* Conferencia dictada el día 4 de junio de 2005 en el marco del curso “Temas para la reflexión política”, organizado por la Asociación Civil FORMA en el Auditorio Polar de la Universidad Metropolitana de Caracas.
A lo largo del presente trabajo intentaré delinear los principios que constituyen la esencia de la democracia como forma de gobierno dirigida a seres que detentan dignidad, y cómo se debe encauzar la actividad de los hombres en sociedad hacia el bien común, único destino para alcanzar la verdadera felicidad en la ciudad.
Para ello, en primer lugar, me referiré a la primacía de la libertad como principio fundamental del gobierno democrático y cómo su respeto y reconocimiento representa un encuentro con la esencia de la persona humana y, por tanto, con la verdad. En segundo lugar, estudiaremos la necesidad de la existencia de un recto tipo humano en la sociedad para entender que la democracia es una forma de vida. Y en tercer lugar, analizaremos el Estado de Derecho, la autoridad y la ley justa como figuras primordiales para combatir el peligro de la anarquía.
En tal sentido, resulta necesario comenzar estas palabras dedicadas a la democracia resaltando a la libertad como valor esencial de la persona humana, a través de la cual el hombre define el destino de su existencia. De ese modo, Juan Pablo II nos enseña en la Carta Encíclica Evangelium Vitae la íntima relación que existe entre libertad y verdad:
“[...] la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, n, 19) .
El gobierno democrático tiene el deber de garantizar la primacía de la libertad. Su respeto y reconocimiento se identifican plenamente con la esencia del hombre, fin al cual va dirigida la acción de un gobierno.
Así también lo entendió el todavía entonces Cardenal Joseph Ratzinger al expresar en la “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y conducta de los católicos en la vida política” lo siguiente:
“La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública»” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y conducta de los católicos en la vida pública. Tomado de www.vatican.va) .
En la historia de la humanidad han existido muchos regímenes políticos, resumidos en la monarquía, la aristocracia y la democracia, y sus vicios: la tiranía, la oligarquía y la oclocracia; pero ha sido la democracia la que reconoce con mayor claridad la dignidad del hombre. Debe entenderse que mediante ella se encauza la actividad del hombre hacia su participación en la sociedad con el objeto de colaborar con el Estado en la promoción del bien común.
De esta forma, la democracia permite que el hombre despliegue con mayor eficacia aquello que determina la esencia de su ser: el ejercicio de la verdadera libertad. En este sentido, Jua2n Pablo II entiende que el postulado más noble que tiene una democracia es formar una sociedad de ciudadanos libres que trabajen conjuntamente para el bien común” (JUAN PABLO II, Memoria e Identidad, Editorial Planeta, Caracas, 2005, p. 163) . Ahora bien, como señalamos antes, para que una democracia pueda reconocer esta realidad resulta necesario que se respete un valor intrínseco de la persona humana: la libertad ordenada a la verdad y el bien.
Sin embargo, hoy en día existe una supuesta cultura basada en que la democracia debe atender al criterio de la mayoría, —entiéndase bien— cualquier mayoría que exista en la sociedad, sin importar su bondad o verdad, minándose a la sociedad con vicios, mentiras y falsas felicidades.
Es indudable que cada sociedad define de diversas formas algunos lineamientos de sus culturas: los maracuchos prefieren las gaitas y los norteamericanos el rock. Pero el presente problema no trata sobre este tipo de decisiones, sino de algo más profundo, algo que ocurre cuando una sociedad democrática no respeta los valores esenciales de la persona humana, sometiéndolos a la decisión de las mayorías.
Bajo este falso enfoque de la democracia el filósofo Leo Strauss expresa lo siguiente:
“La democracia es, entonces, no gobierno de la masa, sino cultura de la masa. Una cultura de masas es una cultura que puede ser adquirida por los talentos más mediocres, sin ningún esfuerzo intelectual o moral, y a muy bajo precio. Pero incluso una cultura de masas, y precisamente una cultura de masas, requiere un constante suministro de las que suelen llamarse “nuevas ideas”, que son producidas por quienes suelen ser llamados “talentos creadores”: hasta los anuncios comerciales pierden su atractivo si no se los varía de tiempo en tiempo. Pero la democracia, incluso si se la considera sólo como la dura concha que protege la blanda cultura de masas, requiere, a la larga, cualidades de muy distinta clase: cualidades de dedicación, de concentración, de amplitud y de profundidad” (STRAUSS, Leo; “¿Qué es la Educación Liberal?”. Tomado de La Formación Intelectual. Antología., GONZÁLEZ DIESTRO, M. A. y CALDERA, Rafael Tomás, Colección Senderos, Asesoramiento y Servicios Educativos, A.C., Caracas, 1971, p. 113) .
