el hecho, son conscientes de que piensan. Ni siquiera hay verdadera discrepancia acerca del modo como experimenta¬mos nuestros pensamientos. Incluso los materialistas más conven¬cidos admitirán que una idea no tiene largura, altura ni anchura, ni peso, color, resistencia al tacto o aptitud para ser olida con el olfato o gustada con el paladar. (Una idea puede ir acompañada de modificaciones en la estructura del cerebro, pero esas modi¬ficaciones no son la idea misma, como se puede demostrar con un momento de reflexión.) La idea no tiene tampoco el «hic et nunc» particular de la materia: un árbol sólo puede existir como tal o cual árbol particular, mientras que la idea «árbol» puede apli¬carse a todo árbol que ha existido, existirá o pueda existir. Pero el hombre produce constantemente estas cosas, cosas que en sí mismas no tienen una sola cualidad en común con la materia del cuerpo humano. Seria sin duda una hazaña heroica pedirle al cuerpo humano que produjese cosas que no tienen la mínima cuali¬dad en común con él. «El cerebro segrega pensamiento, como el hígado segrega bilis», ha dicho, sin embargo, uno de esos héroes. Pero la bilis tiene mucho en común con el hígado que la produce, ocupa espacio, tiene peso, dimensiones y color, es esta bilis par¬ticular y no un concepto universal de bilis. El pensamiento, en cambio, no tiene ninguna cualidad en común con el cerebro. Repi¬to: es algo arriesgado afirmar parentesco alguno ante esta total disimilitud.
Atento a la evidencia, el cristiano lo acepta todo. Existe el cuerpo, real, semejante al universo total de la materia. Pero el cuerpo no es lo único. Si se ha de dar razón de los elementos totalmente incorpóreos en la operación humana, en la constitución del hombre tiene que haber un elemento totalmente incorpóreo. Ahora bien, el hombre no es sólo uno de esos elementos, ni una yuxtaposición casual de los mismos, sino un compuesto orgánico de ellos. El cristiano observa esta extraña unión de lo corpóreo y de lo incorpóreo, del espíritu y de la materia, y se ve a sí mismo no como dos seres, sino como un ser, ve que su espíritu influye en el cuerpo y es afectado por él, ve que su cuerpo influye en su espíritu y le responde. Además, pensando en el espíritu ve algo distinto. El pensamiento y, por tanto, el elemento espiritual que en el hombre engendra el pensamiento, no tiene ninguna cuali¬dad en común con el cuerpo humano. Ve que la desintegración del cuerpo que significa la muerte, proviene de esos elementos del cuer¬po de los que carece en absoluto el alma. No hay absolutamente nada que indique que el alma haya de acabar cuando se desin¬tegre el cuerpo, y la razón se pregunta incluso cómo podría aca¬bar. No ocupa espacio, no está compuesta de partes. ¿ Cómo podrá, pues, descomponerse ? Si la religión dice que el alma no muere, es difícil de comprender cómo puede haber alguien que pretenda probar que la religión se equivoca.
Así pues, considerando al hombre con la prontitud necesaria para aceptar toda la evidencia y negándonos a desechar como ilu¬sorias las cosas evidentes que nos resultan difíciles de explicar, lo vemos como una unión de materia y espíritu, como un animal, por tanto, pero racional; y vemos su parte espiritual como algo inmortal, con un destino, por consiguiente, más allá de esta vida. El hombre es, pues, un ser que no está circunscrito por los límites de este mundo. El hombre camina, no está parado, camina hacia algún término, dice el cristiano; camina, pero hacia ningún tér¬mino, dice el materialista, pero todos convenimos en que camina: la vida es un camino, no un lugar de reposo.