Esta peligrosa enfermedad existe hoy en muchas sociedades y es el llamado relativismo moral, es decir, que se hace depender de una “cultura determinada” o de una persona determinada lo que pueda entenderse como bueno o malo. Y es precisamente ahí donde se desvanece la esencia de la democracia, porque si el gobierno democrático no puede colocar la verdad como la medida de las relaciones humanas ni fundar la sociedad en la verdad entonces se convierte en un régimen de gobierno que no sirve para sembrar en la ciudad virtudes que contribuyan a la búsqueda del bien común.
¡No nos dejemos engañar!, la democracia va dirigida al gobierno del ser humano y, por tanto debe atenderse a través de ella a lo esencial del hombre. No es cierto que la libertad se encuentre definida por la simple y vacía voluntad de algunas mayorías. No existe libertad cuando se le desvincula de la verdad. Pretender la separación de libertad y verdad significa renegar de la naturaleza más íntima del ser humano y corromper su camino hacia la verdadera felicidad. Eso no es democracia, sino tiranía o, si se prefiere, tiranía de la mayoría.
Al respecto la Carta Encíclica Centesimus Annus nos enseña lo siguiente:
“Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía la acción de política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la Historia” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus Annus, n, 46.1).
La aprobación del presunto matrimonio entre homosexuales, el aborto y la eutanasia, son promovidos por gobiernos que se hacen llamar democráticos por identificarse con “la conciencia popular”, por atender a una mayoría que se siente representante de los cambios del mundo y la forma de vivir. Eso es una democracia de engaño y de mentira, es demagogia. Claro que las sociedades cambian, evolucionando sus costumbres y su forma de vivir, pero la naturaleza humana es inmutable, no cambia con el tiempo.
Sólo en este sentido la democracia funciona como la forma de gobierno que atiende mejor a la naturaleza del hombre, ya que promueve con mayor eficacia el ejercicio de la libertad, mediante la participación del hombre en la sociedad, evitándose la exclusión que existe en el gobierno de las minorías, como la aristocracia ¿oligarquía?, y la todavía mayor exclusión que hay en la monarquía. Una democracia que no acepte a la libertad -en orden a la verdad y al bien- como principio rector, será cualquier cosa menos democracia.
Por ello, y para iniciar el segundo cometido de este trabajo, resulta necesaria la existencia de un recto tipo humano en la ciudad. El cambio de una sociedad comienza en el alma de los hombres. Somos nosotros, desde nuestras vidas, quienes estamos llamados a formarnos y luchar contra ese relativismo moral que se encuentra carcomiendo los verdaderos fundamentos de la democracia. En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se lee:
“Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios y a los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive” (CONCILIO VATICANO SEGUNDO, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n, 31).
Este tema exige sacrificio, pero es el único camino a la verdadera felicidad. Debemos concientizarnos de que es un deber de todo ciudadano promover el bien común en la ciudad. Pero para actuar de esa forma es necesario que la sociedad conozca el verdadero contenido de la democracia y la dignidad que tiene la persona humana, que es lo que hace el bien del hombre, fin de la labor del Estado. Por esto, la Encíclica Centesimus Annus nos recuerda que “la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus Annus, n, 51) . Sólo así conoceremos el engaño que representa el relativismo moral y entenderemos que la democracia es una forma de vida y que el cumplimiento de los valores democráticos es un encuentro con la esencia de la persona humana y por tanto con la verdad.
Asimismo, en un ensayo titulado “La Emoción Original de la Bondad”, Rafael Tomás Caldera expresó lo siguiente sobre el tema:
“Esa obra se inscribe en el esfuerzo de varias generaciones por construir una democracia y, en cierta medida, le presta aliento. Porque se trataba, antes que nada, de la formación de un ethos ciudadano, una manera de ser y de actuar que hiciera posible la república civil. A cada forma de gobierno corresponde una forma de convivencia y, en la base, un tipo humano. La república civil democrática, donde cada uno es ciudadano, donde hay separación de poderes y rige soberana la ley, pide un tipo humano responsable y maduro. Conocedor de las debilidades que asedian su libertad personal pero también de su posible remedio. Adherido con firmeza al respeto por el hombre.
En un país sometido a la violencia de diversas maneras por más de un siglo no puede surgir ese tipo de ciudadano a no ser que haya un empeño eficaz en cultivarlo y, a la vez, en irle abriendo el necesario cauce para su manifestación. Por tanto, para su predominio en la sociedad. Tal cultivo, que es un inculcar principios y suscitar la aspiración de ponerlos por obra, resulta un verdadero movimiento de ascenso histórico. Como tal, requiere la energía civilizacional que lo impulse y, de ese modo, lo haga posible, lo sostenga, lo consolide. Primero, pues, en la marcha hacia la democracia es la formación del ethos ciudadano que le da sustancia y, al mismo tiempo, le otorga sentido, toda vez que significa el cultivo de la madurez en el ser humano libre” (CALDERA, Rafael Tomás, La Emoción Original de la Bondad. Tomado de conferencia dictada en la Universidad Monteávila, en el marco del Congreso “Literatura Iberoamericana”, 18 de mayo de 2005, p. 13).
Por tanto, aun cuando es una realidad que muchas democracias tienen actualmente una crisis de valores —incluyendo la nuestra—, también es una realidad que existen los medios para vencerla. Se trata de luchar por la formación y reconocimiento de cada uno de los miembros de la sociedad en los valores que definen la esencia de nuestra naturaleza humana y delimitan el camino hacia la verdadera felicidad, mediante el ejercicio de una libertad ordenada al bien y a la verdad. Sólo transformando nuestras almas y llenándolas del conocimiento de aquello que nos hace verdaderamente hombres y poniéndolo en práctica con el fin de colaborar con el bien común en la ciudad, es decir, sólo cambiando primero nuestras vidas, lograremos encontrar la esencia de la democracia.
En tercer lugar, debemos abordar el tema del Estado de Derecho, la autoridad y la ley justa como figuras fundamentales en una democracia para combatir la anarquía. Igualmente, analizaremos la causa más reciente de la crisis del Estado de Derecho venezolano, que actualmente ha colocado en peligro el fundamento de todas nuestras instituciones.
Debemos reconocer que la autoridad está fundada en Dios, en la existencia de ese orden natural y perfecto de las cosas, previo a la existencia del hombre y que funciona aun sin su ayuda. Jesucristo dejó claro a Poncio Pilatos y a la humanidad que la Autoridad reside en lo Alto; no obstante, Dios, Sabiduría y Poder Absoluto, delega en los hombres el poder de dirigir y ordenar ciertas cosas, entre ellas la sociedad, y así nos lo recuerda la Carta Encíclica Pacem in Terris:
“Toda la autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo: Porque no hay autoridad que no venga de Dios. Enseñanza del Apóstol que San Juan Crisóstomo desarrolla en estos términos: “¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha sido establecido por Dios? No digo esto —añade—, no hablo de cada uno de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría. En efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor” (JUAN XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris, n, 46) .
Por ello, la autoridad es una figura indispensable en la sociedad y que debe existir por justicia en un gobierno democrático con el fin de encauzar hacia el bien común la voluntad de las mayorías. De esta forma Jacques Maritain distingue la autoridad y el poder:
“La Autoridad y el Poder son dos cosas diversas: el Poder es la fuerza con que obligas a otros a que te obedezcan. La Autoridad es el derecho a dirigir y a mandar, a ser escuchado y obedecido por otros. La Autoridad requiere Poder. El Poder sin Autoridad es tiranía” (MARITAIN, Jacques, “La Carta Democrática”. Tomado de Pensadores Católicos Contemporáneos. Ediciones Grijalbo, Barcelona, España, 1964, p. 39).
Así, no debe entenderse que un gobierno democrático sea un mero gobierno de masas en el que toda la sociedad toma todas las decisiones de la ciudad. Aristóteles expresa en La Política que no es bueno el gobierno de muchos, ya que “un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico, sin estar sometido a la ley, y se vuelve despótico” (ARISTÓTELES; La Política. Editorial Gredos, Madrid, España, p.7) . De esta forma, es necesaria la existencia de una autoridad que se encargue de encaminar a la sociedad hacia el bien común.