Forma también parte de la evidencia que el hombre no es causa de sí mismo y mucho menos del universo. El hombre no se ha hecho a sí mismo ni ha hecho el universo en que se halla. Por el momento es una gran simplificación, pero que con¬duce a enormes complicaciones después, ignorar estos hechos tan vastos y obvios y comenzar con el hombre y el universo tal como los hallamos ahora. Pero comenzar en la mitad de la historia no es el mejor modo de comprenderla. Cualquiera que sea la explicación que se dé del mero hecho de la existencia del hombre y del uni¬verso, ha de estar en profunda relación con el devenir de los mismos. Le fue sumamente sencillo afirmar a Marx que nuestro trabajo no consiste en comprender el mundo, sino en cambiarlo. La experiencia nos enseña que si queremos cambiar alguna cosa sin comprenderla, lo que haremos será destruirla y posiblemente a nosotros mismos con ella. Para quien se decida a afrontar esta cuestión inicial — cómo se explica la existencia de las cosas — sólo hay dos soluciones posibles: que alguna inteligencia haya dado el ser a las cosas o que todo sea puro azar. Con otras pa¬labras: al principio de todas las cosas nos hallamos con Dios o con algo que sucede al azar. Los hombres han adoptado una de estas dos opiniones. Los que produjeron nuestra civilización creían que el universo fue creado por Dios. Pensando así daban por supuesto que hay que contar con los planes de Dios. Era inconcebible — para ellos, para mí y se puede creer que para cual¬quiera — que si Dios optó por hacer al hombre, no se preocupara de lo que haría el hombre de la existencia que le otorgaba. Todavía se puede concebir menos que carece de importancia lo que Dios quiera. En todo caso, lo cierto es que toda la estructura de la civilización que conocemos fue construida sobre las bases de la creencia en la existencia de Dios y de la importancia de su voluntad para la acción humana. Estas bases se han demolido en gran manera, en parte negándolas, pero sobre todo por mero descuido. Y no se ha tratado de sentar nuevas bases.
Ya hemos dicho que los hombres han adoptado una de las dos respuestas. Pero no en la misma proporción. Creo que se puede decir que en una forma o en otra la respuesta teísta es la que ha dado la razón humana, entendiendo por este término el pen¬samiento actual de la humanidad. Y la razón — usando ahora el término para significar la actividad de la mente con la lógica más estricta — da la misma respuesta. Una breve revista de la reacción humana prácticamente universal mostrará cuán razonable ha sido en esto la razón humana. Mirando al universo se ha per¬catado el hombre de una amplia estructura ordenada. Hay gran¬des zonas que no ha comprendido, así como elementos que no sabía cómo encajar en la estructura general. Pero éstos eran problemas que invitaban a ulteriores investigaciones, mientras que la estruc¬tura era un hecho que se imponía por sí mismo, de modo que no exigía arduas tareas de investigación para establecerlo. Que hay orden, y por cierto un orden magnífico, eso lo ha visto siem¬pre el hombre. Ahora bien, la razón humana rechaza el azar como explicación aun del caso más sencillo de orden. Por ejemplo, al que viera cuatro palos de igual longitud en el suelo, dispuestos entre sí en ángulos rectos, sería inútil decirle que al soplar el viento los habla dejado de aquella manera. Cuando Robinson Crusoe vio en la arena la huella de un pie humano, comprendió que alguna persona había caminado por allí; no se le ocurrió pensar que esta explicación era sólo más probable que el que la arena se hubiese abierto por casualidad en aquella forma. Simple¬mente conoció la verdad.
El hombre, contemplando el orden inmensamente complejo del universo ha considerado como la cosa más natural que lo haya dispuesto una inteligencia y una voluntad. En efecto, pues¬to que hay en el mundo un orden que impresiona a la inteligencia del hombre, la explicación obvia parece ser que ha sido causado por una inteligencia incomparablemente mayor que la inteligencia humana, una inteligencia de la que el hombre es imagen, pero pura imagen y nada más. Al que afirme que un orden tan total y multiforme se ha producido por puro azar, no le extrañará que se le exijan las pruebas de una afirmación tan inaudita. Pero en este asunto, como en el del elemento espiritual del hombre, el materialista ha realizado un extraordinario juego de prestidigita¬ción y el teísta le ha dejado con frecuencia continuar hasta el fin. El materialista, explicando con la sonrisa en los labios que este orden tan complejo se ha producido sencillamente de esta manera, ha hecho el papel del rústico que corta con el cuchillo del sentido común el absurdo que significa un orden producido por una inte¬ligencia...