Adicionalmente, es necesario que existan leyes justas que regulen la conducta de los ciudadanos, en lugar de la voluntad arbitraria de la mayoría. Se trata de unos parámetros de vida identificados con el derecho natural y la verdad que delimiten el poder de la autoridad y la actividad de los ciudadanos. En la Encíclica Pacem in Terris se expresa lo siguiente:
“El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia” (JUAN XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris, n, 51).
Por ello, una ley justa se identifica con la ley natural inscrita por Dios en lo más íntimo del ser humano, que se descubre a través de la conciencia, y cuyo cumplimiento y sometimiento no lo encadena, sino que lo hace verdaderamente libre porque lo acerca a la naturaleza divina del Creador; es lo que entendió Cicerón al expresar las conocidas palabras: somos esclavos de las leyes para poder ser libres.
Es más, no sólo debemos considerar que su cumplimiento acerca al hombre al Creador, haciéndolo verdaderamente libre, sino que entendiendo según Santo Tomás que la ley natural y la ley humana justa participan en la ley eterna —mediante la cual se ordena toda la Creación hacia su fin, aun desde antes de existir las cosas—, con su cumplimiento estaríamos actuando en orden a la inteligencia del Creador y, por tanto, podríamos considerar que participamos y colaboramos en la Obra Creadora junto a Dios.
En este sentido, la ley justa, se funda en el reconocimiento de la dignidad y por tanto en el respeto entre los hombres para lograr el bien común, de donde se derivan derechos y deberes fundados en la verdad. La ley justa es la norma que regula las acciones y las relaciones entre seres que no se encuentran limitados por su existencia material, sino que tienen un espíritu inmortal destinado a la vida eterna junto al Creador. Por ello, es necesario crear y cumplir las leyes justas en una sociedad democrática, para encontrar a través del bien común la verdadera felicidad en la ciudad.
Ahora bien, de acuerdo con lo que expresamos anteriormente, a continuación me referiré a la crisis que pienso que actualmente sufre el estado de derecho venezolano. Por una parte, creo que nuestras instituciones han perdido la autonomía y el respeto que merecen y, como consecuencia, ha surgido un odio a la ley.
En tal sentido, pienso que la presente crisis que vive nuestra democracia, surgió cuando la institución que se encontraba llamada a cuidar nuestro Estado de Derecho declaró que el soberano se encuentra permanentemente por encima de los poderes públicos, que el Estado de Derecho debe considerarse siempre sometido a la voluntad cambiante del soberano. Fue una sentencia de nuestro más alto tribunal en 1999 quien justificó ese falso criterio, lo hizo aplicar y destruyó nuestra base constitucional. En efecto, la Sala Político-Administrativa de la extinta Corte Suprema de Justicia decidió de la siguiente forma un recurso de interpretación de los artículos 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política y del artículo 4 de la Constitución, con ocasión a la posibilidad de llevar a cabo un referendo consultivo para celebrar una Asamblea Nacional Constituyente:
“En este sentido, se observa que el hecho de estar enmarcado históricamente el Poder Constituyente en la normativa constitucional, no basta para entenderlo subrogado permanentemente al Poder Constituido.
Pretender lo contrario, o sea, que las facultades absolutas e ilimitadas que en un sistema democrático corresponden por definición a la soberanía popular puedan ser definitivamente abdicados en los órganos representativos constituidos, equivaldría, en palabras de BERLIA:
‘que los elegidos dejan de ser los representantes de la nación soberano para convertirse en los representantes soberanos de la nación’. (Cfr. BERLIA, G. "De la Compétence Constituante" en Reyue de Droit Public, 1945 p.353 citado por Pedro DE VEGA en La Reforma Constitucional y la Problemática del Poder Constituyente, Editorial Tecnos, Madrid, 1985, p. 231)
Al respecto, el mismo DE VEGA afirma:
‘De esta forma, la subsunción del poder constituyente en el ámbito de la normativa constitucional, para lo único que terminará sirviendo será, no como pretendía Frochot en su célebre, discurso, 'para garantizar la Constitución contra las ambiciones de sus representantes o delegados', sino para sustraer al pueblo el ejercicio real de su soberanía y asegurar, constitucional y legalmente frente al mismo, el poder ilimitado de sus mandatarios.’ (Cfr. DE VEGA, Pedro, op. cit. pp. 231 y 232).
Nuestra Carta Magna, no sólo predica la naturaleza popular de la soberanía sino que además se dirige a limitar los mecanismos de reforma constitucional que se atribuyen a los Poderes Constituidos, en función de constituyente derivado.
Así, cuando los artículos 245 al 249 de la Constitución consagran los mecanismos de enmienda y reforma general, está regulando los procedimientos conforme a los cuales el Congreso de la República puede modificar la Constitución. Y es por tanto, a ese Poder Constituido y no al Poder Constituyente, que se dirige la previsión de inviolabilidad contemplada en el artículo 250 eiusdem.
De allí que cuando los poderes constituidos propendan a derogar la Carta Magna a través de "cualquier otro medio distinto del que ella dispone" y, en consecuencia, infrinjan el limite que constitucionalmente se ha establecido para modificar la Constitución, aparecería como aplicable la consecuencia juridica prevista en la disposición transcrita en relación con la responsabilidad de los mismos, y en modo alguno perdería vigencia el Texto Fundamental.
Sin embargo, en ningún caso podría considerarse al Poder Constituyente originario incluido en esa disposición, que lo haga nugatorio, por no estar expresamente previsto como medio de cambio constitucional. Es inmanente a su naturaleza de poder soberano, ilimitado y principalmente originario, el no estar regulado por las normas jurídicas que hayan podido derivar de los poderes constituidos, aún cuando éstos ejerzan de manera extraordinaria la función constituyente” (Sentencia de la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999, Caso: Fundahumanos, Sentencia Nº 17, Magistrado Ponente: Humberto J. La Roche).
A partir del 19 de enero de 1999 puede decirse que comenzó la decadencia de nuestro Estado de Derecho. Pretender que la voluntad del soberano puede pasar en cualquier momento por encima de nuestros cimientos como sociedad jurídica y políticamente organizada, como lo era la Constitución de 1961, no es democracia, es anarquía. Como dijimos anteriormente, es absurdo suponer que toda la sociedad tome todas las decisiones de la ciudad, ya que como nos enseña acertadamente Aristóteles en La Política:
“Un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico, sin estar sometido a la ley, y se vuelve despótico” (ARISTÓTELES; Ob. Cit.).
Es falso lo que sostuvo el Dr. Humberto J. La Roche en esa sentencia al expresar que el poder soberano no se encuentra sometido a las normas jurídicas que conforman nuestro ordenamiento. No es cierto que la voluntad popular sea ilimitada y que se encuentre permanentemente por encima de los poderes constituidos, fundamentado en una supuesta naturaleza originaria. Los miembros de la sociedad debemos cumplir las leyes, es de justicia estar sometidos a ellas, aunque sólo nos ordenen en conciencia las leyes justas. Es necesario respetar nuestras instituciones. De no ser así, sólo existiría la anarquía, el caos, prevalecerían los intereses egoístas de ciertos grupos que manipulan a las mayorías por lo que “se considere mejor” en determinadas circunstancias. Una sociedad sólo puede ser verdaderamente democrática cuando se respetan las leyes y las instituciones y se sigan los procedimientos debidamente establecidos por los órganos competentes. En 1999 se ultrajó en nuestras caras al estado de derecho venezolano al violarse las bases de nuestra sociedad.
Las falsedades sembradas por esta sentencia en nuestra sociedad, mediante las cuales el soberano debe entenderse por encima de los poderes públicos, es decir, el estado de derecho sometido permanentemente a la voluntad del soberano, han creado un odio a la ley y a las instituciones de tal modo, que es frecuente escuchar entre los jóvenes el siguiente argumento: la ley no es necesaria en la sociedad puesto que no se cumple, por lo que si no se cumple sería lo mismo no tenerla. Queridos amigos, este argumento es fruto del egoísmo. Una sociedad sin ley es el caos, la anarquía, no puede alcanzarse la verdadera felicidad en la ciudad si no se cumplen las leyes y se respetan nuestras instituciones, se trata de un deber de convivencia civil en la vida en sociedad.