Cuando el materialista pone verdadero empeño en explicar cómo el azar puede producir orden, llega a los límites de la fan¬tasía, pero sin perder el aire de quien razona tranquilamente. No hay más que recordar el ejemplo de Huxley, del mono con la máquina de escribir: un mono tecleando sin cesar a lo largo de las edades en una máquina de escribir, acabaría por producir todas las combinaciones de letras, incluso la combinación de letras a la que denominamos Hamlet. Análogamente, los átomos de que se compone el universo, con sólo golpear a diestro y siniestro en un espacio ilimitado, acabarían por disponerse en todas las com¬binaciones posibles, incluso en la combinación que llamamos nues¬tro universo. Pero es el caso que Huxley no fue el inventor de este gracioso donaire. Los griegos lo conocieron, claro que sin la máquina de escribir, en el siglo y antes de J. C. y se gloria¬ban de haber comprendido a través de él. Los romanos lo apli¬caban a los poemas de Ennio y lo hallaban tremendamente gracioso. Como lo es en realidad. Pero entre el hombre que, leyendo a Hamlet, supone que fue escrito por alguien, y el que piensa que no fue ni más ni menos que una de tantas combinaciones de palabras producidas por un mono con toda la eternidad a su disposición, no es difícil decir cuál de los dos es el normal, y cuál el visionario.
Una vez que llegamos a ver que Dios existe, sea siguiendo una línea como la que hemos indicado, con los profundos razona¬mientos de los filósofos, es difícil desentenderse de la idea de que Dios tiene una voluntad respecto de la humanidad y de que le da alguna indicación sobre la misma. De aquí a pensar que Dios ha¬brá expresado al hombre los modos de proceder que son buenos para él y los que son malos, no hay más que un paso. Dando este paso llegamos a la ley moral.
Al comienzo de esta sección hemos dicho que la razón esta¬blece la mayor parte de la concepción cristiana del hombre y que la confirma toda entera. En el resto de este libro nos ocuparemos ampliamente de este gran asunto de confirmar la concepción cris¬tiana del hombre mediante la reflexión sobre la experiencia hu¬mana.
Es una gran verdad que nada de lo que suceda puede hacer dudar al que realmente ha aprendido lo que Cristo ha enseñado acerca de la naturaleza del hombre. Esta visión del hombre es suficientemente amplia como para abarcar toda la experiencia humana.
IV
Nos hallamos ahora en una posición que nos permite volver a considerar los derechos del hombre. Ahora sabemos que el hom¬bre tiene derechos, derechos reales, no meras concesiones, puesto que radican no en la idea que tiene la sociedad del mejor modo de tratar a sus miembros, sino en la naturaleza misma que Dios ha dado al hombre. Dios lo ha constituido en una especie particular de ser y así quiere que sea tratado como tal, por los otros y por él mismo.
«Los hombres», dice la Declaración de la Independencia de América del norte, «han sido investidos por su Creador de ciertos derechos inalienables.» Y comenzamos a ver cuáles son esos de¬rechos.