Como dijimos anteriormente, el postulado de la democracia es “formar una sociedad de ciudadanos libres que trabajan conjuntamente para el bien común” (JUAN PABLO II, Memoria e Identidad, Editorial Planeta, Caracas, 2005, p. 163) , y es el cumplimiento de la ley justa la que hace verdaderamente libres a los ciudadanos porque los obliga en lo más íntimo de su conciencia. Es decir, la ley justa va dirigida al ciudadano pensando en el bien común. Si el hombre no la cumple, la autoridad debe ejercer racionalmente la fuerza para hacerla cumplir por ser necesario para el bien común; pero cuando el ciudadano cumple la ley justa sin coacción alguna por parte de la autoridad lo hace porque hay verdad en ella, se toma la decisión en la intimidad de la conciencia y por tanto la voluntad actúa libremente y de manera recta.
La autoridad, representada en el Estado, es necesaria entonces para regir a la sociedad, no de forma arbitraria, sino como vimos, fundada en la recta razón, y su fuerza obligatoria debe derivar del orden moral (JUAN XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris, n, 47) establecido por Dios, para encaminar a la sociedad por medio de la libertad y la verdad hacia el bien común. Sheed expresa en su obra Sociedad y Sensatez lo siguiente:
“En la sociedad el hombre obra según su elección. En el Estado el ciudadano obra según se le dice. Lo que se le dice puede muy bien ser lo que él mismo elegiría en el caso concreto, pero, lo sea o no, debe hacerlo o cargar con las consecuencias. Naturalmente, el Estado no es sólo (como dice Marx) el órgano de la fuerza, sino también de la autoridad, del orden y del bien común” (SHEED, F. J., Sociedad y Sensatez, Editorial Herder, Barcelona, 1979, p. 165).
Asimismo, la Encíclica Pacem in Terris señala que “la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación en la autoridad de Dios” (JUAN XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris, n, 47) . Amemos entonces a la ley justa. Olvidémonos de esa concepción estrictamente jurídica y material de la ley: el cumplimiento de la ley justa es un medio para ser libres, alcanzar el bien común de la sociedad y por tanto la felicidad del hombre.
Sin embargo, la ley no siempre es justa sino que a veces se desvía por intereses egoístas apartándose de la verdadera libertad que está ordenada a la verdad y al bien. En estos casos la autoridad de la ley no puede obligar en conciencia a los ciudadanos, porque no está fundada en la verdad, y nadie puede obligar a otro a tomar una decisión en la intimidad de su conciencia; por tanto la autoridad que ejerza la fuerza en ese caso para hacer cumplir la ley injusta se aparta del bien común, no hará al hombre verdaderamente libre, y no promoverá su verdadera felicidad en la ciudad. Así, la Encíclica Pacem in Terris nos expresa:
“Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el temor de las penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por el bien común, y, aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional y libre” (Idem., n 48).
De este modo, la ley injusta no tiene carácter de ley, por no estar dirigida al bien común de la sociedad, y por tanto no obliga al hombre en conciencia, y se convierte como dice Santo Tomás: en violencia. Es decir, en este caso el Estado podrá utilizar la fuerza para que los ciudadanos cumplan la ley coaccionándolos de la forma que sea, pero nunca podrá coaccionar la conciencia humana, porque al decir de Viktor Frankl: “al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino” (FRANKL, Viktor E., El Hombre en Busca de Sentido, Editorial Herder, Barcelona, España, 2003, 22a Edición, p. 99).
En consecuencia, un Estado que pretenda ejercer su autoridad basado en el interés egoísta de un grupo, una democracia carente de valores humanos y que conciba, por tanto, al hombre como un medio u objeto para alcanzar un fin personal, atenta contra el desarrollo de la persona humana y de la sociedad, convirtiéndose en una verdadera tiranía. Al respecto Jacques Maritain, señala lo siguiente:
“La filosofía democrática vive del incesante trabajo de invención, de crítica y de reivindicación de la conciencia individual, vive de él y moriría si no viviera también del incesante don de sí que debe corresponder; contra la pendiente natural de la imaginación de los hombres, se opone a que los dirigentes se consideren y sean tenidos por una raza superior, y quiere, sin embargo, que la autoridad de éstos sea respetada, sobre un fundamento jurídico. No admite que el estado sea un poder trascendente que reúne en él toda autoridad, impuesto desde arriba sobre la vida humana; quiere que órganos autónomos, que gocen de una autoridad proporcionada a su función, emanen espontáneamente de la comunidad civil y de la tensión entre sus diversas actividades, y que el Estado —controlado por la nación—, no sea más que el órgano de regulación más elevado, cuyo objeto es el bien común tomando en lo que interesa a la totalidad como tal” (MARITAIN, Jacques, Cristianismo y Democracia, Colección Orfeo, Biblioteca Nueva, Buenos Aires, 1955, p. 85).
Cuando un gobierno olvida esta realidad y, basando su autoridad en intereses egoístas, se aparta del bien común, los ciudadanos debemos darnos cuenta que la función democrática no se limita simplemente a elegir a los mandatarios que regirán a la sociedad, sino que también exige la participación y la opinión pública.
La sociedad debe reclamar las injusticias que se cometen y hacerle saber a la autoridad que se está apartando del bien común. En las diversas épocas y en distintos sentidos, el «trigo» crece junto a la «cizaña» y la «cizaña» junto al «trigo» […] El mal es siempre la ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una carencia. Pero nunca es ausencia absoluta de bien (JUAN PABLO II, Memoria e Identidad, Editorial Planeta, Caracas, 2005, p. 14) . Hay que tener esperanza cuando se invoca y reclama la verdad. Una vez que un ciudadano entiende la importancia que tiene la orientación de la política de un gobierno hacia el bien común para el desarrollo integral del hombre en la vida en sociedad, tiene el deber de manifestarlo y dejarse oír de tal forma que el gobierno ilegítimo no tenga más remedio que actuar conforme a ellas.
No veamos a la sociedad tan sólo como un medio para alcanzar nuestros fines, explotándola egoístamente, en vez de pagarle los servicios múltiples que nos presta. Esforcémonos en formarnos en los valores fundamentales de toda democracia para poder servir a la sociedad cumpliendo con los deberes de convivencia social desde cualquier rol que desempeñemos en la ciudad.
Queridos amigos, el cumplimiento de los valores democráticos es un encuentro con la esencia de la persona humana y por tanto con la verdad. Creamos en la democracia como forma de vida para alcanzar la felicidad en la ciudad, no perdamos la esperanza de cambiar nuestra sociedad y nuestras vidas. Por más oscuro que se nos presente el ambiente, debemos estar seguros que si actuamos fundados en estos valores no nos perderemos en el camino. Jacques Maritain invita al desarrollo de esa virtud heroica de la siguiente forma:
“Para conservar la fe en la marcha hacia delante de la humanidad, a pesar de todas las tentaciones de desesperar del hombre que nos ofrece la historia, y singularmente la historia contemporánea; para tener fe en la dignidad de la persona y de la humanidad común, en los derechos humanos y en la justicia, es decir, en valores esencialmente espirituales; para tener, no en las fórmulas, sino en la realidad, el sentido y el respeto de la dignidad del pueblo, que es una dignidad espiritual y se revela a quien sabe amarla; para sostener y avivar el sentido de la igualdad sin caer en un igualitarismo nivelador; para respetar la autoridad sabiendo que quienes la ejercen no son más que hombres, como los que ellos gobiernan, y tienen a su cargo por consentimiento o voluntad del pueblo, del que son vicarios o representantes; para creer en la santidad del derecho y de la virtud segura, pero a largo plazo de la justicia política ante los triunfos escandalosos de la mentira y de la violencia; para tener fe en la libertad y en la fraternidad, hace falta una inspiración heroica y una creencia que fortalezcan y vivifiquen la razón y que nadie más que Jesús de Nazaret ha incitado en el mundo” (MARITAIN, Jacques, Cristianismo y Democracia, Editorial Biblioteca Nueva, Buenos Aires, 1955, p. 75.).
Tenemos el deber de anunciar la importancia de los valores democráticos y su identificación con la esencia de la persona humana. Se trata del anuncio de la verdad, de pensar en lo fundamental, de reconocer la verdadera esencia del hombre y su destino final y, por tanto, de elevar el nivel de su vida en la ciudad. Hace falta una virtud heroica para ganar esa cruzada. Indudablemente es una tarea difícil, pero exaltante. Concluyo pues con las siguientes palabras de Juan Pablo II de la Carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis:
“Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador” (JUAN PABLO II, Carta Encíclica Sollicitudo rei Socialis, n, 30).
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