Hemos visto que el primero de los derechos del hombre es el derecho a ser tratado como lo que es, y ahora ya sabemos lo que es. Tiene derecho a obrar como lo que es, a tender al fin para el que ha sido creado: si se niega uno u otro de estos dere¬chos, se viola el orden de la realidad. Es un compuesto de cuerpo y espíritu y tiene’ derecho a su integridad corporal y al desarrollo normal de sus potencias corporales, por tanto, a alimentarse, a albergarse, a vestirse y a curarse; tiene derecho a su integridad espiritual y al desarrollo normal de las potencias ‘de su alma. Tiene derecho a la vida, puesto que su vida en la tierra le sirve para decidir lo que ha de ser su destino eterno. Tiene además derecho a ser tratado conforme a la ley moral. Tiene derecho a entrar en relación con Dios, a progresar en la unión con Dios en esta vida, en vista de la unión perfecta que tendrá lugar después. Consi¬derando los derechos del hombre descubrimos otros elementos. Más adelante trataremos del primero de éstos, el efecto que produce en los derechos del hombre el orden social, que es también querido por Dios y lleva consigo nuevos derechos y un complejo de debe¬res. El segundo es el efecto producido en el hombre por el pecado: un hombre que se comporta en forma prohibida por la ley moral puede perder sus derechos. Los derechos del hombre no son alie¬nables por otra persona que no sea él, pero él puede alienarlos.
Estos derechos provienen de la concepción cristiana del hom¬bre. ¿Qué derechos provienen de otras concepciones ? Aquí no se trata de una cuestión académica. Desde el punto de vista socio¬lógico esta cuestión ha venido a ser en nuestro siglo la cuestión de las cuestiones. Cada cual debería examinarse muy atentamente en este particular.
Tomemos dos de los derechos más fundamentales del hombre. ¿Tiene el hombre derecho a la vida ? ¿ Tiene derecho a la liber¬tad ? Sí, respondemos con energía y hasta violentamente: estamos ciertos de estos dos derechos y dispuestos a luchar por ellos. Pero la energía, la violencia, la certeza y la disposición para luchar no constituyen ninguna prueba de la verdad; con muchísima frecuencia estas cualidades han acompañado al error. ¿ Tiene el hombre efectivamente estos dos derechos ? Si nos hallamos con alguien que discuta uno u otro de estos derechos, ¿ cómo le mos¬traremos que el hombre los posee ambos ? Nos veremos en gran apuro para demostrarlo si no atendemos a lo que es el hombre: sería una posición sumamente mística sostener que el hombre tiene estos derechos independientemente de lo que él es: si es una fórmula química tiene derecho a la vida y a la libertad; si es un animal diferente de los otros sólo en el grado de su desarrollo, tiene derecho a la vida y a la libertad... Ninguna otra fórmula química tiene tales derechos, como tampoco los tiene ningún otro animal.
Uno se acuerda del monólogo de Shylock en El mercader de Venecia:
«Yo soy judío. ¿ No tiene ojos un judío ? ¿ Un judío no tiene miembros, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones ? ¿ No se, nutre con los mismos alimentos, no es herido con las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades y se cura con los mismos medios, no se calienta y se enfría con el mismo verano y el mismo invierno que el cristiano ? Si nos pincháis, ¿ no san¬gramos ? Si nos hacéis cosquillas, ¿ no reímos ? Si nos envenenáis, ¿ no morimos ?»
Es magnífico, pero chocante. Se hubiese esperado que Shylock arguyera que el judío es hombre como el cristiano; en cambio, arguye que el judío es un animal como el cristiano. Si hubiese defendido la causa de un mono en lugar de la suya propia, apenas si hubiese tenido necesidad de cambiar una palabra. «¿ No tiene ojos un mono...?» ¿Cuál es, pues, la fuerza del argumento ? ¿ Qué el judío tiene los mismos derechos humanos que el cristiano ? Ciertamente no, puesto que no se especifica nada propiamente humano y Shylock tiene demasiada inteligencia para cometer un error semejante de lógica. Del argumento sólo deduce una cosa: «Si sois injustos con nosotros, ¿no nos hemos de vengar?» Esto es todo lo que se podría deducir. En la semejanza con los anima¬les no se pueden basar los derechos humanos.
Usamos de los animales para satisfacer nuestras necesidades, los obligamos al trabajo, disponemos su acoplamiento y su procreación conforme a nuestros intereses, no conforme a los suyos, les qui¬tamos algo de lo que tienen porque queremos, los sacrificamos para nuestra alimentación o porque están enfermos, o porque son demasiados, es decir, más de los que a nosotros nos parece conve¬niente. La sociedad los protege contra malos tratos inconsiderados infligidos por dureza o por brutalidad. Pero sería ridículo decir que los animales tienen derecho a la vida y a la libertad. En cam¬bio, nos parecería intolerable el que se negara que el hombre lo tiene. ¿ Qué tiene, pues, el hombre que no tenga el animal y que sirva como fundamento de sus derechos ? Tiene que ser un ele¬mento específicamente diferente, no una mera diferencia de grado o de desarrollo. De lo contrario no podría servir de base.
La concepción cristiana del hombre propone este elemento. No es fácil decir lo mismo de ninguna otra concepción del hom¬bre. No decimos que quien rechace la concepción cristiana no pueda creer apasionadamente en los derechos del hombre; tales personas creen así con frecuencia y hasta más eficazmente que muchos cristianos, porque mientras los cristianos tienen buenos principios, estos otros tienen sólo buenos instintos y los instintos pueden estar más despiertos y ser más activos, mientras que los principios del cristiano pueden estar arrumbados en su espíritu sin ejercer influjo en la acción. Pero el hombre que tiene sólo buenos instintos y nada más no puede mostrar lo bien fundado de su creencia. A ésta la hemos llamado mística, y así es en reali¬dad: el sentido de un misterio último en el hombre por el que difiere de todas las demás criaturas de la tierra y que se siente más profundamente de lo que se puede formular. Pero el concepto informulado de los derechos del hombre no se puede defender contra los ataques, y en todas partes está expuesto a ataques por parte de los que tratan a los hombres, punto por punto (excepto el comérselos), como nosotros tratamos a los animales. La con¬cepción cristiana los formula y así hace posible su defensa. No po¬cas veces se ha acusado a la Iglesia de negar o disminuir alguno de los derechos del hombre; pero lo cierto es que sólo en la concepción del hombre que enseña la Iglesia se halla el funda¬mento de cualquier derecho.
Hay que notar que los derechos del hombre, tal como los hemos esbozado, dimanan del hecho de ser el hombre no sólo ma¬teria, sino también espíritu. Su vigor se acentúa por el hecho de la inmortalidad: el hombre es responsable de las opciones de las que depende su futuro sin fin; quien viole los derechos del hombre’ de modo que le impida el uso personal de sus facultades para alcanzar su propio fin, lo maltrata y puede perjudicarle para siempre.
Notemos también que se pueden establecer los derechos del hombre sin recurrir a Jesucristo. El hecho de ser el hombre ima¬gen de Dios, libre, responsable e inmortal, es un fundamento suficiente de esta gran estructura. Quien vea así las cosas debe considerar al hombre como sagrado. El ojo que así lo contempla es capaz de ver cada vez mayores horizontes que lo conducirán más allá de lo que se ve, hasta lo infinito y eterno. En la época en que el cristianismo comenzó su marcha a través del mundo, el pensamiento pagano en su apogeo había llegado muy cerca de este concepto, barruntando su carácter sagrado, y así Séneca formuló esta gran sentencia: Homo sacra res homini, el hombre debe ser objeto sagrado para el hombre. Sin embargo, este concepto no pasó de ser teórico, sin la suficiente intensidad ni apremio para producir ni siquiera en los filósofos una nueva actitud para con el hombre, y mucho menos para irradiar de los filósofos a la multitud y producir una nueva civilización. Sólo una vez que sabemos que Dios se hizo hombre y murió por los hombres, cobran vida y fuerza estas otras verdades. Más de una persona a quien no harán gran impresión las consideraciones filosóficas de espiri¬tualidad, responsabilidad y semejanza con Dios, experimenta una saludable sacudida que le abre los ojos cuando se entera de la extrema prueba del amor de Dios a los hombres. En realidad de verdad, el Calvario ha hecho lo que no hubiera podido hacer la filosofía, introduciendo en el mundo una nueva actitud no sólo para con Dios, que así amó a los hombres, sino también para con los hombres que así han sido amados por Dios.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario